Comí sin mucho apetito y apenas hice caso de la verborrea de Ezequiela que eligió precisamente ese momento para ponerme al tanto de los cotilleos de la ciudad. Entre bodas, bautizos, sepelios y divorcios acabé con el postre y bebí de un sorbo el café, sintiendo cómo una pereza infinita comenzaba a inyectarse dulcemente en los músculos de mi cuerpo: se acercaba el momento de la siesta pero, en lugar de dormir un par de horas en el sofá antes de volver a la tienda, tenía que mantenerme despierta para conectarme al IRC. ¿No podría Roi haberme citado por la tarde o por la noche, cuando mi cerebro estaba en plenitud de facultades…? Pero no tenía otra alternativa: la disciplina y el funcionamiento riguroso eran cruciales para la seguridad, y si Roi me había citado a las cuatro de la tarde, a esa hora yo debía establecer comunicación pasara lo que pasara y costase lo que costase. En caso contrario, él desmantelaría el Grupo antes de una hora.
Así que a las cuatro menos cinco estaba sentada de nuevo frente al ordenador, con otra taza de café junto al teclado y un cigarrillo nervioso entre los dedos, conectando con mi servidor de Internet y cargando el programa para acceder al IRC. Una vez que el servidor me dio paso, entré en la red a través de Noruega, por Undernet-Oslo, y redireccioné por Toronto, Canadá., y luego por Auckland, Nueva Zelanda, cambiando de identificación para eludir posibles rastreos. Convenientemente camuflada, solicité una lista de canales abiertos y, en la interminable serie de nombres que aparecieron en mi pantalla por orden alfabético, encontré #Chess con facilidad. Pinchando dos veces sobre él con el botón izquierdo del ratón, entré en una sala blanca y vacía, en el centro de la cual un recuadro parpadeante me pedía la contraseña de acceso (el password o pass). Tecleé «Golem», pulsé intro, y la imagen cambió: la sala blanca y vacía se llenó de líneas de colores que ascendían por mi pantalla con mensajes de bienvenida en los seis idiomas de los integrantes del Grupo de Ajedrez: en francés por Roi -el Rey-, que ya estaba presente, en italiano por Donna -la Dama-, en alemán por Láufer -el Alfil-, en inglés por Rook -la Torre-, en portugués por Cávalo -el Caballo- y en español por mí, Ana… el humilde Peón.
– Hola, Peón.
– Hola, Roi -escribí velozmente en francés.
– Te habrá sorprendido esta reunión urgente…
– Puedes apostar lo que quieras a que sí. En ese momento entró Cávalo en el canal.
– Hola a todos -escribió en inglés.
– Hola, Cávalo.
Volvieron a pitar mis altavoces. Donna y Rook hicieron su entrada, uno detrás de la otra.
– Saludos a todos -dijo Donna.
– Lo mismo -añadió Rook-. Veo que sólo falta Láufer.
– Para variar -dijo Cávalo.
– No tardará. En cuanto llegue os explicaré por qué os he convocado de esta forma tan inusual.
– Espero que valga la pena, Roi, porque tenía una comida de trabajo importantísima en Nápoles y la he cancelado por culpa de tu e-mail -escribió Donna con evidente mal humor. Donna, o mejor, Julia Volontieri, era la importante propietaria de una empresa de conservación y restauración de arte y antigüedades especializada en el desarrollo de proyectos para las administraciones públicas italianas y para el Vaticano. El personal a su servicio, experto en la restauración de retablos, esculturas policromadas, tablas y lienzos, se formaba en el taller-escuela de la propia Julia, en cuyos laboratorios de Roma se llevaban a cabo, utilizando las más complejas y modernas tecnologías, las falsificaciones utilizadas por el Grupo de Ajedrez para encubrir los robos. Nunca había tenido ocasión de tratarla en persona, pero Roi aseguraba que, incluso a los cincuenta años, era una de las mujeres más atractivas y fascinantes que había conocido en su vida.
– Todos teníamos cosas importantes que hacer, Donna -dije yo recordando mi siesta.
– Querida Donna -apuntó Cávalo con evidente sorna-, tú siempre tan ocupada y tan diligente.
– Y tú, mi estimado Cávalo -le respondió ella-, siempre tan amable.
Cávalo, cuyo verdadero nombre era José da Costa-Reis, era el propietario de una importante ourivesaria en la elegante rúa Passos Manuel de Oporto, fundada por su abuelo poco después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre -el primer Cávalo-, joyero también y restaurador de relojes y joyas antiguas, fundó, por afición, el Grupo de Xadrez do Porto y, cuando Roi y él decidieron unirse para llevar a cabo ciertas actividades no demasiado limpias, éste fue el nombre que les pareció más oportuno para encubrirlas. El padre de José murió casi al mismo tiempo que él mío, también de un ataque al corazón, y ambos heredamos simultáneamente tanto los negocios familiares como las posiciones en el Grupo.
– ¡HOLA A TODOS!.
El genio informático acababa de hacer su entrada en el canal y, para que a nadie le pasara inadvertido tal acontecimiento, Láufer, además de utilizar las mayúsculas (equivalente a los gritos en cualquier conversación hablada), hizo correr por nuestras pantallas una serie de dibujos a todo color en los que se veían caras sonrientes, dragones humeantes, flores y algún que otro desnudo femenino de corte moderado; la experiencia le había demostrado que Donna y yo podíamos montar en cólera si se pasaba con sus exhibiciones machistas. Las tonterías de Láufer siempre eran coreadas por el bobo de Rook, y los dos juntos podían llegar a resultar, a veces, insoportables.
– ¡Ya era hora, muchacho! -escribió su compinche en tono alegre.
– ¡HEY, ROOK.! ¿CÓMO VAN ESAS FINANZAS?
– Por favor, Láufer, utiliza las minúsculas -pidió Roi.
– NO PUEDO, TENGO EL TECLADO ESTROPEADO.
– Siempre pone la misma excusa…
– NO SÉ POR QUÉ DICES ESO, DONNA.
– ¿Será porque te amo?
– ¡LO SABÍA, LO SABÍA! ¡HEY,ROOK! ¿QUÉ TE PARECE, AMIGO?
– Láufer, por favor -interrumpió Roi-. Tenemos trabajo.
– ESTÁ BIEN. ME CALLARÉ.
– Roi, empieza ya porque el tiempo corre -atajé para impedir la más que probable respuesta desagradable de Donna.
– Tenemos una oferta interesante -empezó Roi. Afortunadamente, su velocidad escribiendo con el ordenador era comparable a la de una buena taquimeca-. Muy interesante, diría yo, y por eso os he convocado. A través de los cauces habituales, un coleccionista llamado Vladimir Melentiev nos ha pedido que recuperemos un lienzo del pintor ruso Ilia Krilov que se encuentra actualmente en Alemania. La obra está valorada en unos treinta y cinco mil dólares y él está dispuesto a pagar el precio que pidamos por obtenerla. Sea cual sea, me ha insistido.
– ¿Lo que le pidamos? -se interesó Rook, que era el economista del Grupo.
– Te aseguro que no va a regatear ni a discutir la suma.
– Eso me huele mal… -apuntó Cávalo-. Rook, saca las cuentas. Si no me equivoco, a ese tal Vladimir le va a costar mucho más caro patrocinar esta operación que comprar el cuadro.
– El propietario no quiere venderlo.
– A ver… Déjame calcular. Al cambio actual de divisas, treinta y cinco mil dólares norteamericanos son, aproximadamente… veintiuna mil libras inglesas, cincuenta y nueve mil marcos alemanes, ciento noventa y siete mil francos franceses, cincuenta y ocho millones de liras italianas, unos seis millones de escudos portugueses y unos cinco millones de pesetas españolas… Me parece que Krilov es un pintor escasamente cotizado en el mercado.
– No sé nada acerca de él -manifestó Donna-. Debe ser posterior a rnil ochocientos.
– En efecto, es de finales del XIX y principios del XX -informé yo-. Lo sé porque, preparando mi último viaje, leí en alguna parte que Krilov había empezado su carrera como pintor de iconos y que la mayor parte de su obra o, al menos, la más famosa, se encuentra en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo.
– ATENCIÓN -gritó Láufer-.SEGÚN LAS BASES