– ¿Qué piensa de esas noticias Su Paternidad?

Del padre Rivadesella se sabía en las altas esferas de la curia y de la Santa Inquisición que todas las tardes, al caer la luz, recibía al Maligno y mantenía con él sabrosas conversaciones, que se aplicaban después a la mayor gloria de Dios y de la monarquía. El padre Rivadesella, después de calarse las antiparras (que alguien le había traído de Holanda fabricadas seguramente por herejes, pero de muy buena visión), se metió en la lectura, y no levantó la vista hasta haber recorrido la última línea: menos mal que la letra menuda del párroco era de las claras y legibles.

– Le hice venir tan de mañana, reverendo padre, para escuchar su dictamen acerca de lo que se dice en esos papeles. Su reverencia es la única persona de la corte de cuya opinión puedo fiarme, dada su conocida amistad con el Enemigo del género humano y de Dios Nuestro Señor.

– Yo no diría amistad, Excelencia, sino mera relación. -Con las antiparras en la mano, jugueteando con ellas, el padre Rivadesella añadió-: Por lo pronto, Excelencia, es la primera noticia que tengo de estos acontecimientos. Por otra parte, debo decir que, en el crepúsculo de ayer, Satanás faltó a su cita conmigo. Suelo esperarle bajo una encina que tenemos en el patio de copa tan desparramada que todo lo oculta y todo lo tapa, de manera que, sentado a su cobijo, nadie columbra ni las cruces ni sus sombras. Satanás se siente incompatible con unas y con otras, y por eso. Pero ayer no compareció, y eso que le aguardé hasta la tarde entreteniéndome con el humo de esa hierba que se trae de Indias y que llaman tabaco. Se la recomiendo para las tribulaciones. -Y durante unos minutos, cantó las excelencias del tabaco y la conveniencia de usarlo. Luego, continuó-: No deja de ser curioso, Excelencia, y digno de tener en consideración, el hecho de que esta mañana, con las primeras luces de la aurora, un formidable dragón, de al menos siete cabezas, pero quizá de más, haya abrazado los cimientos del alcázar con intención de destruirlo, según declaraciones de testigos que lo vieron, y como ya sabe todo el mundo en la villa. De otros prodigios también se habla, aunque no de tanta monta. Mi confidente Satanás, que me cuenta muchas cosas, mas no todas las que maquina, como es obvio, suele adoptar la figura de dragón multicéfalo cuando quiere ser notado especialmente, ya que un bicho de ese talante, que se sepa, no lo creó el Señor.

– Lo que a mí me interesa, padre Rivadesella, es esa otra metamorfosis, que encuentro menos lógica o, por lo menos, inapropiada al caso. Según el informe que acabáis de leer, de todas las figuras de brujas y de brujos que pulularon esta última noche por el cielo de la villa, una era más hermosa que las demás, tenía sexo de varón, y, al deslizarse por los aires, dejaba un rastro de plata. Según mis entenderes, más parece figura de ángel, y no de los menores.

– No podemos olvidar que el más grande de todos ellos fue Luzbel, y que entre sus atributos está el de la hermosura.

– ¿A usted se le presenta así, como mancebo hermoso?

– Para acudir a sus citas con este humilde servidor de Dios, Satanás suele escoger figuras más modestas. La más noble de ellas, la de un hidalgo entrado en años con bigote muy enhiesto; al otro lado de la escala están el perro o el pajarillo que se instalan en mi regazo y hablan conmigo por señas. Entre caballero y pájaro todo lo que Vuestra Excelencia se digne imaginar.

– ¿Y cómo sabe Vuestra Paternidad que es el Diablo?

– Tenemos nuestras contraseñas, y él me tiene explicado que adopta una forma u otra por prudencia y para no comprometerme. No olvide Vuestra Excelencia que mis relaciones con el Maligno, si bien son conocidas de mis superiores jerárquicos, y de las autoridades competentes, hasta llegar a Roma, los frailes de mi convento las ignoran, aunque algún espabilado las sospeche. Del mismo modo, Satanás oculta a sus secuaces sus relaciones conmigo. Por alguna razón, ayer, no sólo no ha venido, sino que me ocultó su propósito de concentrar, en el cielo de la villa, esa gentuza que le sirve.

– Gente bellísima también, según dice el informe, y proclive a toda clases de fornicaciones.

– ¿Es que esperaba Vuestra Excelencia otra cosa de semejantes personas?

– Esperaba que, por lo menos, para hacerlo, tuvieran que acostarse. Pero, como Vuestra Paternidad ha leído, lo hacían en el mismo aire, sin perder el equilibrio, y jugando a cabriolas. Padre Rivadesella, el Diablo trata tan bien a sus amigos, que no me extraña que los tenga. A Vuestra Paternidad, ¿le hace algún favor?

El padre Rivadesella quedó un momento pensativo.

– Sí, Excelencia, pero gratis et amore, o al menos así parece. Yo creo que necesita explayarse con alguien de sus preocupaciones, y me ha elegido a mí.

– ¿Por su discreción, quizá?

– Pudiera ser por eso…

Y fue en ese mismo momento cuando entró un fámulo, se aproximó silenciosamente al Gran Inquisidor, y le habló al oído. Su Excelencia le respondió:

– Está bien, que pase. -Después se dirigió al franciscano-. No tendrá Vuestra Paternidad ningún inconveniente en convivir, aunque sólo sea unos minutos, con un fraile capuchino.

– En presencia de tan alto magistrado, las rivalidades se aplazan.

– Es el padre Villaescusa.

– ¡Ah, el capellán mayor de palacio! Menudo personaje.

– De menudo no tiene nada, padre Rivadesella, sino que es más bien corpulento. En lo de personaje, en cambio, estoy de acuerdo.

El fámulo sostenía abierta la gran puerta con guarniciones de bronce y figuras paganas en la decoración, si bien castas. El padre Villaescusa entró, haciendo reverencias cortesanas.

– ¡Que el Señor acompañe a Su Excelencia y le dé largos años de vida! -Se llevó la mano a las narices-. ¿También ha llegado hasta aquí ese tufo del infierno"? Me refiero, como es obvio, a ese olor sulfuroso que ha penetrado en la villa y que nos tiene a todos alarmados.

– Pues mis narices no han advertido, hasta ahora, semejante pestilencia.

– Sólo lo explica la costumbre, reverendo padre, mi hermano en el Señor San Francisco de Asís. Pero todo el mundo sabe que esta mañana se abrió una grieta en la calle del Pez por la que salían los olores del infierno.

– ¿Y cuáles son, Reverendo Padre, esos olores?

– Si hemos de creer en lo que dice la tradición, olor a azufre, ni más ni menos.

– Dicen que es un olor salutífero, y sé (le muchos lugares donde se usa para fumigar el aire de espíritus malignos. Los demonios no lo resisten, por eso lo arrojan fuera del infierno en cuanto surge una ocasión. Lo de la calle del Pez habrá sido efecto de una de esas ventilaciones.

– ¿Y es para hablar del azufre para lo que me visita tan de mañana, padre ViIlaescusa?

– No me hubiera atrevido, Excelencia, a molestarle por tan poca cosa, sobre todo cuando las causas son de dominio público. Pero algo ha sucedido esta noche que justifica mi madrugón, y esta impertinencia de venir con cuestiones graves en domingo. ¿Puedo hablar sin reservas?

– Lo que se dice en esta sala, lo que en ella se oye, es secreto de confesión.

– Eso me tranquiliza. Pues la cuestión se dice en pocas palabras: Su Majestad se fue de putas esta noche.

El Gran Inquisidor pegó un respingo, pero el padre Rivadesella se limitó a sonreír.

– ¿Qué me dice?

– Lo que ya sabe todo el mundo en palacio, Excelencia, lo que empieza a saberse en la villa.

El Gran Inquisidor meneó la cabeza con gravedad de dómine.

– A ese muchacho habría que vigilarle las compañías.

– ¿De qué manera, Excelencia, si en palacio hay salidas secretas y servidores corruptos? Y también hay, y a eso voy principalmente, un confesor del Rey ochentón y de manga ancha, que todo lo perdona con las más leves penitencias, y que, como todo el mundo sabe, es tolerante con los pecados de la carne, acaso, y Dios me perdone si pienso mal, porque él los haya cometido.


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