» En la casa de Grediaga supe por primera vez lo que era una familia, y lo que debía entenderse propiamente por hogar. La madre de Grediaga era una matrona hospitalaria que esparcía besos y elogios sin parar sobre sus hijos. Eran cuatro varones y dos mujeres. Solían duplicar su número los fines de semana invitando amigos hasta convertir su casa en una romería. No era una casa muy grande, pero tenía techos altos, un jardín y un tendajón al fondo que hacía las veces de casa club. El coronel Grediaga imperaba sobre aquel circo juvenil con ánimo de patriarca. A petición del público, espaciaba el relato de sus andanzas revolucionarias. Lo hacía con imparcialidad de narrador. No callaba sus miserias ni las atrocidades de su profesión. "No hay muertos bellos", decía, "ni revolución sin horror." Creía en la disciplina militar, por razones estoicas. Según él, la vida era un sinsentido al que había que acostumbrarse haciendo las cosas porque sí, por el hecho de hacerlas, sin buscarles sentido. "La vida es un tropezón interminable", decía. "La única manera de siempre levantarse es siendo disciplinado hasta la estupidez, como sólo pueden serlo los soldados. Esa es la única grandeza de la vida militar: enseña que las cosas hay que hacerlas aunque no tengan sentido."

»E1 día que fui por primera vez a casa de Antonio Grediaga fue después del desfile militar que conmemora la Revolución Mexicana, un 20 de noviembre, fecha en la cual, como usted sabe, nada sucedió. La mexicana es la única revolución de la historia del mundo que se habrá convocado con fecha y hora fija. Las fijó mediante un manifiesto don Francisco I. Madero, llamando al pueblo a levantarse en armas el 20 de noviembre de 1910 a las 20:00 horas. Nadie acudió a la cita ese día, pero la Revolu ción acudió a su cita con el país en los años siguientes. Para disculpar su impuntualidad, multiplicó su devastación. El caso es que Grediaga y yo veníamos de la ceremonia del día de la Revolución con uniforme de gala, espadín, las insignias bruñidas, erguidos y esbeltos dentro de aquellos arreos. Entramos por el portón de la casa, y en el jardín vi a una mocosa haciendo cabriolas de gimnasta, dando volteretas hacia atrás que dejaban al aire sus piernas blancas de leche y su calzón de olanes. El pelo amarillo se le enmarañaba sobre el rostro al recobrar la vertical. Las mejillas rojas tenían un orgullo desafiante de cabra loca. Me miró con una especie de furia porque la había sorprendido y se echó el brazo a la cara, como un rebozo, para tapársela, antes de salir corriendo al tendajón del fondo. "Es mi hermana Regina", dijo Antonio Grediaga. "No podrá negar que te enseñó los calzones desde el primer día que te vio." "Es una niña", dije yo. "Es una cabrona", dijo Grediaga.

«Entramos a la casa y conocí personalmente al coronel Grediaga. Lo conocía de nombre por sus escritos sobre logística militar. Era una leyenda como maestro en nuestro colegio, más por sus anécdotas y sus aforismos que por sus conocimientos técnicos. Dejó sus clases cuando Antonio entró como alumno, para no tener conflicto de intereses. Estaba en su despacho, fumando un puro antes de comer y marcando puntillosamente el libro de memorias de un general revolucionario. Me pareció un viejo, pero era un hombre de cincuenta años, atlético, con un pelo abundante que le salía sin claros de la frente. Se puso de pie de un salto y me tendió la mano enérgica y callosa, como un guante de piedra pómez. Tiró el libro sobre el sofá donde leía y explicó: "Voy subrayando sólo las cosas que me consta que son mentira. Nunca he subrayado tanto un libro en mi vida." Tenía una mirada como un cuchillo y una sonrisa como una invitación en un rostro de facciones armoniosas y confiadas. Nos sirvió tequilas y salió del despacho a la embocadura de la escalera reclamando la presencia de sus otros hijos y su mujer. Bajaron todos a saltos y gritos, como niños hiperquinéticos, salvo que no eran niños. No viene al caso abrumarlo con los nombres y personalidades de todos los Grediaga, familia célebre por sus propios méritos. Uno de sus miembros fue espía alemán y director de cine, otro gobernador de un estado donde no nació, otro embajador en once países. Mi amigo Antonio, que odiaba la milicia, terminó de subsecretario de Guerra en uno de los años terribles de la paz mexicana en que el ejército salió a la calle a corretear estudiantes y terminó disparándoles a quemarropa. La mayor de la familia era mujer, Antonieta, una belleza rubicunda de fin de siglo a la que arruinaron desde muy joven la gula y los kilos de más. Luego de Antonieta y tres varones consecutivos, venía Regina, que a sus dieciséis años era al mismo tiempo la niña que vi dando piruetas en el jardín y la belleza pálida cargada de sufrimientos secretos y perversiones ocultas que vi entrar al despacho del coronel, la vista baja y el ánimo lánguido, como si viniera de una levitación. Quien levitó fui yo ante esa nueva aparición, antagónica de la muchacha de los volantines. En vez de las piernas al aire y la pasión de cabra sorprendida, me dio una mano cálida y una mirada triste que invitaba a gritos. Como si dijera: "Tú puedes curarme." La mamá llegó al final de la tropa. Era una gorda rubia, con cintura de muchacha y formas exuberantes. Apenas paraba de hablar y repartir caricias a los hijos que le cruzaban enfrente. Al final de una ronda introductoria en que resumió las grandezas y miserias de su prole, me dijo: "Tú estás bueno para una de mis hijas. Escoge pronto cuál, porque están muy cotizadas." "Escogerá al final de la comida", ordenó el coronel. "De acuerdo", dijo la mamá de Grediaga. "Por lo pronto que se siente entre las dos." Cuando tomamos asiento, Regina dijo en mi oído: "Me viste a propósito. No creas que lo verás de nuevo." "Lo estoy viendo de nuevo en mi cabeza", le dije. Se rió como si le hubiera dicho un chiste, estrepitosamente, y no volvió a hablarme hasta el final de la sobremesa.

»La comida fue una fiesta de viandas y diálogos, bañados por una rara elocuencia de sobreentendidos y cariños. A los postres, el coronel contó su historia del baile de gala en la ciudad tomada y yo pensé que valdría la pena estudiar cada detalle de aquel baile, contar la historia de los que estaban en esa casa, la historia de la casa misma, de la ciudad donde había sido construida, de quienes habían nacido y crecido ahí, hasta llegar al momento en que la ciudad fue tomada por gente que no conocían, la historia de los extraños ocupantes que bailaban en la casa y seguían echando tiros en los cerros vecinos, el lugar donde habían nacido esos conquistadores, las cosas que los habían hecho salir de sus tierras natales y llegar aquí, a través de las llanuras desérticas a pelear por unos cerros pelones mientras sus oficiales bailaban en esa casa, que quizás existiera todavía, con las arañas, los espejos, los pisos de maderas trenzadas donde habían bailado siempre esas muchachas, hijas de las buenas familias del lugar, aterrorizadas y cordiales ahora con los nuevos dueños de la villa, bárbaros recién vestidos, mal ceñidos en sus casaquillas militares, bien plantados en el mundo que habían conquistado y al que le seguían disparando desde los cerros para advertir a todos, a ellos mismos, de lo absolutamente provisional de la situación, la perpetua evanescencia de la historia. Lo digo ahora con claridad pero lo sentí mejor en aquel momento. La vida formula tarde lo que sabe temprano, necesita muchos años para decir lo que sintió en los primeros.

»Quedé obsesionado con volver a ver a Regina. Pero no podía verla si Grediaga no me invitaba a su casa. Grediaga era mi novato y no quería abusar de su subordinación, pedirle que me invitara como quien ordena: "Pones tu hermana a mi alcance." Igual le dije: "¿Cuándo vuelves a invitarme a tu casa?" y él me contestó, rápido y al punto, como era: "¿Mi hermana? El fin de semana. Sólo te advierto esto: con mi hermana Regina, allá tú." Y me contó algunos arabescos de su hermana que en lugar de espantarme me encendieron. Era sonámbula y tributaria de la luna. Con la luna llena o en ascenso, pasaba noches despierta tejiendo nudos de estambre en el jardín. Una de cada cuatro noches caminaba dormida por la casa. "Ponle una carta lunática", me aconsejó Grediaga. "Una carta donde digas que eres reencarnación de algo. Con eso tiene para un mes." Inventamos la carta juntos. Me dije reencarnación de un esclavo egipcio enamorado de una su ama joven, cuyo amor no fue posible porque al esclavo le cortaron la cabeza cuando se acercó a su ama con actitudes que delataron su amor. Yo la escribí de mi puño y letra, y Grediaga la llevó.


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