* * *

Jim Dennis llamó poco antes del Día de Acción de Gracias y nos invitó a los cuatro para que pasásemos la tarde del día de fiesta en su casa.

— Quiero presentarles a alguien — dijo -, que está interesado en sus problemas con el proyecto del tiempo del Pentágono.

Sorprendido, dije:

— No sabia que estuviera enterado. Se supone que el proyecto es secreto.

— Pues se asustaría al enterarse de lo que sabe un congresista — respondió, con una pícara sonrisa.

Me llevé a Barney, Ted y Tuli a Thornton para la cena del Día de Acción de Gracias y, luego, fuimos todos en coche a casa de Dennis. Empezó a nevar cuando nos acercábamos a Lynn.

— En la hora exacta — dijo Ted, consultando su reloj de pulsera -. Este año tendremos un invierno con mucha nieve. -

La hacienda de Dennis estaba llena de niños, amigos, correligionarios políticos, solicitantes de votos y vecinos. Jim iba de aquí para allá entre su despacho y la sala de estar, que quedaban separados por el vestíbulo principal de la casa. La sala de estar se hallaba atestada de adultos con mente política de una especie u otra. Problemas comerciales. Nosotros encajábamos en esa categoría, pero la señora Dennis nos llevó primero a remolque, presentándonos a todos los del comedor, en donde se servía el principio de un segundo turno de la cena del Día de Acción de Gracias, y nos acomodó en la cocina.

Se encargaba de los niños y de los adultos no políticos. El comedor, la cocina y todas las zonas de juego eran su dominio. De alguna forma logró mantener a todos felices y alimentados y a los niños distraídos de manera inofensiva, mientras permanecía con un aspecto tranquilo y nada agitado, Barney la contempló impresionada.

— Pueden colocar sus abrigos en la mesa de la estufa — dijo, señalando a un antiguo ejemplar de estufa de las que 'empleaban madera para quemar-. Jim estará acepado un ratito. ¿Quieren cenar algo? ¿Qué les parece sidra y pastel de frutas? ¿O algún dulce?

Todos declinamos excepto Ted, que siempre tenía sitio en su estómago para las golosinas. Pudo ser una media hora lo que permanecimos de pie en la cocina con una banda de desconocidos y de niños, pero la señora Dennis logró conseguir que nos sintiésemos como en nuestra casa. Nos conocía a todos por el nombre propio y pronto empezamos a hablar del tiempo… y de lo que podíamos hacer con él.

Ted estaba ya alcanzando su andadura normal en esta clase de conversaciones cuando entró Jim, con las mangas de la camisa arremangadas, la corbata floja, sonriendo feliz.

— Los días de fiesta son aquí a veces bastante confusos — nos dijo -. Lamento que no hayan podido venir para la cena. Sin embargo, creo que he comido pavo por todos ustedes.

— Hablábamos de nieve — dijo la señora Dennis -. Ted cree que va a detenerse la nevada dentro de una hora, poco más o menos.

Jim soltó la carcajada.

— Ted no lo cree. Lo sabe.

— Eso espero — repuso Ted.

— Está bien — indicó el congresista -, así que no hay que molestarse en sacar palas y ponernos las botas. Ahora, ¿qué les parece a ustedes cuatro si vienen a un extremo mas tranquilo de la casa? Y, Mary, ¿podrías servirnos más café?

— Durante los días de fiesta la única vez que te veo — dijo ella -, es cuando tienes hambre o cuando tienes sed.

— Los políticos llevan una vida muy dura.

El despacho del congresista era pequeño pero sorprendentemente tranquilo.

— Las paredes son a prueba de ruidos — nos dijo -. Con cinco niños y sus amiguitos siempre por la casa… o lo hacia así o me volvía loco.

Señaló con un gesto las sillas. Yo elegí una mecedora. Tres paredes del despacho estaban cubiertas de estanterías; la cuarta tenía un par de ventanas con diversas fotografías enmarcadas entre ellas.

Después de que la señora Dennis trajera el café y nos sirviésemos, Jim comenzó:

— El comité de Ciencias va a empezar en enero sus discusiones sobre el trabajo del Departamento de Meteorología. Naturalmente que la idea de ustedes sobre el control del tiempo se convertirá en la gran noticia.

— Eso es sí…

— Aguarde, hay más. El Pentágono ha estado ejercitando sus influencias para poner en marcha su proyecto. Su obra será secreta, si logra adelantarse al Congreso y a la Casa Blanca. Mientras, no es un secreto el que busquen un proyecto para controlar el tiempo. L3 noticia corre por todo Washington y podría convertirse en un balón político de primera clase. Claro que…

Sonó el timbre de la puerta. Jim dijo.'

— Creo que se trata de nuestro misterioso invitado.

Fue hasta el vestíbulo y saludó a un hombre que acababa de entrar por la puerta principal.

— Me alegro de que pudiera venir — le oímos decir -. Deje su abrigo en la mesa del teléfono y entre. Todos están ya

Reconocimos al hombre que entró en el despacho, identificándolo como el doctor Jerrold Weis, Consejero Científico del Presidente. Era pequeño, ligero, con una voz muy nasal; Parecía en persona más curtido que en televisión. Su apretón de manos fue fuerte y su mirada penetrante.

Tras las presentaciones, el doctor Weis ocupó mi mecedora. Yo encontré punto de apoyo en el alféizar de la ventana.

— Así que ustedes — son los jóvenes genios — dijo el doctor Weis, sacando una pipa del bolsillo de la chaqueta — que acabaron con la sequía.

— Y que quieren controlar el tiempo — corroboró Jim Dennis-. Cuéntaselo, Ted.

Se necesitó un par de horas y unas cuantas ecuaciones en la libreta de notas del congresista para explicar las cuestiones técnicas al doctor Weis. Ted vagó sin cesar por a pequeña habitación mientras hablaba, conformando las ideas con las manos, recorriendo toda la historia de las predicciones a largo plazo, Investigaciones Eolo, la sequía y el proyecto del comandante Vincent.

El doctor Weis fumó pensativo, en pipa, mientras escuchaba.

Creo que hay un punto claro — dijo el Consejero Científico cuando Ted, por último, se detuvo -. A menos que actuemos para impedirlo, habrá un programa militar clasificado sobre control del tiempo antes de un año.

Ted asintió.

— Y un programa militar clasificado — prosiguió el doctor Weis -, dominará todo el campo entero de la investigación. El Congreso no querrá apoyar a dos o tres agencias distintas del Gobierno para que hagan el mismo trabajo. Si el Pentágono consigue poner en marcha primero su programa de control del tiempo, obligarán a todos los demás a trabajar según sus condiciones.

— ¿Y eso será tan terrible? — preguntó Barney.

Fue Ted quien contestó.

— Ya han causado dificultades para Tuli y para ti. Una vez empiecen en realidad, el manto de Seguridad caerá sobre todos. Los trabajos tendrán como meta utilizar el agua como arma. Se les impulsará a hacer cosas que produzcan un gran efecto; investigar y todo lo demás tendrá que rendir beneficios que comprendan los altos jefes militares.

— No es la manera adecuada de realizar esta clase de trabajo — afirmó el doctor Weis -. El control del tiempo podría ser una herramienta poderosa para la paz. Si se hace de él un proyecto militar, otras naciones empezarán a destacar sus aspectos militares, también. Podríamos acabar haciendo el control del tiempo un motivo de guerra… fría o cálida.

— Pero el Pentágono posee una necesidad legítima de estudiar el control del tiempo dije-. Hay aspectos militares en la situación.

— ¡Pues claro que los hay! — exclamó el doctor Weis, asintiendo vigorosamente. Y el comandante Vincent y su gente realizan su trabajo lo mejor que pueden… para ellos. Sin embargo, a mí me interesa una imagen mayor… La que incluye las necesidades militares y todas las otras necesidades de la nación.

— ¿Pero cómo detener al Pentágono? — preguntó Ted.

El doctor Weis se sacó la pipa de la boca.

— No lo haremos. Por lo menos, no directamente. El único modo de impedir que se apoderen de esta idea es ir al Congreso con una idea mejor y mayor.


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