Héctor Aguilar Camín

Las Mujeres De Adriano

Las Mujeres De Adriano pic_1.jpg

Poned atención:

un corazón solitario

no es un corazón.

Antonio Machado

En los últimos años de su vida, mientras salían de su escritorio libros sin fin y del mío sólo artículos periodísticos, durante una larga temporada comí todos los meses con mi maestro, el historiador Justo Adriano Alemán, bautizado así por su padre en alabanza de Justo Sierra, cima de la historiografía mexicana del siglo XIX, y del emperador Adriano, el cesar filósofo de los romanos, cuya diversidad de amores y talentos es un lugar de culto en la memoria occidental.

Guardo nuestras conversaciones en una pila de notas que tomaba el mismo día, al llegar al periódico, después de cada encuentro, mientras escuchaba todavía la voz de Adriano. Hay en esas notas tanta sabiduría dicha al paso que no me atrevo a corregirlas ni a publicarlas. Son diamantes en bruto a los que les ha quitado bastante la transcripción; no puedo restituir su brillantez original y sería un insulto a la elegancia del habla de Adriano reproducirlas como están.

Comíamos en el club Suizo de la Ciudad de México, hoy perdido en el ciclón del cambio urbano. Era un lugar de sombras tenues y paredes de caoba. Tenía un ventanal que daba a un jardín con dos fresnos altos. Recuerdo una algarabía de pájaros en las copas de los fresnos y a lo lejos, sobre la línea de la alberca, un bullicio de niños entrando y saliendo del agua.

Adriano llegaba a nuestra mesa del restaurante, siempre la misma, junto a las ventanas, en medio de largos preámbulos, luego de saludar a los meseros y a la cigarrera, al capitán que le anticipaba los platos del día y al barman que le ponía en la mano la copa de vino blanco con que empezaban nuestras comidas. Por lo general, yo esperaba ya sentado en la mesa. A sus sesenta y dos años, Adriano era un monstruo sagrado de la vida intelectual de México. Como sucede con algunas personas famosas, al gran historiador, a la celebridad de difícil acceso, la gente le llamaba familiarmente Adriano, lo mismo que a un conocido de toda la vida. De algún modo Adriano mismo autorizaba esa confianza. Pasaba entre cosas y personas dando la impresión de que las conocía de antiguo y estaba cómodo con ellas. Esa es la palabra que lo define mejor en mi recuerdo: parecía cómodo consigo, ajeno a la tensión y a la prisa, capaz de no dejarse apresurar por sus pensamientos o sus actos. Daba la impresión de hacer cada cosa hasta terminarla, con la dedicación del artesano que no emprende nada a las carreras ni abandona lo que no ha pulido suficiente. Ese Adriano recuerdo. Saludaba a cada gente, decía cada palabra, fumaba chupada tras chupada interminables cigarrillos negros, comía bocado a bocado, humedeciendo el ritual con atentos tragos de vino y, luego del café, con una estricta dosis de brandy que bebía a sorbos tan esmerados como los brillos de la copa.

Hablábamos de todo y nada, hasta que él tomaba la batuta sobre un tema o una idea. Recuerdo ahora un discurso sobre la forma como la civilización nos había hecho más sensibles al sufrimiento y menos aptos para los hechos duros de la vida: la violencia, la injusticia, la muerte. Recuerdo otro sobre una cortesana decimonónica que lo había sido sólo en la imaginación de sus inventores, uno de los cuales se mató por ella. Periodistas y poetas pintaron aquella belleza con violentos colores, hasta volverla una encarnación de la lujuria, ella que no quiso ser ni fue otra cosa que la mujer de un comerciante gordo, al que le dio seis hijos en otros tantos paréntesis de concupiscencia. La famosa hidalga lúbrica educó a sus hijos en el temor de Dios dentro del convento laico que fue su casa, hasta que al fin de sus días civiles renunció a las glorias del mundo y se recluyó en un claustro para echarse en brazos de las verdaderas pasiones de su vida, que resultaron ser el tedio y la repostería.

Un lunes Adriano llegó a nuestra comida obsesionado con la historia que acababa de leer en los diarios. Un bígamo monumental se había casado con varias mujeres y tenido hijos en distintos hogares. Mantenía todos los hogares, presentándose en ellos con regularidad de jefe de casa. Había dado a todos los hijos su apellido y a los primogénitos su nombre propio. Quiso el azar que dos de los primogénitos acudieran al mismo colegio y llamaran la atención por tener el mismo nombre, la misma edad y un irrefutable parecido. Las autoridades del colegio investigaron la coincidencia y descubrieron que el padre de los muchachos era el mismo señor con distinta esposa, en distinto hogar. La bigamia se persigue en México de oficio y el caso fue consignado judicialmente. Las averiguaciones subsecuentes mostraron que el perseguido era un esposo pródigo y un padre democrático. No sólo tenía dos hogares sino ocho, y no sólo dos hijos, sino treinta y nueve. Su nombre, como el de sus primogénitos, era Pastor Venegas. Hacía honor a su nombre.

– Me intrigan muchas cosas de esta historia -dijo Adriano, sonriendo con malicia, luego de referirla-. En primer lugar, desde luego, el dinero que hace falta para sostener ocho hogares. Pastor Venegas no era un hombre de dinero. Todas sus casas eran modestos templos de una naufragante clase media y él, un burócrata de medio pelo. ¿Cómo sostener ocho casas ganando apenas sueldo para tener una? Si las mujeres trabajaban, quizá no hacía falta demasiado dinero suyo para sostener cada hogar. Las mujeres mexicanas sostienen de hecho muchos de nuestros hogares. Este es un país de padres ausentes y madres solteras. Si se levantara aquí un Monumento al Padre Desconocido, su efigie sería la de una mujer. Pastor pudo beneficiarse de los recursos implícitos en esa institución. Luego está el problema de la logística. No es cosa fácil ir de una casa a otra, de una familia a otra, de un lecho a otro. Ocho circuitos distintos, ocho vidas distintas, ocho mujeres distintas. El vigor erótico puedo entenderlo: el simple cambio de reto vivifica. Más complicado es el tema de la memoria: los nombres, las historias de cada casa, los hábitos, los objetos, los recuerdos de un lugar que no pueden entrar en el otro. Asunto complejo, a no dudar. Pero lo más inquietante de todo es el problema de los horarios. Leí en alguna parte que el amor es una cuestión de horarios. Las familias, por su parte, son una cuestión de tiempo acumulado, tiempo vivido juntos. Ni los horarios ni el tiempo tienen sustituto. ¿Cómo repartir el tiempo entre ocho hogares, conservando la impresión en cada uno de que sólo se pertenece a él? Divida ocho hogares a los que acudir entre los treinta días del mes. No da ni un día por semana. ¿Cómo justificar la ausencia durante los días restantes? ¿Cómo atender en los días disponibles a cada mujer y al mismo tiempo trabajar, ganarse la vida? ¿Cuánto tiempo exige la vida con una mujer, con una familia? Hay quienes se ahogan con una. Pastor Venegas encontró la forma de vivir en varias. Como quien produce coches, él produjo vidas.

Adriano siguió hablando sobre el tema buena parte de la comida, dijo de la recíproca imposibilidad de la monogamia y la poligamia, de la solución clandestina que llamamos infidelidad, de las garantías que el adulterio otorga al matrimonio. Y viceversa. Habló también, después, del libro que escribía sobre las nostalgias monárquicas de nuestra vida republicana. Finalmente, me hizo referirle los pormenores del pleito ministerial de turno que paralizaba al gobierno.

Nos levantamos temprano de la mesa, luego de darnos cita para la siguiente comida. Cuatro semanas después, apenas tomó asiento junto a nuestros ventanales, Adriano dijo:

– ¿Se acuerda del octígamo Pastor Venegas?

– Me acuerdo – dije yo.


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