Consideradas a la luz de tal absurdo, las afirmaciones de don Juan resultaban un poco menos traída de los pelos, pero seguían siendo inaceptables.

Doña Soledad estaba distraída. Sonreía pacíficamente.

– ¡Oh! ¡Están aquí! -dijo de pronto-. Qué afortunada soy. Mis niñas están aquí. Ahora ellas cuidarán de mí.

Daba la impresión de estar peor. Se la veía más fuerte que nunca, pero su conducta era menos coherente. Mis temores aumentaron. No sabía si dejarla allí o llevarla a un hospital en la ciudad, a varios cientos de kilómetros de allí.

De pronto, saltó como un niño y atravesó corriendo la puerta delantera, ganando la avenida que conducía a la carretera. El perro corrió tras ella. Subí al coche a toda prisa, con la intención de alcanzarla. Tuve que desandar el sendero en marcha atrás, puesto que no había espacio para girar. Al acercarme al camino, vi por la ventana trasera a doña Soledad rodeada por cuatro mujeres jóvenes.

2 LAS HERMANITAS

Doña Soledad parecía estar explicando algo a las cuatro mujeres que la rodeaban. Movía los brazos con gestos teatrales y se cogía la cabeza con las manos. Era evidente que les hablaba de mí. Regresé al lugar en que había aparcado. Tenía intenciones de esperarles allí. Consideré qué sería más conveniente: si permanecer en el interior del coche o sentarme displicentemente sobre el parachoques izquierdo. Al final, opté por quedarme de pie junto a la puerta, pronto a entrar en el automóvil y partir si veía probable que tuviesen lugar sucesos semejantes a los del día anterior.

Me sentía muy cansado. No había pegado un ojo por más de veinticuatro horas. Mi plan consistía en revelar a las jóvenes todo lo que me fuera posible acerca del incidente con doña Soledad, de modo que pudiesen dar los pasos más convenientes en su auxilio, y luego irme. Su presencia había hecho dar un giro definitivo a la situación. Todo parecía cargado de un nuevo vigor y energía. Tuve conciencia del cambio cuando vi a doña Soledad en su compañía.

Al revelarme que eran aprendices de don Juan, doña Soledad las había dotado de un atractivo tal que me sentía impaciente por conocerlas. Me preguntaba si serían como doña Soledad. Ella había afirmado que eran como yo y que íbamos en una misma dirección. Era fácil atribuir un sentido positivo a sus palabras. Deseaba por sobre todas las cosas creerlo.

Don Juan solía llamarlas «las hermanitas», nombre sumamente adecuado, al menos para las dos que yo había tratado, Lidia y Rosa, dos jovencitas delgadas, encantadoras, con cierto aire de duendes. Al conocerlas, supuse que debían tener poco más de veinte años, si bien Pablito y Néstor siempre se habían negado a hablar de sus edades. Las otras dos, Josefina y Elena, constituían un misterio total para mí. De tanto en tanto, había oído mencionar sus nombres, cada vez en un contexto desfavorable. Había concluido, a partir de observaciones hechas al pasar por don Juan, que eran en cierto modo anormales: una, loca, y la otra, obesa; por eso se las mantenía aisladas. En una oportunidad me había tropezado con Josefina, al entrar a la casa junto a don Juan. Él la había presentado, pero ella se había cubierto el rostro y huido antes de que me hubiese sido posible saludarla. Otra vez había encontrado a Elena lavando ropa. Era enorme. Pensé que debía ser víctima de un trastorno glandular. La había saludado pero no se había vuelto. Nunca había visto su cara.

Tras las revelaciones de doña Soledad acerca de sus personas, habían adquirido a mis ojos un prestigio tal que me sentía compelido a hablar con las misteriosas hermanitas, a la vez que experimentaba hacia ellas una suerte de temor.

Miré hacia el camino con aparente despreocupación, tratando de fortalecer mi ánimo para el encuentro que iba a tener lugar en seguida. El camino estaba desierto. Nadie se acercaba a él, aunque tan sólo un minuto antes no se encontraban a más de treinta metros de la casa. Subí al techo del coche para mirar. No venía nadie, ni siquiera el perro. Fui presa de un terror pánico, Me deslicé al suelo, y estaba a punto de entrar de un salto en el coche y marchar de allí cuando oí que alguien decía: «¡Eh! ¡Miren quién está aquí!»

Me volví bruscamente para enfrentarme con dos muchachas que acababan de salir de la casa. Deduje que habían pasado corriendo por delante de mí y entrado en la casa por la puerta trasera. Suspiré aliviado.

Las dos jovencitas se dirigían hacia donde yo estaba. Tuve que reconocer que nunca había reparado en ellas. Eran hermosas, morenas y sumamente delgadas, sin llegar a ser descarnadas. Llevaban el largo cabello negro trenzado. Vestían faldas sencillas, camisas de algodón azul y zapatos marrones de tacón bajo y suela flexible. Sus piernas, fuertes y bien formadas, estaban desnudas. Debían medir un metro cincuenta o un metro sesenta. Parecían hallarse en buena forma y se movían con gran soltura. Eran Lidia y Rosa.

Las saludé y me tendieron la mano simultáneamente. Se pusieron a mi lado. Se las veía saludables y fuertes. Les pedí que me ayudasen a quitar los paquetes del portaequipaje. Cuando los llevábamos hacia la casa, oí un profundo gruñido, tan profundo y cercano que se asemejaba al rugido de un león.

– ¿Qué fue eso? -pregunté a Lidia.

– ¿No lo sabes? -interrogó con tono incrédulo.

– Debe ser el perro -dijo Rosa mientras entraban corriendo a la casa, arrastrándome prácticamente con ellas.

Pusimos los paquetes sobre la mesa y nos sentamos en dos bancos. Tenía a ambas frente a mí. Les dije que doña Soledad estaba muy enferma y que estaba a punto de llevarla al hospital de la ciudad, dado que no sabía qué hacer para ayudarla.

A medida que hablaba iba tomando conciencia de que pisaba terreno peligroso. No tenía modo de estimar cuánta información debía transmitirles acerca de la verdadera naturaleza de mi encuentro con doña Soledad. Empecé a buscar pistas. Pensé que, si las observaba atentamente, sus voces o la expresión de sus rostros terminarían por traicionar lo que sabían. Pero permanecieron en silencio, dejándome llevar la conversación.

Comencé a dudar que fuese conveniente proporcionar información alguna. En el esfuerzo por averiguar qué cabía hacer sin cometer errores, terminé por charlar sin sentido. Lidia me interrumpió. En tono seco, dijo que no debía preocuparme por la salud de doña Soledad, puesto que ellas ya habían hecho todo lo necesario para ayudarla. Su afirmación me obligó a preguntarle si sabía qué clase de problema tenía doña Soledad.

– Le has quitado el alma -dijo, acusadora.

Mi primera reacción fue defensiva. Empecé a hablar con vehemencia, pero acabé por contradecirme. Me observaban. Lo que hacía carecía por completo de sentido. Intenté repetir lo mismo con otros términos. Mi fatiga era tan grande que a duras penas conseguía organizar mis pensamientos. Finalmente, me di por vencido.

– ¿Dónde están Pablito y Néstor? -pregunté, tras una larga pausa.

– Pronto estarán aquí -dijo Lidia con energía.

– ¿Estuvieron ustedes con ellos? -quise saber.

– ¡No! -exclamó, y se me quedó mirando.

– Nunca vamos juntos -explicó Rosa-. Esos vagabundos son diferentes de nosotras.

Lidia hizo un gesto imperativo con el pie para hacerla callar. Aparentemente, ella era quien daba las órdenes. El movimiento de su pie trajo a mi memoria una faceta muy peculiar de mi relación con don Juan. En las incontables oportunidades en que salimos a vagar, había logrado enseñarme, sin proponérselo realmente, un sistema para comunicarse disimuladamente mediante ciertos movimientos clave del pie. Vi cómo Lidia hacía a Rosa la seña correspondiente a «horrible», que se hace cuando aquello que se halla a la vista de quienes se comunican es desagradable o peligroso. En ese caso, yo. Reí. Acababa de recordar que don Juan me había hecho esa misma seña cuando conocí a Genaro.


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