Ese día pasé horas conduciendo en el aparcamiento para dar a mi cuerpo la oportunidad de hacerse con el recuerdo del cosquilleo.
Me volví hacia las muchachas con el propósito de informales que acababa de recordar dónde vivían. Desistí. No había modo de explicarles que la experiencia del cosquilleo había traído a mi memoria una observación hecha al azar por don Juan en cierta oportunidad en que, camino de la vivienda de Pablito, pasamos por otra casa. Había señalado una característica poco corriente de esos alrededores, y dicho que esa casa era un lugar ideal para quien buscase quietud, pero no un lugar para descansar. Las llevé allí.
Su casa era una construcción de adobe bastante grande con techo de tejas, como aquél en que vivía doña Soledad. Tenía una habitación larga delante, una cocina techada al aire libre en la parte trasera, un enorme patio contiguo a ella y, al otro lado del patio, un gallinero. La parte más importante de la casa, no obstante, era una habitación cerrada con dos puertas, una que se abría a la sala delantera, y otra que daba a los fondos. Lidia dijo que ellas mismas la habían construido. Quise verla, pero ambas argumentaron que no era el momento apropiado, puesto que ni Josefina ni la Gorda se hallaban presente para mostrarme las partes de la habitación que les pertenecían.
En un rincón de la primera habitación había una plataforma de ladrillos de tamaño considerable. Su altura sería de unos cuarenta y cinco centímetros y estaba destinada a hacer las veces de cama, con uno de sus extremos pegado a la pared. Lidia puso sobre ella unas espesas esteras de paja y me instó a que me echara a dormir mientras ellas velaban.
Rosa había encendido una lámpara y la colgó de un clavo sobre la cama. La luz alcanzaba para escribir. Les expliqué que al escribir me serenaba y les pregunté si les molestaba.
– ¿Por qué lo tienes que preguntar? -replicó Lidia-. ¡Hazlo!
Con la pretensión de darle una explicación superficial, le dije que yo siempre había hecho cosas raras, como tomar notas, lo cual resultaba extraño inclusive a don Juan y a don Genaro y que, en consecuencia, debía resultarles extraño a ellas.
– Nosotras siempre hacemos cosas raras -dijo Lidia secamente.
Me senté en la cama, bajo la lámpara, con la espalda apoyada en el muro. Ellas se echaron cerca de mí, una a cada lado. Rosa se cubrió con una manta y se quedó dormida, como si todo lo que necesitase para ello fuera tenderse. Lidia declaró entonces que esos eran el momento y el lugar apropiados para conversar, si bien a ella le parecía preferible apagar la luz, porque ésta le daba sueño.
Nuestra conversación, en la oscuridad, giró en torno del paradero de las otras dos muchachas. Sostuvo que no tenía ni una remota idea del lugar en que pudiese hallarse la Gorda, pero que indudablemente Josefina seguía en las montañas buscando a Néstor, a pesar de la oscuridad. Explicó que Josefina era la más capaz de valerse por sí misma en circunstancias tales como encontrarse en un lugar desierto y oscuro. Esa era la razón por la cual la Gorda la había escogido para esa misión.
Le comenté que, escuchándolas referirse a la Gorda, me había hecho la idea de que era la jefe. Lidia me respondió que efectivamente la Gorda mandaba, y que el propio Nagual había ordenado que así fuera. Agregó que, más allá de esa circunstancia, tarde o temprano, la Gorda habría terminado por ponerse a la cabeza porque era la mejor.
En ese punto, me vi obligado a encender la lámpara, para poder escribir. Lidia se quejó de que la luz le impedía permanecer despierta, pero me salí con la mía.
– ¿Qué es lo que determina que la Gorda sea la mejor? -pregunté.
– Tiene más poder personal -dijo-. Lo sabe todo. Además, el Nagual le enseñó a controlar a la gente.
– ¿Envidias a la Gorda por ser la mejor?
– Antes, pero ya no.
– ¿A qué se debe este cambio?
– Terminé por aceptar mi destino, como me había dicho el Nagual.
– ¿Y cuál es tu destino?
– Mi destino… mi destino es ser la brisa. Ser una soñadora. Mi destino es ser un guerrero.
– ¿Envidian Rosa o Josefina a la Gorda?
– No, no la envidian. Todas nosotras hemos aceptado nuestros destinos. El Nagual dijo que el poder sólo llega tras haber aceptado nuestros destinos sin discusión. Yo solía quejarme mucho y sentirme terriblemente mal porque me gustaba el Nagual. Creía ser una mujer.
Pero él me demostró que no lo era. Este cuerpo que ves es nuevo. Lo mismo nos ocurrió a todas. Tal vez a ti no te haya sucedido lo mismo, pero para nosotras el Nagual significó una nueva vida.
»Cuando nos dijo que iba a partir, porque tenía que hacer otras cosas, creímos morir. Pero ya nos ves. Estamos vivas; ¿sabes por qué? Porque el Nagual nos demostró que éramos él mismo. Está aquí, con nosotras. Siempre estará aquí. Somos su cuerpo y su espíritu.
– ¿Las cuatro se sienten de la misma manera?
– No somos cuatro. Somos una. Ese es nuestro destino. Debemos sostenernos unas a otras. Y tú eres lo mismo. Todos nosotros somos lo mismo. Incluso Soledad es lo mismo, aunque vaya en una dirección distinta.
– ¿Y Pablito, y Néstor, y Benigno, dónde encajan?
– No lo sabemos. No nos gustan. Especialmente Pablito. Es cobarde. No ha aceptado su destino y pretende huir de él. Es más: quiere renunciar a su condición de brujo y vivir una vida ordinaria. Eso sería estupendo para Soledad. Pero el Nagual nos ordenó ayudarle. No obstante, nos estamos cansando de hacerlo. Tal vez uno de estos días la Gorda lo quite de en medio para siempre.
– ¿Puede hacerlo?
– ¡Si puede hacerlo! Claro que puede. Ella tiene más del Nagual que ninguno de nosotros. Quizás incluso más que tú.
– ¿A qué se debe que el Nagual nunca me haya dicho que ustedes eran sus aprendices?
– A que estás vacío.
– Todo el mundo sabe que estás vacío. Está escrito en tu cuerpo.
– ¿En qué te basas para decir eso?
– Tienes un agujero en el medio.
– ¿En el medio de mi cuerpo? ¿Dónde?
Con suma delicadeza, tocó un lugar en el lado derecho de mi estómago. Trazó un círculo con el dedo, como si recorriese con él los bordes de un agujero invisible de diez o doce centímetros de ancho.
– ¿Tú también estás vacía, Lidia?
– ¿Bromeas? Estoy entera. ¿No lo ves?
Sus respuestas a mis preguntas estaban tomando un giro inesperado. No quería que mi ignorancia me pusiera a malas con ella. Asentí con la cabeza.
– ¿Qué es lo que te lleva a pensar que tengo allí un agujero que me hace estar vacío? -pregunté, tras considerar cuál sería el más inocente de los interrogantes que le podía plantear.
No respondió. Me volvió la espalda y se lamentó de que la luz de la lámpara le hiciese escocer los ojos. Insistí. Me enfrentó, desafiante.
– No quiero decirte nada más -dijo-. Eres estúpido. Ni siquiera Pablito es tan estúpido, y es el peor.
No quería meterme en otro callejón sin salida fingiendo saber de qué estaba hablando, así que volví a inquirir acerca de la causa de mi vacuidad. Traté de sonsacárselo, dándole amplias garantías de que don Juan nunca me había explicado la cuestión. Me había dicho una y otra vez que estaba vacío, y yo siempre lo había interpretado en el sentido en que un occidental puede interpretar una afirmación semejante. Pensaba que se refería a una carencia de poder de decisión, voluntad, finalidades y hasta inteligencia. Nunca había mencionado la existencia de un agujero en mi cuerpo.
– Tienes un agujero en el costado derecho -dijo con frialdad-. Un agujero hecho por una mujer al vaciarte.
– ¿Podrías decirme qué mujer ha sido?
– Sólo tú lo sabes. El Nagual decía que los hombres, en la mayoría de los casos, ignoran quién los ha vaciado. Las mujeres son más afortunadas; lo saben con certeza.
– Tus hermanas, ¿están vacías, como yo?
– No seas idiota. ¿Cómo podrían estar vacías?
– Doña Soledad me dijo que ella estaba vacía. ¿Presenta el mismo aspecto que yo?