– ¿Habló con la gente que había alrededor cuando se dio cuenta de su desaparición?

– Sí.

– ¿Y nadie vio que se llevaran a algún niño?

– No, la gente recordaba haberlo visto, pero de pronto había desaparecido.

– Voy a serle sincero. No conozco a un solo violador que se atreva a raptar a un niño delante de la madre, arreglándoselas después para abrirse paso entre el gentío.

Pero Michael cree que quizá Brian siguió a la persona que cogió su monedero.

Catherine asintió.

– Yo he pensado lo mismo. Es la única respuesta lógica.

– Michael me ha dicho que el año pasado Brian enfrentó a un niño de nueve años que empujó a uno sus compañeros.

– Es muy valiente -repuso Catherine.

En aquel momento, el significado de las palabras del policía la sobresaltó. "Piensa que si Brian siguió a la persona que se llevó el monedero, quizá se enfrente a el -Dios mío, no!"

– Señora Dornan, si le parece bien, creo que sería buena idea pedir la ayuda de los medios de comunicación Podemos ponernos en contacto con algunos canales de televisión locales y enseñar la foto de su hijo. ¿Tiene alguna?

– Sólo la que llevaba en el monedero -respondió Catherine con voz monocorde.

Imágenes de Brian enfrentándose a un ladrón desfilaban por su mente. "Mi pequeño. ¿Alguien sería capaz de hacer daño a mi pequeño?", Pensó.

¿Qué decía Michael? Hablaba con el policía.

– Mi abuela tiene un montón de fotografías nuestras -Levantó la vista hacia su madre-. De todas formas mamá, tienes que llamar a la abuela. Si no volvemos pronto a casa, empezará a preocuparse.

"De tal palo, tal astilla -pensó Catherine-. Brian tiene el mismo rostro de Tom, pero Michael piensa como él

Cerró los ojos para reprimir las oleadas de pánico que la embargaban-. Tom. Brian. ¿Por qué?

Sintió que Michael le metía la mano en el bolso y sacaba el teléfono móvil.

– Llamaré a la abuela-dijo él.

Bárbara Cavanaugh, en su apartamento de la calle Ochenta y siete, atendió el teléfono y casi no podía creer las palabras de su hija. Pero no había dudas respecto a la horrible noticia que la voz queda y casi sin emoción de Catherine le comunicaba: hacía más de dos horas que Brian había desaparecido.

Bárbara se las arregló para no perder la calma en su tono de voz.

– ¿Dónde estáis ahora, querida?

– En un coche patrulla entre la Cuarenta y nueve y la Quinta Avenida. Estábamos aquí cuando Brian… desapareció de pronto de mi lado.

– Enseguida voy para allí.

– Mamá, trae las fotos de Brian más recientes que tengas. La policía quiere dárselas a los medios de comunicación. Y el informativo de una radio local va a entrevistarme dentro de unos minutos para que haga una llamada especial. Y… mamá, telefonea a las enfermeras. Diles que se aseguren que Tom no encienda el televisor de su habitación. No tiene radio. Si se entera de que Brian ha desaparecido… -Su voz se apagó.

– Las llamaré ahora mismo, Catherine. Pero no tengo fotos recientes de Brian. Las únicas que puedo llevar son las que hicimos el verano pasado en la casa de Nantucket.

– En aquel momento se hubiera mordido la lengua. Había estado pidiendo fotografías de los niños, y no se las habían mandado. Pero el día anterior, Catherine le había dicho que su regalo de Navidad para ella (retratos de los niños enmarcados) se le había olvidado, con las prisas por llevar a Tom a Nueva York para la operación-. Llevaré las que encuentre -se apresuró a decir-. Ahora mismo salgo.

Después de dar el mensaje al hospital, Bárbara Cavanaugh se hundió en una silla y apoyó la frente en una mano. "Es espantoso -pensó-, espantoso."

¿Acaso no tenía siempre la sensación de que todo era demasiado perfecto para ser real? El padre de Catherine había muerto cuando ésta tenía diez años, y hasta que conoció a Tom, a los veintidós, su hija había tenido cierto aire de tristeza en la mirada. Eran tan felices, tan perfectos. "Igual que Gene y yo desde el primer día", pensó.

Por un instante, su mente viajó hasta aquel día de 1943 cuando, a los diecinueve años y en primer curso de universidad, le presentaron a un joven y guapo oficial del ejército, el teniente Eugene Cavanaugh. Desde aquel momento, ambos supieron que estaban hechos el uno para el otro. Se casaron al cabo de dos meses, pero pasaron dieciocho años hasta que nació su primera hija.

"Con Tom, ella encontró el mismo tipo de relación que yo tuve la suerte de tener, pero…" Se levantó de un salto.

Tenía que reunirse con Catherine. "Brian debió de alejarse y perderse -se dijo-. Catherine es fuerte, aunque ahora estará al borde del colapso. Ay, Dios mío, haz que lo encuentren!"

Recorrió el apartamento a la carrera y recogió retratos enmarcados de las repisas y las mesas. Se había mudado de Beekman Place hacía diez años. Y aún tenía más espacio del que necesitaba: comedor, biblioteca, una suite para los invitados… Pero su propósito era que cuando Tom, Catherine y los niños llegaran de Omaha, hubiera espacio suficiente para todos.

Bárbara guardó las fotos en el bolso de piel grande que Catherine y Tom le habían regalado en su último cumpleaños, cogió un abrigo del armario del recibidor y, sin molestarse en cerrar la puerta con las dos llaves, salió deprisa a tiempo de apretar el botón del ascensor cuando éste bajaba del ático.

Sam, el ascensorista, era un viejo empleado. Cuando le abrió la puerta, cambió la sonrisa por una mirada de preocupación.

– Buenas noches, señora Cavanaugh. Feliz Navidad. ¿Tiene alguna noticia del doctor Dornan?

Bárbara, temerosa de hablar, meneó la cabeza.

– Tiene usted unos nietos preciosos. El pequeño, Brian, me dijo que usted le había dado una cosa a su mamá que curaría a su papá. Ojalá sea verdad.

Bárbara trató de decir: "¿Ah sí?", Pero sus labios se negaron a pronunciar palabra.

– ¿Por qué estás triste, mamá? -preguntó Gigi mientras se sentaba sobre las rodillas de Cally.

– No estoy triste, Cally. Cuando te tengo a mi lado, siempre me siento alegre.

Gigi sacudió la cabeza. Llevaba un camisón de Navidad con dibujos de angelitos con velas. Los ojazos marrones y el cabello castaño dorado eran un legado de Frank. "Cuanto más crece, más se parece a él", pensó Cally abrazándola instintivamente más fuerte.

Se encontraban acurrucadas, juntas, en el sofá delante del árbol.

– Me alegro mucho de que estés en casa conmigo, mami -dijo Gigi con una voz que de pronto pareció asustada-. No me dejarás otra vez, ¿no?

– No, cariñito, tampoco quería dejarte la última vez.

– No me gustaba ir a visitarte a aquel lugar.

"Aquel lugar." La cárcel de mujeres de Bedford.

– A mí tampoco me gustaba aquello. -Cally trataba de hablar con un tono despreocupado.

– Los hijos tienen que estar con sus madres.

– Sí, estoy de acuerdo.

– Mami, ¿es para mí ese regalo grande? -preguntó Gigi señalando la caja con el uniforme y el abrigo que Jimmy había dejado.

– No, cariño, es para Papá Noel -respondió Cally con la boca seca de repente-. También le gusta que le hagan regalos por Navidad. Ahora, vamos, que es hora de acostarse.

– No, no quiero ir a… -empezó a decir Gigi automáticamente, pero se interrumpió de pronto-. Si me voy a la cama ahora, ¿llegará la Navidad más rápido?

– Sí, sí. Vamos, te llevaré a cuestas.

Una vez hubo arropado a Gigi y vio cómo se abrazaba a su gastada mantita, la indispensable compañera de sueños de su hija, Cally volvió a la sala y se hundió de nuevo en el sofá.

"Los hijos tienen que estar con sus madres…" Las palabras de Gigi la perseguían. Cielo santo, ¿dónde se había llevado Jimmy al pequeño? ¿Qué le haría? ¿Y qué debía hacer ella?

Cally miró la caja envuelta en papel de celofán. "Es para Papá Noel." El vívido recuerdo de su contenido le pasó por la mente: el uniforme del guardián a quien Jimmy había disparado, con el costado y la manga todavía manchados de sangre; el abrigo roñoso… Dios sabía de dónde lo había sacado, o a quién se lo había robado.


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