"Nadie conduce mejor que yo -pensó con una sonrisa. Cogió el arma otra vez y le quitó el seguro-. Si el poli frena para ayudar al niño, llegaré a Canadá ", se prometió.
Oprimió el botón del cierre centralizado y tendió el brazo por delante del aterrorizado niño para abrir la portezuela de su lado.
Cally necesitaba llamar a la jefatura de policía para saber si tenían alguna noticia del pequeño Brian. Le había dicho al detective Levy que no creía que Jimmy intentara llegar a Canadá por Vermont.
– A los quince años tuvo problemas allí -le explicó-. Nunca estuvo preso en Vermont, pero creo que siente verdadero pánico a un sheriff de allí que le dijo que su memoria era excelente, advirtiéndole que jamás volviera a aparecer por Vermont. Aunque eso ocurrió hace diez años al menos, Jimmy es muy supersticioso. Creo que irá por la Thruway. Sé que viajó un par de veces a Canadá hace tiempo, y en ambas ocasiones cogió ese camino.
Levy la había escuchado con gran atención. Cally sabía que el detective quería confiar en ella, y rogó que esa vez lo hiciera. Rogó también no equivocarse, y que encontraran al niño sano y salvo. Así sentiría que había ayudado en algo.
Atendió el teléfono otra persona y le dijeron que esperara.
– ¿Qué ocurre, Cally? -preguntó Levy al fin.
– Sólo quería saber si había alguna novedad de… He estado rezando para que eso de Jimmy y la Thruway les fuera de utilidad.
La voz de Levy se suavizó, aunque su tono siguió siendo rápido.
– Sí, Cally, nos ha resultado muy útil, y le estamos muy agradecidos. Ahora me es imposible hablar con usted; pero siga rezando, que sus oraciones ayudan.
"Eso significa que han debido de localizar a Jimmy", pensó. Pero ¿qué ocurría con Brian?
Cally se arrodilló y rezó:
"No importa qué me suceda a mí, pero detén a Jimmy antes de que haga daño a ese niño".
Instantáneamente, Chris McNally se dio cuenta de que Jimmy lo había visto. Estaba en comunicación permanente con la central y la jefatura de Manhattan.
– Sabe que lo siguen -informó, conciso-. Ha salido disparado como una exhalación.
– No lo pierda -dijo Bud Folney en voz baja.
– Tenemos un montón de coches en camino, Chris -explicó el operador-. Circulan en silencio y con las luces de situación. Te rodearán. También mandaremos un helicóptero.
– ¡Que se mantengan fuera de la vista! -Chris apretó el acelerador-. Va a ciento diez. No hay muchos coches en las calles, pero no están completamente vacías. El asunto empieza a volverse muy peligroso.
Mientras Siddons cruzaba una bocacalle, Chris vio, horrorizado, que casi había chocado contra otro coche. Conducía como un loco. Estaba seguro de que causaría un accidente.
– Cruzamos la avenida Lakewood -informó.
Dos manzanas más adelante, el Toyota patinó y casi se estrelló contra un árbol.
– ¡El niño! -gritó al cabo de un minuto.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Folney.
– Acaba de abrir la portezuela del copiloto. Se ha encendido la luz interior y veo que el niño forcejea. ¡Dios mío… Siddons ha sacado el arma! ¡Parece que va a disparar contra el pequeño!
Kyrie Eleison, cantó el coro.
"Señor, ten piedad de nosotros", rezó Barbara Cavanaugh.
"Salva a mi cordero", suplicó Catherine.
"Huye, bobo, huye de él", gritó Michael mentalmente.
Jimmy Siddons estaba loco. Brian nunca había visto a nadie correr tanto. No sabía muy bien qué ocurría, pero debía de haber alguien siguiéndolos.
Apartó por un instante la vista del camino y miró a Jimmy. Había sacado el arma. Sintió que forcejeaba con su cinturón de seguridad y se lo soltaba. Después pasó el brazo por delante de Brian y le abrió la portezuela. Brian sintió una ráfaga de aire frío.
Se quedó paralizado de miedo por un momento, pero enseguida se incorporó y se sentó muy erguido. Se dio cuenta de qué iba a pasar: Jimmy dispararía contra él y arrojaría su cuerpo del coche de un empujón.
Debía huir. Todavía tenía la medalla apretada en la mano derecha. Sintió que Jimmy le clavaba el arma en el costado izquierdo y lo empujaba hacia la portezuela abierta y la calle, que pasaba veloz por debajo del coche.
Se cogió al cinturón de seguridad con la mano izquierda mientras agitaba con fuerza la derecha. La medalla voló, colgada de la cadena, y golpeó a Jimmy en el rostro, justo en el ojo izquierdo.
Jimmy gritó, soltó el volante e, instintivamente, pisó el pedal del freno. Al llevarse la mano al ojo, la pistola se le disparó y la bala silbó junto a la oreja de Brian. El vehículo, fuera de control, empezó a girar como un trompo.
Se subió al bordillo, entró en un jardín y chocó contra un arbusto. Sin parar de girar, arrastró el arbusto por el jardín y volvió al borde de la calzada.
Jimmy maldecía, con una mano en el volante y la otra empuñando el arma. Le entraba sangre en el ojo de un arañazo que le cruzaba la frente y la mejilla.
"Vete, vete." Brian oyó la orden en su cabeza como si alguien se la gritara. En el momento en que una segunda bala le pasaba por encima del hombro, agachó la cabeza, saltó por la portezuela y rodó sobre el jardín cubierto de nieve.
– ¡Dios mío, el niño está fuera del coche! -exclamó Chris. Apretó el pedal del freno; el coche patinó y se detuvo detrás del Toyota-. Se está levantando. ¡Dios mío!
– ¿Está herido? -gritó Bud Folney, pero Chris no lo oía. Se encontraba fuera del patrullero y corría hacia el pequeño.
Siddons había retomado el control del Toyota y daba la vuelta, con la clara intención de pasarle a Brian por encima. En lo que le pareció una eternidad, pero que sólo fueron unos segundos, Chris cruzó el espacio entre él y Brian y levantó al chiquillo en brazos.
El Toyota avanzaba veloz contra ellos, con la portezuela todavía abierta y la luz interior encendida, de modo que la maníaca ira de Jimmy Siddons se veía con claridad.
Chris apretó al niño con fuerza contra su pecho, se lanzó hacia un lado y rodó cuesta abajo por una pendiente nevada mientras las ruedas del Toyota pasaban a pocos centímetros de sus cabezas. Al cabo de un instante, con un espantoso ruido de metal y cristales rotos, el vehículo arremetió contra el porche de la casa y volcó.
Por un momento, sólo hubo silencio, y, de repente, el gemido de las sirenas rompió la calma nocturna. Las luces de montones de coches patrulla iluminaron la calle, mientras un enjambre de policías corría para rodear el vehículo volcado. Chris se quedó unos segundos sobre la nieve, abrazando a Brian, mientras oía la confusión de ruidos. En aquel momento, una vocecita aliviada le preguntó:
– ¿Es usted San Cristóbal?
– No, pero ahora mismo me siento como si lo fuera, Brian -respondió Chris, emocionado-. Feliz Navidad, hijo.
El agente Manuel Ortiz entró con sigilo por la puerta lateral de la catedral e instantáneamente se encontró con la mirada de Catherine. Sonrió y asintió con la cabeza. Ella se levantó de un salto y corrió a su encuentro.
– ¿Está…?
– El niño está bien. Viene hacia aquí en un helicóptero de la policía. Llegará antes de que la misa haya acabado.
Ortiz, al ver que una de las cámaras de televisión los enfocaba, levantó la mano e hizo un círculo con los dedos pulgar e índice, un gesto que en ese momento y en el más especial de los días, significaba que todo había terminado bien.
Los que estaban sentados cerca se percataron del cambio y empezaron a aplaudir suavemente. Los demás se volvieron, se pusieron de pie, y, poco a poco, un aplauso se extendió por la gigantesca catedral. Pasaron cinco minutos antes de que el diácono pudiera comenzar a leer el Evangelio de Navidad.
– Y sucedió que…
– Voy a llamar a Cally para contarle lo ocurrido -dijo Mort Levy a Bud Folney-. Señor, sé que ella debería habernos llamado antes, pero espero que…
– No te preocupes. Esta noche no pienso causarle más problemas. Ha colaborado con nosotros y creo que se merece un descanso -repuso Folney, tajante-. Además, la señora Dornan ha dicho que no presentará denuncia contra ella. -Se interrumpió por un instante, después prosiguió-: Oye, seguro que debe de haber un montón de juguetes que sobran en las comisarías. Di a los muchachos que se ocupen de ello y recojan algunos para la pequeña de Cally, y que nos los traigan a su edificio dentro de cuarenta y cinco minutos. Mort, tú y yo iremos a llevárselos. Shore, vete a casa.