El domingo a última hora empecé a organizar mi parte del trabajo. Las fotografías de la pintura de Krilov llegaron a media tarde. Estudié cuidadosamente las imágenes y saqué varias impresiones de alta calidad para conocer mejor aquella obra meritoria aunque lejana a la genialidad: tres generaciones de pobres mujiks (un anciano, dos hombres de mediana edad y tres niños pequeños), sentados lóbregamente alrededor de una mesa miserable, miraban al espectador directamente a los ojos. El rostro del viejo evocaba el cansancio de la ruda realidad del campesino ruso de principios de siglo. Una marmita vacía hablaba del hambre, y un gato rechoncho, mucho mejor alimentado que la familia, de las ratas que debían poblar aquella humilde vivienda, apenas caldeada por un fuego tacaño que ardía a la derecha de la escena.

Según los datos, las dimensiones de la pintura eran de 1,13 x 1,59 metros, lo que implicaba, para mí, cierta incomodidad a la hora de trabajar. Presentaba la peculiaridad, además, de tener la tela sujeta al bastidor por unos curiosos clavos numerados producidos en Rusia a principios de siglo, clavos que Donna estaba intentando desesperadamente encontrar por si se me rompía alguno du rante el proceso de desprender el lienzo para sustituirlo por la copia. Pero, al margen de estos dos pequeños detalles, la obra no hacía presagiar grandes problemas para su manipulación y falsificación: el examen pigmentográfico realizado con el microscopio electrónico había revelado que los colores utilizados por Krilov eran todos de producción industrial (el blanco, por ejemplo, era vulgar óxido de titanio), caracterizados por un grano de pequeñísimas dimensiones en comparación con el grano de los pigmentos antiguos, que se molían a mano y que, por lo tanto, presentaban un nivel muy alto de impurezas. El lienzo ni siquiera exhibía un suave craquelado en las zonas más cercanas al soporte, como es normal en las pinturas con ochenta o cien años de antigüedad, posiblemente porque, con arreglo a las notas enviadas por Cávalo, Krilov preparaba las telas utilizando una finísima imprimación blanca de yeso y cola, muy disuelta en agua para mantener la buena elasticidad de los tejidos fabricados en los telares mecánicos modernos.

En cuanto a la ubicación actual del cuadro, había que remitirse a los abultados, farragosos y estomagantes informes de Láufer, cuyo concepto de información útil estaba francamente distorsionado. Cualquier documento que contuviese, aunque fuera de pasada o como referencia, el apellido Hubner, había sido considerado digno de traspasar el filtro y de ser estudiado y, como no había contraseña ni protección en el mundo que se le resistiese, mi ordenador comenzó a llenarse de memorándums, notas internas, datos de producción de galletas y panes, listas de ejecutivos, facturación de filiales, expedientes de regulación de empleo, índices históricos bursátiles y un largo etcétera de cosas semejantes. A punto estuve de quedarme sin memoria en el disco duro por culpa de aquel idiota sin criterio. Pero, por fortuna, no hay mal que cien años dure y, poco después, Láufer anunció (a gritos) que había empezado a funcionar el troyano enviado por él al ordenador personal de Helmut Hubner. Se trataba, al parecer, de un sofisticado back-orífice, un programilla informático parecido a un virus, que le permitía el libre y secreto acceso a la máquina del magnate, siempre que ésta, claro, estuviera conectada. Y como Hubner no apagaba nunca su equipo, Láufer no encontró ningún problema para escudriñar los secretos más íntimos del coleccionista.

El cuadro de Krilov se encontraba en el castillo de Kunst, a orillas del lago Constanza, en el estado de Baden-Württemberg, al sudoeste de Alemania. Parte de la rica Pinakothek de Hubner había sido trasladada a las galerías de este castillo en 1985, una vez culminadas las impresionantes obras de rehabilitación emprendidas por el empresario para convertir este edificio defensivo del siglo xiv en una de sus residencias habituales. Al menos durante tres meses al año se le podía encontrar en Kunst, generalmente en abril, mayo y junio, y luego se trasladaba a su finca de Mallorca hasta la Navidad. Láufer no tardó en enviarme una soberbia colección de fotografías del castillo hechas con un potente teleobjetivo desde puntos de observación diferentes. Lo primero que llamó mi atención fue que estaba construido dentro del lago y lIñTao£i tierra firme por un puente de madera de unos diez metros de largo. La idea del constructor medieval no había sido mala en absoluto, pues las aguas le servían de foso natural y el puente podía ser retirado o destruido en caso de asalto. La muralla de piedra, de planta hexagonal, estaba jalonada por dos atalayas y cuatro torres de flanqueo de bases gruesas y laterales curvos, salpicadas por estrechas aspilleras ojivales que dejaban pasar la luz al interior y que en su día permitieron los disparos de los arqueros. La altura del muro era de unos doce metros y culminaba en unas almenas que sobresalían al exterior para dificultar la escalada del enemigo.

Los planos técnicos me llegaron un poco más tarde porque Láufer tuvo ciertas dificultades para averiguar el nombre del arquitecto que había dirigido las obras de rehabilitación. En realidad, se habían respetado la forma y el aspecto primitivos de la fortaleza (sólo se habían añadido una pequeña piscina en la parte posterior y un aparcamiento para coches en torno al viejo pozo), realizándose las mayores reformas en el interior de la torre del homenaje, que había vuelto a ser, como en el pasado, la morada del castellano. De planta cuadrada y gruesos muros de tres metros de espesor, la torre tenía un sótano y cinco pisos, el primero de los cuales estaba destinado a la cocina y al personal de servicio; los tres siguientes eran la vivienda propiamente dicha, con sus aposentos, comedores y salas (había incluso una biblioteca y una capilla privada); y, por fin, en la última planta, se encontraba la pinacoteca de Hubner. La espiral de escaleras de piedra adosadas al muro había sido reforzada con un pequeño ascensor central que atravesaba los suelos de madera.

En cuanto al personal de servicio que trabajaba en Kunst, Láufer descubrió el pago de sus nóminas en una cuenta bancaria a nombre de una de las muchas empresas de Hubner. El señor y la señora Seitenberg, mayordomo y ama de llaves respectivamente, eran los encargados del castillo durante todo el año y tenían su hogar en la primera planta. Sus vecinos más cercanos eran dos enormes rottweilers cuya caseta estaba pegada al muro occidental. Además, todas las mañanas acudían desde el pueblo un viejo jardinero y una asistenta (cosa que Láufer pudo comprobar personalmente durante sus ratos de observación). Era de suponer que durante los tres meses anuales que Hubner residía allí, el número de criados aumentara, pero sus nóminas no aparecieron entre los gastos del castillo.

Un poco más difícil fue dar con la empresa encargada de montar el sistema de seguridad. Tras arduas investigaciones resultó ser la internacional White Knight Co., una vieja conocida cuyos métodos tradicionales de trabajo no me quitaron el sueño. Un par de días más tarde, Láufer disponía de la red de circuitos de alarma, incluidos modelos y series.

La historia del cuadro investigada por Roi resultó bastante más interesante. Por las referencias y notas encontradas en revistas especializadas, en libros de arte e historia y en las fichas científicas de algunos galeristas y coleccionistas amigos suyos, supimos que la obra, tras permanecer por más de veinte años en el Museo Estatal Ruso de Leningrado (actual San Petersburgo), fue robada y trasladada a la ciudad prusiana de Kónigsberg (actual Kaliningrado) en octubre de 1941, durante la invasión de la Unión Soviética por parte del ejército alemán. Los nazis habían constituido dos comandos de tropas especiales dedicados al saqueo sistemático de objetos de valor artístico: el Künstberg, a las órdenes de Joachim von Ribbentrop, ministro de Exteriores de Hitler, y el Rosenberg, a las órdenes de Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios Ocupados del Este de Europa. Ambos comandos tenían la orden de poner «fuera de peligro» las obras de arte de los museos de Leningrado y Moscú, llevándolas, naturalmente, a Alemania.


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