En aquel momento, el teléfono sonó. Cuando descolgó comenzó a chillar y escuchó la voz de Mort Levy, las emociones contenidas que parecían congeladas surgieron violentamente.

¡Yo no he sido! -sollozó-. No se lo he contado a nadie. Se lo juro, se lo juro, yo no he sido…

El lento y regular movimiento del pecho de Brian indicó a Jimmy Siddons que el niño dormía. "Perfecto -pensó-, mejor para mí." El problema radicaba en que el chico era demasiado listo. Tanto que se había dado cuenta de que tirándose del coche al arcén, no corría el riesgo de ser atropellado. "Si ese gilipollas no hubiese patinado y armado todo aquel jaleo, ahora todo habría acabado para mí. El chico habría escapado y yo tendría a la policía de tráfico pisándome los talones otra vez."

Eran poco más de las once. El niño debía de estar cansado. Con suerte dormiría un par de horas. Aun con la carretera nevada, tardaría tres o cuatro horas, como mucho, en llegar a la frontera. "Y todavía me quedarán unas buenas horas de oscuridad", pensó con satisfacción.

Sabía que podía contar con que Paige lo esperaría al otro lado de la frontera. Habían concertado la cita en un lugar del bosque, a unos cinco kilómetros de la aduana.

Jimmy se debatía sobre dónde dejar el Toyota. Si lo abandonaba limpio de huellas dactilares, nada lo relacionaría con el vehículo. Quizá lo dejase en algún lugar del bosque.

Por otro lado… También pensó en el río Niágara, que sería por donde cruzaría la frontera. Tenía mucha corriente y era muy caudaloso, así pues, cabía la posibilidad de que no estuviera congelado. Con suerte, el coche se hundiría en él para siempre.

Y con el chico, ¿qué? Incluso mientras se hacía la pregunta, Jimmy sabía que no correría el riesgo de que la policía lo encontrara cerca de la frontera y que les hablara de él.

Paige había dicho a todas sus amigas que se iba a México. "Lo siento, chico, pero es allí donde quiero que la policía me busque."

Reflexionó durante un rato y decidió que el río se ocuparía del coche…, y del niño.

Aquella decisión alivió parte de la tensión que sentía en el cuerpo. Con cada kilómetro que avanzaba, se sentía más seguro de lograrlo; de que tenía a Canadá, Paige y la libertad a su alcance. Y a cada kilómetro estaba más ansioso, y más decidido a que nada ocurriera que jodiera las cosas.

Como había sucedido la última vez. Todo estaba planeado. Tenía el coche de Cally, cien dólares en el bolsillo y se dirigía a California. Entonces se saltó un maldito "ceda el paso" en la Novena Avenida, y lo pararon. El poli, un tipo de unos treinta años, se creía alguien. Se acercó a la ventanilla del conductor y le dijo en un tono de lo más sarcástico: "Carné de conducir y documentación del coche, señor".

"Era lo único que le hubiera faltado ver -pensó Jimmy recordando el momento como si hubiese ocurrido un instante antes-, un carné de conducir a nombre de Jimmy Siddons." No tenía alternativa, lo hubieran detenido allí mismo. Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó la pistola y disparó. Antes de que el cuerpo del policía tocara el suelo, Jimmy estaba fuera del coche, confundido entre el gentío en la terminal de autobuses.

Miró el tablero de salidas y compró un billete para el autobús que partía al cabo de tres minutos, destino: Detroit.

Fue una decisión afortunada, pensó. Conoció a Paige la primera noche, se fue a vivir con ella y consiguió un carné de identidad falso y un trabajo en una empresa de seguridad de mala muerte. Por un tiempo, Paige y él habían tenido hasta una especie de vida normal. Las únicas peleas serias surgían cuando él se molestaba por la forma en que ella animaba a los tipos a que le hicieran insinuaciones en el local de strip-tease. Pero Paige decía que formaba parte de su trabajo conseguir que ellos se insinuaran.

Por primera vez, las cosas le iban bien. Hasta que cometió la estupidez de robar en aquella gasolinera sin haber estudiado el terreno lo suficiente.

Volvió a concentrarse en la nevada carretera que tenía delante. Se dio cuenta de que empezaba a helarse cuando comenzaron a deslizarse las ruedas. "Por suerte, este coche lleva neumáticos especiales para la nieve", pensó.

Recordó a los dueños del vehículo. "¿Qué le había dicho el tipo a la mujer? ¿Algo de que estaba loco por ver la expresión de Bobby? Sí, eso era", se dijo mientras sonreía al imaginar las de ellos cuando se encontraran vacío el lugar donde habían dejado el coche, o quizá ocupado por otro.

Llevaba la radio puesta, con el volumen bajo, sintonizada en una emisora local para tener noticias del tiempo.

Pero en aquel momento, a causa de la estática, la señal se fue haciendo cada vez más floja. Jimmy movió el dial con impaciencia hasta que encontró una emisora de noticias, y se quedó helado cuando oyó una voz que decía: "La policía ha confirmado con reticencias la noticia difundida por la WYME acerca de que el niño de siete años, Brian Dornan, desaparecido desde las cinco de la tarde, ha caído en manos del acusado de asesinato Jimmy Siddons. Se cree que se dirigen hacia Canadá".

Jimmy lanzó una maldición y apagó la radio de un manotazo. Cally. Seguro que había llamado a la policía.

"Es probable que la autopista esté llena de polis… todos buscándome… y buscando al niño", razonó enloquecido.

Miró a su izquierda, al coche que estaba adelantándolo en ese momento. Seguro que estaba llena de vehículos oficiales sin identificación.

"Calma. Tranquilo", se dijo. Ignoraban qué coche llevaba, y él no iba a ser tan idiota como para empezar a correr o, lo que era peor, a circular lo bastante despacio como para despertar sospechas.

Pero el niño suponía un problema. Tenía que deshacerse de él, de inmediato. Sopesó deprisa la situación.

Cogería la siguiente salida. Se ocuparía del crío, tirándolo lejos de allí, y volvería a la autopista. Echó una mirada al niño que dormía a su lado. "Lo siento, chaval, pero así son las cosas", se dijo.

A la derecha vio un cartel de salida. "Muy bien -pensó-. Esta es la mía."

Brian se movió como si empezara a despertarse, pero se durmió otra vez. Adormilado, pensó que había oído su nombre, aunque quizá lo hubiese soñado.

Al Rhodes vio la perturbada expresión en el rostro de Catherine Dornan cuando ésta se dio cuenta de qué significaba el hecho de que Brian estuviera con Jimmy Siddons. La observó cerrar los ojos, listo para sostenerla si se desmayaba.

Pero Catherine, en cambio, abrió los ojos y se apresuró a tender los brazos para apoyar las manos sobre los hombros de su hijo mayor.

– No debemos olvidar que Brian lleva la medalla de San Cristóbal -dijo, sin añadir nada más.

La máscara de adulto valiente que Michael había logrado mantener durante la confusión de aquella tarde comenzó a desmoronarse.

– No quiero que le ocurra nada a Brian -empezó a sollozar.

Catherine le acarició la cabeza.

– Nada le ocurrirá -replicó su madre, con voz tranquila-. Créelo y aférrate a ello.

Rhodes vio el enorme esfuerzo que le costaba hablar. ¿Quién demonios habra filtrado a los medios de comunicación la noticia de que Brian Dornan está con Jimmy Siddons?", se preguntó enfadado. Rhodes sintió que las ganas que tenía de partirle la boca al canalla que con tanta inconsciencia había puesto en peligro la vida del niño iban en aumento. La idea de que, si estaba escuchando la radio, Siddons lo primero que haría sería deshacerse del niño contribuyó a alimentar su ira.

– Madre -decía Catherine en ese momento-, ¿recuerdas la historia que nos contaba papá sobre aquella Nochebuena, cuando sólo tenía veintidós años y, en medio de la batalla, llevó a unos soldados de su compañía a un pueblo que estaba cerca del frente? ¿Por qué no se la cuentas a Michael?

La anciana continuó con la historia.

– Habían recibido un informe sobre movimientos enemigos que resultó ser falso. Cuando regresaban al batallón, pasaron por delante de la iglesia del pueblo. La Misa del Gallo acababa de comenzar y vieron que la iglesia estaba repleta. Pese al miedo y al peligro, todos los habitantes habían salido de sus casas para asistir a misa. Cantaban Noche de paz, y sus voces llegaron hasta el escuadrón. Tu abuelo decía que era la canción más bella que había oído nunca. -Bárbara Cavanaugh sonrió a su nieto-. Entonces, el abuelo y los soldados entraron en la iglesia.


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