De todas formas, sabía lo que tenía que hacer: seguiría a la mujer hasta su casa. Todavía tenía el dólar que su madre le había dado para el violinista. Conseguiría cambio, llamaría a su abuela desde una cabina, y ella mandaría un policía para recuperar el monedero de su madre. "Es un buen plan", pensó. De hecho, estaba seguro de que funcionaría. Tenía que recuperar el monedero, y la medalla que había dentro. Se acordó de cómo su abuela había puesto la medalla en manos de su madre, después de que ésta le hubiera dicho que no serviría para nada.
"Por favor, dásela a Tom y ten fe", dijo la abuela.
La expresión de su rostro era tan tranquila y segura que Brian supo que tenía razón. Cuando él recuperase la medalla y se la dieran a su padre, éste se pondría bien. Brian lo sabía.
La mujer de la coleta empezó a andar más deprisa. Él la siguió mientras cruzaba una calle y caminaba hasta la otra esquina, donde dobló a la derecha.
En la calle en que entraron no había escaparates adornados como en las otras. Algunas zonas estaban tapiadas, los edificios llenos de graffiti y muchas de las farolas, rotas. Cuando Brian pasó, un hombre barbudo, sentado en el bordillo cogido a una botella, tendió la mano.
Por primera vez, Brian se sintió asustado, pero aun así no apartó la mirada de la mujer. La nieve caía más aprisa y la acera se ponía resbaladiza. Se escurrió una vez, pero se las arregló para no caerse. Estaba sin aliento, tratando de no perder de vista a la mujer. ¿Adónde iba?, Se preguntó. Al cabo de cuatro manzanas tuvo la respuesta. Entró en el sendero que llevaba a un viejo edificio, metió la llave en la cerradura y abrió. Brian corrió para llegar a tiempo antes de que la puerta se cerrara detrás de ella, pero llegó tarde. La puerta estaba cerrada. No sabía qué hacer. En aquel momento, a través del cristal vio un hombre que se dirigía hacia él. Mientras el individuo abría la puerta y salía deprisa, Brian se escurrió por la abertura y entró.
El vestíbulo estaba oscuro y sucio, y un olor a comida rancia impregnaba el aire. Delante de él oyó unos pasos que subían por la escalera. Tragó saliva para aguantarse el miedo y, tratando de no hacer ruido, subió hasta el primer rellano. Vería dónde entraba la mujer; cuando lo supiera saldría y buscaría un teléfono.
Pensó que en lugar de llamar a su abuela, llamaría al 091. Eso le había enseñado su madre a hacer, si necesitaba ayuda "de verdad". Pero hasta aquel momento no era el caso.
– Muy bien, señora Dornan, descríbame a su hijo -dijo el policía mientras esperaba que se calmara.
– Tiene siete años y es bajo para su edad -respondió Catherine.
Notaba el tono chillón en su voz. Estaban sentados en un coche patrulla, delante de Saks, cerca del lugar donde se habían detenido para escuchar al violinista. Sintió la mano de Michael que, tranquilizadora, le cogía la suya.
– ¿De qué color tiene el cabello? -preguntó el policía.
– Como el mío-contestó Michael-. Algo pelirrojo. Ojos azules, pecas… y le falta uno de los dientes de delante. Llevamos los pantalones y las chaquetas iguales, salvo que la suya es azul y la mía, verde. Y es flaco.
El policía miró a Michael con expresión aprobadora.
– Eres muy útil, muchacho. Muy bien, señora, ¿ha dicho que le falta el monedero? ¿Cree que se le ha caído o que alguien se acercó a usted? Me refiero a si piensa que ha sido un carterista.
– No lo sé -respondió Catherine-. No me importa el monedero. Pero cuando di dinero a los niños para el violinista, tal vez no lo metí bien en el bolso.
– Estaba bastante lleno, y quizá se me cayó.
– ¿Es posible que su hijo lo recogiera y decidiera hacer unas compras…?
– No, no, no -lo interrumpió Catherine con cierto enfado al tiempo que sacudía la cabeza con fuerza-. Por favor, no pierda el tiempo contemplando esa posibilidad.
– ¿Dónde vive usted, señora? Lo digo por si desea avisar a alguien.
– El policía vio la alianza en la mano de Catherine-. ¿A su marido?
– Mi marido se encuentra ingresado en el hospital Sloan-Kettering, muy enfermo. Se preguntará dónde nos hemos metido. De hecho, tenemos que ir a verlo enseguida. Nos está esperando. -Catherine puso la mano en la manija de la portezuela del patrullero-. Soy incapaz de seguir aquí sentada. Tengo que buscar a Brian.
– Señora Dornan, difundiré de inmediato la descripción de Brian. Dentro de tres minutos, todos los policías de Manhattan lo estarán buscando. Ya sabe, quizá se haya alejado un poco y se ha perdido. A veces pasa. ¿Viene al centro a menudo?
– Vivíamos en Nueva York, pero nos fuimos a Nebraska -le explicó Michael-. Venimos a visitar a mi abuela todos los veranos. Vive en la calle Ochenta y siete. Llegamos la semana pasada porque mi padre tiene leucemia y tenían que operarlo. Fue a la facultad de medicina con el cirujano que lo ha operado.
Aunque Manuel Ortiz hacía sólo un año que era policía muchas veces había estado en contacto ya con el dolor y la desesperación, y vio ambas cosas en los ojos de aquella joven señora. Tenía a su marido muy enfermo, y ahora había desaparecido su hijito. Era evidente que en cualquier momento podía sufrir un shock.
– Papá se dará cuenta de que ha ocurrido algo -dijo Michael preocupado-. Mamá, ¿por qué no vas a verlo?
– Señora Dornan, ¿qué le parece si deja a Michael con nosotros? Nos quedaremos aquí, por si Brian trata de volver mientras todos nuestros efectivos lo buscan. Pediré que se haga un rastreo por la zona y usaremos megáfonos para que se ponga en contacto con nosotros, si está perdido por aquí. Haré que un coche la lleve al hospital y la espere allí.
– ¿Se quedará usted aquí?
– Por supuesto.
– Michael, ¿tendrás los ojos bien abiertos por si ves a Brian?
– Claro, mamá, buscaré a ese gilipollas.
– No lo llames… Pero en aquel momento Catherine vio la expresión en los ojos de su hijo. "Trata de convencerme de que Brian esté bien, y él también."
Rodeó al chico con sus brazos y sintió el abrazo breve y reticente que éste le devolvía.
– Animo, mamá -dijo.
Jimmy Siddons maldijo en silencio mientras cruzaba el patio oval del bloque de apartamentos Stuyvesant Town, cerca de la avenida B. El uniforme que le había quitado al guardián de la cárcel le daba un aspecto respetable, pero resultaba demasiado peligroso llevarlo por la calle. Se las había arreglado para birlar un abrigo roñoso y un gorro de lana del carrito de un indigente. Ayudaban un poco, pero tenía que encontrar otra ropa, algo más decente.
También necesitaba un coche. Alguno que nadie echara de menos hasta la mañana siguiente; uno que estuviera aparcado por toda la noche, el típico coche de los residentes de clase media de Stuyvesant Town: tamaño mediano, marrón o negro, con la misma pinta que cualquier otro Honda, Toyota o Ford de la carretera. Nada elegante.
Aún no había encontrado el apropiado. Vio que un tipo salía de un Honda y decía a su acompañante:
– ¡Qué bien volver casa!
Pero era uno de esos bólidos de un rojo brillante que llamaban la atención.
Un chico joven pasó en un trasto viejo y aparcó a unos metros. Por el ruido del motor, Jimmy no iría ni hasta la esquina en aquello. Sólo le faltaba estar en la autopista y tener una avería, pensó.
Hacía frío y empezó a sentir hambre. Diez horas en coche, se dijo, y llegaría a Canadá, donde Paige se reuniría con él y los dos desaparecerían de nuevo. Era la primera novia de verdad que tenía, y lo había ayudado mucho en Detroit. Jimmy sabía que el anterior verano no lo habrían pillado si hubiese estudiado a fondo aquella gasolinera. Tendría que haber inspeccionado mejor el lugar y darse cuenta de que había un lavabo al lado de la oficina, en lugar de dejarse sorprender por un poli fuera de servicio cuando apuntaba al empleado.
Al día siguiente estaba de regreso en Nueva York, a enfrentarse al juicio por el asesinato de un policía.