Miré las chatas colinas del otro lado del valle y sentí deseos de huir de ellas.
– El Nagual nos dio esta casa -dijo-, pero no es una casa para el descanso. Antes teníamos otra que era francamente hermosa. Este lugar embota. Esas montañas de allí arriba acaban por volverle a uno loco.
El descaro con que leía mis pensamientos me desconcertó. No supe qué decir.
– Somos indolentes por naturaleza -prosiguió-. No nos gusta esforzarnos. El Nagual lo sabía, así que debe haber supuesto que este sitio nos llevaría a subirnos por las paredes.
Se interrumpió bruscamente y dijo que quería algo de comer. Fuimos a la cocina, un área semicerrada, con sólo dos muros. Del lado abierto, a la derecha de la entrada, había un horno de barro; del opuesto, en el punto en que las dos paredes se unían, había un sitio amplio para comer, con una mesa y tres bancos. El piso estaba pavimentado con piedras del río pulidas. Un techo plano, situado a unos tres metros de altura descansaba sobre las paredes y sobre vigas en los lados abiertos.
Lidia me sirvió un tazón de frijoles con carne de una olla expuesta a fuego muy lento, y calentó unas tortillas directamente sobre las brasas. Rosa entró, se sentó junto a mí y pidió a Lidia que le diese algo de comer.
Me concentré en observar cómo Lidia servía frijoles y carne con un cucharón. Daba la impresión de tener noción precisa de la cantidad exacta. Debe de haber tomado conciencia de que yo admiraba sus maniobras. Quitó dos o tres frijoles del tazón de Rosa y los devolvió a la olla.
Por el rabillo del ojo, vi a Josefina entrar a la cocina. No obstante, no la miré. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa. Experimenté una sensación de rechazo en el estómago. Me di cuenta de que no podría comer mientras esa mujer me estuviese contemplando. Para aliviar mi tensión bromeé con Lidia a propósito de dos frijoles de más, en el tazón de Rosa, que había pasado por alto. Los retiró con el cucharón con una precisión que me sobresaltó. Reí nerviosamente, sabiendo que, una vez que Lidia se hubiese sentado, me vería obligado a apartar mis ojos del fogón y hacerme cargo de la presencia de Josefina.
Finalmente, de mala gana, tuve que mirar al otro lado de la mesa. Hubo un silencio mortal. La contemplé, incrédulo. Abrí la boca, asombrado. Oí las carcajadas de Lidia y de Rosa. Me llevó una eternidad poner en cierto orden mis pensamientos y sensaciones. Fuese quien fuese la persona que tenía delante, no era la Jo sefina que había visto un rato antes, sino una muchacha muy bonita. No tenía los rasgos indios de Lidia y de Rosa. Su tipo era más bien latino. Tenía una tez ligeramente olivácea, una boca muy pequeña y una nariz finamente proporcionada, dientes cortos y blancos y cabello negro, breve y ensortijado. Un hoyuelo en el lado izquierdo del rostro completaba el encanto de su sonrisa.
Era la misma muchacha que había conocido superficialmente hacía años. Sostuvo mi mirada mientras la estudiaba. Sus ojos evidenciaban cordialidad. Me fui sintiendo poco a poco presa de un nerviosismo incontrolable. Terminé por decir chistes desesperados acerca de mi auténtica perplejidad.
Ellas reían como niños. Una vez que sus risas se hubieron acallado, quise saber cuál era la finalidad del despliegue histriónico de Josefina.
– Practica el arte del acecho -dijo Lidia-. El Nagual nos enseñó a confundir a la gente para pasar, desapercibidas. Josefina es muy bonita; si anda sola de noche, nadie la molestará en tanto se la vea fea y maloliente, pero si sale tal como es… bueno… ya te imaginas lo que podría suceder.
Josefina asintió con un gesto y luego deformó el rostro, en la más desagradable de las muecas posibles.
– Puede mantener la cara así todo el día.
Sostuve que, si viviera en esos parajes, seguramente Josefina llamaría más fácilmente mi atención con su disfraz que sin él.
– Ese disfraz era sólo para ti -dijo Lidia, y las tres rieron-. Y mira hasta qué punto te desconcertó. Te llamó más la atención el niño que ella.
Lidia fue a la habitación y regresó con un atado de trapos que tenía toda la apariencia de un niño envuelto en sus ropas; lo arrojó sobre la mesa, delante de mí. Sumé mis carcajadas a las suyas.
– ¿Todas tienen disfraces? -pregunté.
– No. Solamente Josefina. Nadie en los alrededores la conoce tal cómo es -replicó Lidia.
Josefina asintió y sonrió, pero permaneció en silencio. Me gustaba muchísimo. Había algo inmensamente inocente y dulce en ella.
– Di algo, Josefina -dije, aferrándola por los antebrazos.
Me miró desconcertada y retrocedió. Supuse que, dejándome llevar por mi alegría, le había hecho daño al cogerla con demasiada fuerza. La dejé ir. Se sentó muy erguida. Contrajo su pequeña boca y sus labios finos y produjo una grotesca avalancha de gruñidos y chillidos.
Todo su rostro se alteró de pronto. Una serie de espasmos feos e involuntarios echaron a perder su serena expresión de un momento antes.
La miré horrorizado. Lidia me tiró de la manga.
– ¿Por qué tuviste que asustarla, estúpido? -susurró-. ¿No sabes que quedó muda y no puede decir nada?
Era evidente que Josefina la había entendido y parecía resuelta a protestar. Mostró a Lidia su puño apretado y dejó escapar otra riada de chillidos, extremadamente altos y horripilantes; entonces se sofocó y tosió. Rosa comenzó a frotarle la espalda. Lidia pretendió hacer lo mismo, pero estuvo a punto de recibir en el rostro un puñetazo de Josefina.
Lidia se sentó a mi lado e hizo un gesto de impotencia. Se encogió de hombros.
– Ella es así -me susurró Lidia.
Josefina se volvió hacia ella. Su rostro se veía trastornado por una espantosa mueca de ira. Abrió la boca y vociferó, con todas sus fuerzas, dando rienda suelta a sonidos guturales, escalofriantes.
Lidia se deslizó del banco y con suma discreción dejó la cocina.
Rosa sostenía a Josefina por el brazo. Josefina parecía ser la representación de la furia. Movía la boca y deformaba el rostro. En cuestión de minutos había perdido toda la belleza y toda la inocencia que me habían encantado. No sabía qué hacer. Traté de disculparme, pero los sonidos infrahumanos de Josefina ahogaban mis palabras. Finalmente, Rosa la llevó al interior de la casa.
Lidia regresó y se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa.
– Algo se descompuso aquí arriba -dijo, tocándose la cabeza.
– ¿Cuándo sucedió? -pregunté.
– Hace mucho. El Nagual debe de haberle hecho algo, porque de pronto perdió el habla.
Lidia se veía triste. Tuve la impresión de que la tristeza se evidenciaba en contra de sus deseos. Hasta me sentí tentado de decirle que no se esforzase tanto por ocultar sus sentimientos.
– ¿Cómo se comunica Josefina con ustedes? -pregunté-. ¿Escribe?
– Vamos, no seas necio. No escribe. No es tú. Se vale de las manos y de los pies para decirnos lo que quiere.
Josefina y Rosa volvieron a la cocina. Se detuvieron a mi lado. Josefina volvía a ser, a mis ojos, la imagen de la inocencia y el candor. Su beatífica expresión no revelaba en lo más mínimo su capacidad para transformarse en un ser tan feo, en tan poco tiempo. Al verla, comprendí que su fabulosa ductilidad gestual estaba, sin duda, íntimamente ligada a su afasia. Razoné que solo una persona que ha perdido la posibilidad de verbalizar puede ser tan versátil para la mímica.
Rosa me dijo que Josefina le había confesado que deseaba poder hablar, porque yo le gustaba mucho.
– Hasta que llegaste, se sentía feliz como era -dijo Lidia con voz áspera.
Josefina sacudió la cabeza afirmativamente, corroborando la declaración de Lidia, y emitió una serie de suaves sonidos.
– Desearía que la Gorda estuviese aquí -dijo Rosa-. Lidia siempre hace enfadar a Josefina.
– ¡No es esa mi intención! -protestó Lidia.
Josefina le sonrió y extendió el brazo para tocarla. Según todas las apariencias, su intención era disculparse. Lidia rechazó su mano.