Jaime Astarloa le ofreció un peto acolchado y, solícito, ayudó a la joven a enfundarse la prenda protectora, sujetándole los corchetes a la espalda. Al hacerlo, rozó involuntariamente con la punta de los dedos la fina tela de la blusa, mientras llegaba hasta él un suave perfume de agua de rosas. Concluyó su tarea con cierta precipitación, turbado por la proximidad de aquel hermoso cuello que se inclinaba hacia adelante, cuya epidermis mate se ofrecía con tibia desnudez bajo el cabello recogido por el pasador de nácar. Al enganchar el último corchete, el maestro de esgrima comprobó con desolación que sus dedos temblaban; para disimularlo, ocupó inmediatamente las manos en desabrocharse los botones de la casaca, e hizo un comentario banal sobre la utilidad del peto en los asaltos. Adela de Otero, que se estaba poniendo los guantes de piel, le dirigió una mirada de extrañeza por aquel acceso de gratuita locuacidad.

– ¿Nunca usa usted peto, maestro?

Jaime Astarloa torció el bigote con una sonrisa tolerante.

– A veces -respondió; y quitándose la casaca y el pañuelo, fue hasta la panoplia y cogió un florete francés con empuñadura de sección cuadrada, ligeramente inclinada en cuarta. Con él bajo el brazo fue a situarse frente a la joven que aguardaba sobre la tarima, erguida y con la punta de su arma apoyada en el suelo, junto a los pies que había colocado en ángulo recto, el talón del derecho frente al tobillo del izquierdo, en posición impecable, dispuesta a ponerse en guardia. Don Jaime la estudió unos instantes sin ver, muy a su pesar, la menor incorrección en su porte. Así que hizo un gesto de aprobación, se puso los guantes y señaló las caretas protectoras que había alineadas sobre un estante. Ella movió la cabeza con desdén.

– Creo que debe cubrirse el rostro, señora de Otero. Ya sabe usted que la esgrima…

– Tal vez más tarde.

– Eso es correr un riesgo inútil -insistió don Jaime, admirado por la sangre fría de su nueva cliente. Sin duda, ella sabía que un botonazo inoportuno, demasiado alto, podía causarle en la cara una desgracia irreparable. Adela de Otero pareció adivinarle el pensamiento; sonrió, o quizás lo hizo la pequeña cicatriz.

– Me encomiendo a su destreza, maestro, para no quedar desfigurada.

– Su confianza me honra, señora mía. Pero me sentiría más tranquilo si…

Los ojos de la joven tenían ahora irisaciones doradas y brillaban de forma extraña.

– El primer asalto a cara descubierta -parecía que introducir un factor de riesgo suplementario tuviese para ella un atractivo especial-. Le prometo que sólo por esta vez.

El maestro de armas no salía de su asombro; aquella joven era testaruda como un diablo. Y condenadamente orgullosa.

– Señora, declino toda responsabilidad. Deploraría…

– Por favor.

Suspiró don Jaime. La primera escaramuza estaba irremediablemente perdida. Era hora de pasar a los floretes. -No se hable más.

Saludaron ambos, preparándose para el asalto. Adela de Otero se cubrió con absoluta corrección; sostenía el florete con firmeza desprovista de exceso, el dedo pulgar sobre la empuñadura, apretados anular y meñique, manteniendo la guarnición a la altura del pecho y la punta algo más alta que el puño. Se afirmaba con plena ortodoxia, a la italiana, ofreciendo al maestro de esgrima tan sólo su perfil derecho, florete, brazo, hombro, cadera y pie en la misma línea, ligeramente flexionadas las rodillas, con el brazo izquierdo levantado y la mano caída con aparente negligencia sobre la muñeca. Admiró don Jaime la graciosa estampa que ofrecía la joven, dispuesta a la acometida como un felino a punto de saltar. Tenla los ojos entornados, brillantes como si la fiebre ardiese tras ellos; la mandíbula, apretada. Los labios, habitualmente hermosos a pesar de la marca en su comisura derecha, estaban ahora reducidos a una fina línea. Todo el cuerpo parecía en tensión, como un resorte a punto de ser disparado; y el viejo maestro de armas, percibiéndolo en una sola mirada profesional, comprendió desconcertado que, para Adela de Otero, aquello significaba bastante más que un mero pasatiempo de caprichosa excentricidad. Habla bastado poner un arma en su mano para que la hermosa joven se convirtiera en agresivo adversario. Y, habituado a conocer la condición humana por aquel tipo de actitudes, Jaime Astarloa intuyó que la misteriosa mujer encerraba algún secreto fascinante. Por eso, cuando tendió el florete y se puso a su vez en guardia frente a ella, el maestro de esgrima lo hizo con la misma calculada precaución que adoptaría enfrentado a un adversario a punta desnuda. Presentía que un peligro acechaba en alguna parte; que el juego distaba de ser una diversión inocente. Y su viejo instinto profesional jamás lo engañaba.

Apenas cruzaron los floretes, comprendió que Adela de Otero había gozado de las enseñanzas de un excelente maestro de armas. Hizo don Jaime un par de fintas sin otro objeto que tantear las reacciones de su contrincante, comprobando que ésta respondía con serenidad, manteniendo la distancia y atenta a la defensa, consciente de que el adversario era hombre extraordinariamente ducho en la lid. Al anciano profesor solía bastarle con observar las posiciones adoptadas por un tirador y tantear la firmeza de su acero para catalogarlo en el acto; y aquella joven, sin duda, sabía batirse. Actuaba con una curiosa combinación de agresiva serenidad; estaba pronta a lanzarse a fondo, pero era lo bastante fría como para no subestimar a un temible adversario, por más que éste le ofreciese de continuo aparentes ocasiones para intentar lanzarle una estocada decisiva. Por ello Adela de Otero se mantenía prudentemente en cuarta, procurando apoyar su defensa en el tercio superior del acero, pronta a evadirse cuando el maestro cambiaba de táctica y la estrechaba demasiado. Como los esgrimistas avezados, no miraba las hojas de los floretes, sino directamente a los ojos de su adversario.

Marcó don Jaime una media estocada en tercia, lo que suponía un falso ataque antes de tirar en cuarta; más que nada, para probar la reacción de la joven, pues todavía no deseaba tocarla con el botón del arma. Para su sorpresa, Adela de Otero se mantuvo firme, y el maestro vio relampaguear la punta del florete enemigo a escasas pulgadas de su estómago cuando ella lanzó con inesperada rapidez una estocada baja en segunda, al mismo tiempo que de sus labios crispados brotaba un ronco grito de pelea. Se zafó el maestro, no sin cierto apuro, furioso consigo mismo por haberse descuidado de aquel modo. La joven se rehízo, retrocedió dos pasos y avanzó después uno, de nuevo en cuarta, apretados los labios y mirando a los ojos de su oponente entre sus párpados entornados, en actitud de absoluta concentración.

– Excelente -murmuró don Jaime en voz lo suficientemente alta para que ella pudiera oírlo, pero la joven no exteriorizó satisfacción alguna por el elogio. Tenía una leve arruga vertical entre las cejas y una gota de sudor le corría por la mejilla desde el nacimiento del cabello, en la sien. La falda no parecía estorbar gran cosa sus movimientos; empuñaba el florete con el brazo ligeramente flexionado, pendiente del menor gesto de Jaime Astarloa. Pensó éste que en tal actitud estaba menos bella; su atractivo se mantenía, pero ahora estribaba en aquella tensión que parecía a punto de hacer vibrar su cuerpo. Tenía algo de varonil, sí. Pero también de oscuro y salvaje.

Adela de Otero no se desplazaba lateralmente sino que mantenía la línea al frente y hacia atrás, guardando el compás recto que tanto alababan los puristas y que el propio don Jaime recomendaba a sus alumnos. Avanzó el maestro tres pasos, a lo que respondió ella retrocediendo otros tres. Tiró él una estocada en tercia, y la joven opuso una impecable contraparada de cuarta, describiendo un pequeño círculo con su florete en torno al acero enemigo, que resultó desviado al concluir la maniobra. Admiró silenciosamente el maestro la limpia ejecución de aquella defensa, considerada principal entre las paradas principales; quien poseía su secreto era dueño del más alto requisito de la esgrima. Esperó a que Adela de Otero se lanzase inmediatamente en cuarta, cosa que hizo, neutralizó el ataque y tiró contra ella una estocada sobre el brazo, que hubiera tocado el blanco si él no la hubiese detenido voluntariamente a poco más de una pulgada del objetivo. La joven advirtió la maniobra, retrocedió un paso sin bajar el florete y lo miró con ojos que ardían de furia.

– No le pago para que juegue conmigo como con uno de sus principiantes, don Jaime -su voz temblaba de ira mal contenida-. Si debe tocar, hágalo.

Balbució el maestro una disculpa, estupefacto por tan airada reacción. Ella se limitó a fruncir de nuevo el ceño con obstinada concentración, y se lanzó de improviso a fondo con tanta violencia que el maestro apenas tuvo tiempo de oponer su florete en cuarta, aunque la fuerza del ataque lo obligó a retroceder. Tiró en cuarta para mantener distancia, pero ella prosiguió su ataque, enganchando, tirando y avanzando con inaudita rapidez, mientras marcaba cada movimiento con un ronco grito. Menos desconcertado por el tipo de ataque que por el apasionado tesón que la joven ponía en él, fue retrocediendo don Jaime mientras contemplaba, como hipnotizado, la terrible expresión que contraía las facciones de su oponente. Rompió distancia y ella siguió avanzando. Rompió otra vez, oponiendo en cuarta, pero Adela de Otero avanzó de nuevo, enganchando y tirando en quinta. Volvió a retroceder el maestro y esta vez enganchó ella en quinta y tiró en segunda. «Ya está bien», pensó don Jaime, resuelto a terminar con aquella absurda situación. Pero todavía la joven enganchó en tercia y tiró en cuarta fuera del brazo antes de que él se rehiciera por completo. Se zafó a duras penas de aquel embrollo y, afirmándose, esperó a que ella presentase el florete de llano para desarmarla con un golpe seco y firme sobre la hoja. Casi en el mismo movimiento, levantó la punta abotonada y la detuvo frente a la garganta de Adela de Otero. Rodó el arma por el suelo mientras ella daba un salto atrás, mirando la amenazadora punta del florete del maestro como si hubiese estado a punto de picarle una serpiente.

Se midieron con los ojos, en largo silencio. Para su extrañeza, el maestro de esgrima advirtió que la joven ya no parecía furiosa. La cólera que había crispado sus facciones durante el asalto daba paso a una sonrisa en la que aleteaba un matiz de ironía. Advirtió que estaba satisfecha de haberle hecho pasar un mal rato, y aquello le hizo sentirse irritado.

– ¿Qué pretendía con eso?… En un asalto a punta desnuda, una cosa así podía haberle costado la vida, señora mía. La esgrima no es un juego.


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