— Halagador.
— Es la verdad.
Llegamos al mar profundo, al océano abierto, bajo un cielo luminoso salpicado por unos cuantos restos deshilachados de nubes grises. Un fuerte viento del oeste inflé las velas y los cuatro nos reunimos en la cabina para descansar. Hacía suficiente fresco como para ponernos unos jerseys y tomar café.
Así que esto es tiempo "hecho de encargo" — dije a Ted.
— Algo así — replicó -. La tempestad se habría marchado mañana, a última hora de la tarde. Sólo modificarnos las cosas un poquito para acelerar el cambio.
— ¿Pero cómo lo hicisteis?
— No fue difícil. Tengo verdaderos camaradas en el satélite de las Fuerzas Aéreas que apuntaron sus lasers al lugar adecuado… añadiendo un poco de calor al anticiclón que mantenía fija la tempestad sobre Boston. Y uno de los aviones de Climatología tenía que efectuar un viaje de pruebas en beneficio del doctor Barneveldt, dejando caer comprimidos para sembrar las nubes. Yo dije únicamente dónde debían dejarlos caer y en qué momento. Así se inició una zona de baja presión en la que se metió la tempestad. Por eso se ha ido. Ahora debe estar en estos instantes en la Bahía de Fundy…
Barney pareció preocupada
— ¿No tienes miedo de meter en algún jaleo a la gente que te ayudó? Carecías de autorización…
— No han hecho nada más que lo que hubieran realizado normalmente — replicó Ted, impaciente -. Los muchachos de la Fuerza Aérea de los satélites tienen que disparar sus lasers cierto número de veces cada día, para asegurarse de que están en orden de combate. Es parte de la rutina regular. Yo mismo lo hice un millón de veces cuando llevaba el uniforme azul. Y el avión de Climatología iba a efectuar un viaje nocturno por orden de tu tío. Así que voló hasta un lugar por encima del océano en vez de dirigirse al punto previsto. ¿Y eso qué importa?
Habló Tuli:
— Espero que el doctor Rossman se muestre tan indiferente hacia esto como tú. Por regla general no le gusta que sus empleados actúen sin que él lo sepa… ni sin su permiso por escrito.
— Escucha — repuso Ted -. Afirmó que el control del tiempo es imposible. Ahora le demostraré que se equívoca. La cosa es así de sencilla.
Resultó ser la afirmación del año.
VI
FRENTE DE CHUBASCOS
El resto del fin de semana fue placentero pero inconsecuente. Tía Louise organizó una de sus fiestas del sábado por la noche e invitó a la mitad de la isla, incluyendo en parte a familias japonesas… quizás en beneficio de Tuli. Me reuní con mucha gente que no había visto desde mi último verano pasado en Thornton, varios años. Tía Louise no dejó de llevarme hacia todas las chicas de la casa que eran solteras y pasaban de los quince años, mientras Ted permaneció junto a Barney. Inevitablemente, alguien sacó una guitarra y se empezaron a cantar canciones populares. Sin embargo, de manera inesperada, Tuli resultó ser el éxito de la velada cuando empezó a entonar viejas epopeyas mongolas, que nos tradujo; en su mayoría eran hazañas violentas, pero otras resultaban poéticas y atractivas.
Antes de que partiésemos en la mañana del lunes,
— Tía Louise prometió invitar a mi padre para que viniese a Thornton y celebrase allí mi cumpleaños. Mi verdadero cumpleaños no tendrá lugar hasta dentro de varios meses, pero tenía intención de dar una fiesta en mi honor dentro de las próximas semanas, puesto que no estábamos seguros de sí me quedaría mucha más en Boston.
Les conduje a los tres en el coche hasta el edificio de Climatología. Ted y Tuli saltaron de mi vehículo para subir en el maltrecho Lotus que Ted dejara en el aparcamiento durante el fin de semana y marcharon raudos hacia las clases matutinas en el MIT.
Barney, sentada a mi lado, despidió a Ted con la mano y luego le vio perderse por la autopista.
— ¿Cómo crees que reaccionará el doctor Rossman ante la modificación del tiempo hecha por Ted? — la pregunté.
Dejó que la preocupación se mostrara en su rostro.
— Se enterará probablemente esta mañana, antes de que Ted vuelva de clase.
— ¿Opinas que el problema será grave?
— El doctor Rossman puede ser muy estricto en lo referente a las personas que actúan sin su permiso — dijo Barney -. Y Ted es corto de genio también.
Permanecimos sentados en silencio unos minutos. Era un poco temprano para el turno principal; unos cuantos coches comenzaron a llegar al aparcamiento. Lejos, en el horizonte, hacia el oeste, pude ver cómo empezaban a reunirse las nubes oscuras.
— Quizá debería permanecer cerca de esta casa y hablar con Ted después del almuerzo — dije.
Ella meditó antes de contestar.
— Sería una buena idea si te ofrecieses para hablar con el doctor Rossman, junto con Ted. Con un tercer individuo en la habitación, quizás ambos se mostrasen más tranquilos y pacíficos.
— ¿Actuando de árbitro?
Asintió.
Pensé que el testigo inocente que se interpone en una disputa, de ordinario recibe palos de ambos lados. Luego advertí lo terriblemente seria que estaba Barney, Lo realmente preocupada que aparecía.
— Está bien, lo intentaré — dije.
Pero no le dirás a Ted que tratas de ser árbitro en su discusión con Rossman, ¿verdad?
— ¡Oh! Entonces, ¿cómo entraré en el despacho de él?
Déjame que yo lo resuelva — dijo.
Acepté con un encogimiento de hombros. Entramos caminando en el edificio, mientras las nubes tormentosas avanzaban y lo oscurecían todo.
La masa de aire cálido sobre Nueva Inglaterra estaba siendo invadida por un chorro fuerte y frío procedente del Canadá. La invasión quedaba señalada por un frente. La línea del frente, de centenares de kilómetros de longitud, era una mezcla espesa de nubes negras que relampagueaban y emitían pequeños truenos, extendiendo lluvia y granizo sobre el suelo. Como la mayor parte de los frentes, éste olía a violencia. Impresionantes nubes de tormenta alcanzaban hasta doce kilómetros de altura, negras y terribles, cada una convertida en un motor complejo de furia turbulenta. Las partes adelantadas formaron una especie de salvaje tierra de nadie compuesta de centenares de nudos nubosos que corrían uno junto a otro, capaces de derribar y arrastrar a cualquier avión desprevenido como si fuese una hola seca en medio del vendaval. Las nubes invasoras siguieron hacia adelante, aporreando el suelo con granizadas y chubascos, serpenteando en el aire con sus relámpagos, hirviendo incluso hasta la estratosfera, en donde los vientos más fuertes y firmes aplastaban las cumbres nubosas formando con ellas cabezas de yunque. Acuciando en vanguardia, el flujo de aire frío invasor obligaba a que la masa cálida rindiese su humedad, convirtiese su energía calorífica en la violenta línea frontal de chubascos. Pero mientras el aire cálido se retiraba ante aquel invasor implacable, su calor vaporizado ablandaba el flujo de aire frío, lo calentaba, hasta que el frente de chubascos se rompió y desapareció, dejando sólo unas pocas cabezas tormentosas aisladas para que gruñesen inseguras antes de verse también disipadas por el sol constante.
Contemplé el desarrollo del chubasco desde la ventana del despacho de Ted, adonde me condujo Barney para que pasara la mañana. Vi cómo se alzaba el viento y las luces eternas se encendían al oscurecerse el cielo; vi salpicar las primeras gotas y luego grandes láminas de lluvia barrieron el aparcamiento que quedaba por debajo del río, las piedras del granizo rebotando en las capotas de los coches. Pese a toda su violencia, sin embargo, la tempestad terminó con rapidez. Salió el sol y empezó a secar los charcos. Me volví y vi que el reloj de la pared indicaba que habla transcurrido menos de una hora.
Ted compartía el despacho con Tuli. Era un cuartito pequeño, del mismo tamaño que el del doctor Barneveldt. Habla allí dos escritorios, un par de archivadores, dos estanterías atornilladas una encima de la otra y tres cafeteras eléctricas puestas en fila, en el alféizar de la ventana. Ted bebía café de igual modo que los osos se toman la miel y odiaba tener que esperar a que se preparase una nueva remesa de la infusión, me explicó Barney.