– Sí, lo creo -respondió con decisión.

Y quizá porque era Nochebuena, aquélla fue la primera vez que creyó.

El policía de tráfico Chris McNally escuchaba mientras Deidre Lenihan le contaba que acababa de ver una medalla de San Cristóbal, y que su padre se llamaba así. Era una buena chica, pero cada vez que él se detenía a tomar un café en aquel McDonald's, ella parecía estar de servicio y siempre quería charlar con él.

Esa noche, Chris estaba ansioso por volver a casa.

Quería dormir un poco por lo menos antes de que sus hijos se levantaran para abrir los regalos de Navidad.

También pensaba en el Toyota que había tenido delante del coche. Había estado pensando en comprarse uno igual, aunque sabía que a su mujer no le gustaba el marrón. Un coche nuevo significaba la preocupación de los plazos mensuales. Cuando el Toyota arrancó, vio el resto de una pegatina encima del parachoques con la palabra herencia. Sabía que el adhesivo original decía: "Estamos gastándonos la herencia de nuestros nietos".

– Y mi padre dice…

Chris se obligó a prestar atención. "Deidre es agradable, pero habla demasiado." Tendió la mano para coger la bolsa que ella le daba; pero estaba claro que no pensaba abandonar todavía, al menos hasta que le explicara que su padre creía que era una lástima que su mujer no se llamara Filomena. Y aun así, ella no terminó.

– Hace años -prosiguió-, mi tía trabajaba en Southampton y pertenecía a la parroquia de Santa Filomena.

Cuando tuvieron que cambiarle el nombre, el sacerdote hizo una encuesta para ver qué nombre elegían y por qué.

Mi tía propuso una santa que era la patrona de los locos porque la mayoría de los fieles estaban como una cabra.

– Bueno, a mí también me pusieron el nombre por San Cristóbal -dijo Chris mientras se las ingeniaba para cogerle la bolsa-. Feliz Navidad, Deidre.

"Y si no me doy prisa, será Navidad antes de que consiga hincarle el diente a la hamburguesa", pensó mientras volvía a la autopista. Abrió la bolsa con una mano, sacó la hamburguesa y, satisfecho, le dio un buen bocado. El café tendría que esperar hasta que llegara a su puesto.

Terminaba la guardia a medianoche, y después, pensó sonriendo para sí, cerraría los ojos al fin. Eileen intentaría que los niños no se levantaran antes de las seis…, eso con suerte. Conociendo a sus hijos como los conocía, no había sucedido así el anterior año, y ése tampoco sucedería.

Condujo hasta la salida 4c, desde donde veía a los infractores. Nochebuena no era como Nochevieja, en cuanto a detener conductores ebrios, pero Chris estaba decidido a no dejar pasar a nadie que llevara exceso de velocidad o que serpenteara por la autopista. Había presenciado un par de accidentes en los cuales unos borrachos habían convertido aquellas fiestas en la pesadilla de gente inocente. Si él podía evitarlo, esa noche no ocurriría. Además, la nieve convertía la carretera en algo mucho más traicionero.

Mientras abría la tapa del café, frunció el ceño. Un Corvette, a ciento sesenta por lo menos, avanzaba por el arcén.

Encendió las luces giratorias y la sirena, metió primera, y lanzó el coche patrulla detrás del infractor.

El inspector Bud Folney escuchó sin más expresión que un atento silencio, mientras una temblorosa Cally Hunter contaba a Mort Levy lo del monedero que se había encontrado en la Quinta Avenida.

Folney conocía los antecedentes básicos del caso: hermana mayor de Jimmy Siddons, había estado en la cárcel porque un juez no creyó su historia de que pensaba que ayudaba a su hermano a huir de una pandilla rival que quería matarlo. Levy le había dicho que Hunter parecía una de las personas con la peor mala suerte del mundo. Criada por una abuela anciana, que había muerto cuando ella era apenas una chiquilla, trató de enmendar a su descarriado hermano menor. Después, cuando ella estaba embarazada, el marido murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga.

De unos treinta años, con unos kilos más hasta sería guapa, pensó Folney. Todavía tenía la palidez y aquella expresión perturbada que había visto en otras mujeres que habían estado en la cárcel y arrastraban el terror de ser encerradas de nuevo.

Miró alrededor. El ordenado apartamento, las agrietadas paredes pintadas de un amarillo alegre, el pobre pero cuidadosamente adornado árbol de Navidad, la colcha nueva sobre el cochecito destartalado… Todo aquello le decía algo sobre Cally Hunter.

Folney sabía que Mort Levy estaba tan desesperado como él por saber qué podía decirles Cally sobre la relación de Jimmy Siddons con el niño desaparecido. Le pareció correcta la suave aproximación de Mort. Cally Hunter tenía que contarlo a su manera. "Ha sido buena idea no traer con nosotros al toro furioso", pensó. Jack Shore era un buen detective pero, a menudo, su agresividad sacaba a Folney de quicio.

Hunter les contaba que había visto el monedero en la acera.

– Lo recogí sin pensar. Supuse que era de aquella señora, pero no estaba segura. Les prometo que no estaba segura -repitió-, y pensé que si se lo devolvía, diría que faltaba algo (eso le ocurrió a mi abuela), y que ustedes me mandarían de nuevo a la cárcel y…

– Cally, tranquila-intervino Mort-. ¿Qué sucedió después?

– Cuando llegué a casa…

Contó cómo se había encontrado a Jimmy en el apartamento, vestido con la ropa de su difunto marido. Señaló la caja grande debajo del árbol.

– Ahí está el uniforme del guardián y el abrigo -dijo-. Fue el único lugar donde se me ocurrió esconderlos por si ustedes volvían.

"¡Eso era! -pensó Mort-. La segunda vez que registramos el apartamento, en el armario faltaba la caja del estante y una americana."

A Cally se le crispó la voz cuando les explicó que Jimmy se había llevado a Brian Dornan y había amenazado con matar al niño.

Sonó el timbre. "Si es Shore…", pensó Folney mientras se ponía de pie para abrir la puerta.

Era Aika Banks. Cuando entró en el apartamento, observó a los policías con mirada escrutadora, corrió hacia Cally y la abrazó.

– Querida, ¿qué ocurre? ¿Algo malo? ¿Por qué necesitas que me quede con Gigi? ¿Qué busca esta gente?

Cally hizo una mueca de dolor.

Aika le remangó el suéter. Las marcas que Jimmy le había hecho al cogerla estaban horriblemente moradas.

Todas las dudas de Folney sobre la posible colaboración de Cally con el hermano desaparecieron.

– Cally, no tendrá problemas por esto -dijo poniéndose de pie-. Se lo prometo. Creo en su palabra de que se encontró el monedero y de que no sabía qué hacer. Pero ahora nos ha ayudado. ¿Tiene idea de adónde se habrá dirigido Jimmy?

– Cally, ¿cree que Jimmy cumplirá su palabra de soltar a Brian? -preguntó Levy.

– Me gustaría creer que sí -respondió con voz monótona-. Por eso no los llamé enseguida. Pero Jimmy está desesperado, y hará cualquier cosa para no volver a la cárcel.

– ¿Y por qué nos ha llamado? -preguntó Folney.

– He visto a la madre de Brian por televisión, y me he dado cuenta de que si Jimmy se hubiese llevado a Gigi, yo habría querido que me ayudaran a recuperarla. -Cally se apretó las manos. Balanceaba el cuerpo adelante y atrás, en un típico movimiento de dolor-. El rostro del niño, la forma en que se puso la medalla al cuello y cómo la cogía…, parecía que fuera a salvarle la vida… Si le sucede algo, yo tendré la culpa.

Diez minutos más tarde, cuando se marcharon del apartamento de Cally, Mort Levy llevaba la enorme caja con el uniforme del guardián.

Shore subió con ellos al coche patrulla y acribilló a Mort a preguntas. Mientras se dirigían al centro, coincidieron en que la búsqueda de Jimmy Siddons debía basarse en la suposición de que su destino era Canadá.

– Tiene que ir en coche -dijo Folney resuelto-. Es imposible que viaje en un transporte público con el niño.


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