Hay que simplificarlo — insistí -. Esas personas no entienden de meteorología. Ni siquiera yo puedo comprender la mayor parte de tus palabras.
Se sentó en el diván de mi oficina y cruzó los brazos como un niño tozudo.
— ¿Qué quieres que haga, que les cuente cuentos de hadas?
— ¡Exacto! Exacto del todo — conteste. Cuentas un cuento de hadas… una historia de horror. Enséñales lo mala que será la sequía y luego les muestras lo suficiente para convencerles de que puedes vencerla.
— ¿Es eso noble? — preguntó Tuli.
— Si se habla con personas que no comprenden la naturaleza del problema — repuso Barney -, hay que emplear un idioma que penetre hasta ellas.
— Bueno — dijo Ted con un encogimiento de hombros -. La conversación será comercial, no científica.
Tómese la energía de una tormenta adulta y comprímasela en una especie de estrecho embudo para que la velocidad del viento alcance los quinientos nudos, causando una especie de seminario dentro de su estructura rotativa. Tales vientos chocarán contra una pared con la fuerza de un millar de libras por pie cuadrado. Y el vacío inmediatamente detrás del viento hará que la presión normal del aire dentro de un edificio haga estallar las paredes hacia el exterior. Tal cañón constituye una estupenda arma, especialmente en una ciudad superpoblada. Se llama tornado.
Era una tarde gris y triste en Tulsa, con espesas nubes bulbosas volando bajas. El mapa del tiempo mostraba un frente frío y muy activo acercándose desde el noroeste, empujando al opresivo aire húmedo tropical. Una alarma de tornados fue emitida por el Departamento Meteorológico y los aviones estaban sembrando algunas de las nubes, tratando de dispersarías antes de que asomara el peligro. El centro comercial, sin embargo, estaba atestadísimo; mañana, día Cuatro, las tiendas cerrarían El cañón bajó de las nubes de pronto, silbando y retorciéndose como una supergigantesca serpiente, escupiendo relámpagos. Tocó un estanque e inmediatamente lo dejó seco. Barrió un aparcamiento y golpeó a los principales edificios comerciales. Estallaron. Todo ocurrió en treinta segundos. Cuarenta y dos muertos, más de un centenar de heridos. El cañón desapareció y poco después las nubes se disipaban. El sol brilló sobre cinco acres de profunda devastación.
Ted y yo vimos las consecuencias del tornado en el noticiero de la TV mientras marchábamos en helicóptero a la reunión que se celebrarla en la mañana del día Cuatro.
— En lugar, de correr un riesgo con el control del tiempo murmuró Ted, señalando hacia las ruinas que aparecían en la pantalla de TV -, prefieren sentarse y dejar que eso suceda.
La conferencia tenía lugar en un, hotel veraniego de las, montañas Berkshire. Volábamos sobre arboladas colinas y ondulado terreno agrícola. Mientras más nos dirigíamos hacia el oeste, sin embargo, se veían más retazos pardos entre el verde. Los lagos y estanques eran muy pequeños; se podía distinguir los bordes fangosos y rocosos que normalmente quedaban debajo del agua.
— Un arroyo seco me señaló Ted -; Y ahí hay otro.
— La situación parece muy grave — dije, mirando las gargantas arenosas que hablan sido ríos.
— Eso no es nada. Aguarda a que pase otro par de meses. Y el próximo verano será hermosísimo.
— Pero tus predicciones no llegan tan lejos.
Esta especie de sistema dura cuatro o cinco años antes de cambiar, a menos que ocurra algo extraordinario… como el control del tiempo.
El hotel hervía de miembros de la conferencia. Habían venido de todos los seis estados de Nueva Inglaterra, de Nueva York y de Washington. Llegamos poco antes del almuerzo, a tiempo para una breve ceremonia en el exterior en honor del día Cuatro.
Mientras nos abríamos paso a codazos a través de la multitud hacia uno de los cuatro restaurantes del hotel, Ted murmuró:
— ¡Hay aquí más políticos de los que vi jamás reunidos bajo el mismo techo!
Comimos con rapidez y luego fuimos a uno de los gerentes del hotel para que nos indicase cuál era la sala de conferencias en donde teníamos que hablar. Era una "habitación pequeña, sin ventanas, con un proyector de diapositivas instalado en un extremo y una pantalla en el otro.
— Llegamos temprano — dijo Ted mientras el gerente cerraba la puerta a su espalda -. Aquí no hay nadie.
— Pondré tus diapositivas en el proyector — anuncié.
Estaba colocando la última cuando se abrió la puerta y un hombre de unos treinta y cinco años entró.
— Soy Jim Dennes — dijo, tendiéndonos la mano.
El congresista Dennis tenía un rostro redondo y agradable, ligeramente rojizo, con una lenta sonrisa y unos ojos que parecían meditar mucho más allá de la superficie de las cosas. Casi tenía mi propia estatura y era de una constitución mediana.
— ¿Por qué un congresista de Lynn se preocupa de la sequía? — preguntó Ted -. Lynn posee una planta desalinizadora.
Dennis meditó un momento antes de responder.
— Exactamente yo no diría que estoy preocupado… sino interesado. Pertenezco a la Cámara del Comité de la Ciencia. Hemos oídos algunos comentarios sobre la sequía, pero los expertos siguen diciéndonos que no hay problema, que no hay problema en absoluto. Lo dijeron cada vez más alto durante el pasado mes. Ahora parece que ustedes si creen que hay problema.
— ¿No se fía de los expertos? — inquirió Ted.
Dennis sonrió:
— No, cuando todos están de acuerdo.
A los pocos minutos nuestro público empezó a llegar. El congresista Dennis conocía a cada cual por su nombre y nos los presentó a medida que penetraban en la sala. Para cuando empezamos, once hombres estaban sentados en torno a la mesa de conferencias. Todos procedían de los departamentos agrícolas de los estados de Nueva Inglaterra, excepto uno que representaba a la oficina del Departamento de Meteorología de Boston, un tal señor Arnold.
Debe ser alguien nuevo, escribió Ted en su libreta para que yo lo leyese. Nunca le vi en Climatología.
Después de que todos se hubieran sentado, Ted empezó su discurso. Las diapositivas eran principalmente fotos del gran mapa que existía en Eolo, describiendo en una secuencia gráfica como persistiría la sequía y empeoraría durante el resto del año.
— Y todavía estamos pendiente abajo — resumí -. La sequía ni siquiera ha llegado aún al fondo; queda por venir lo peor.
— Espere un momento ahora — interrumpió Arnold. Era un hombre enjuto, de marcados rasgos, el pelo ralo y peinado para cubrir las zonas calvas.
Ted apagó el proyector y las luces de la habitación se encendieron.
— ¿Cuánta fe podemos tener en esas predicciones? Preguntó Arnold -. Seis meses de anticipación son demasiado para sacar conclusiones concretas.
— Media docena de grandes firmas comerciales están adquiriendo nuestras predicciones a largo plazo. Y aun cuando las predicciones con seis meses de antelación no son tan de confianza como nuestras predicciones quince dias, siguen mostrando la tendencia general. La sequía va a estar con nosotros durante largo tiempo.
— Hay una gran diferencia entre dos semanas y seis meses.
Ted caminó despacio hasta la silla del meteorólogo, su rostro enrojeciéndose. Antes de que pudiesen decir nada, intervine yo.
— Creo que nuestro método de predicción es mucho más detallado que el del Departamento de Meteorología, por lo que una predicción de seis meses será considerablemente más exacta de lo que usted pueda imaginar a primera vista.
Ted, cerniéndose sobre el señor Arnold, añadió con una voz a duras penas controlada.
— El lunes por la mañana enviaré a cada uno de ustedes una predicción regular semanal. Se predecirá con exactitud las condiciones del tiempo, hora a hora, para cada sección de Nueva Inglaterra durante los siguientes catorce días. Compárenla con cualquier otra predicción que quieran ustedes… no existirá ninguna tan segura o tan detallada.