– Ya lo tengo todo preparado. En cuanto me entregues el… diseño, volveré a casa y haré el equipaje.

José dirigió la mirada hacia una esquina del techo y la volvió a bajar rápidamente.

– ¡Ah, el diseño! -exclamó-. ¡Pues es verdad! Nos lo hemos dejado olvidado en el coche, ¿verdad, Amalia?

– Sí, papá.

– Es que veníamos hablando y… Luego te lo doy, antes de irnos. Hay que reconocer que Donna ha hecho un trabajo excepcional. Dentro del tubo tienes también una bolsita con dos clavos numerados.

– ¡Ah, estupendo! -exclamé, sin poder borrar el espasmo de mi cara. ¿Se me quedaría así para siempre, deformándome hasta el día de mi muerte por culpa del inconsciente de Cávalo? En cuanto llegase a Ávila esa noche, hablaría seriamente con Roí.

– ¿ Cómo lo vas a hacer? -me preguntó mientras se encendía un cigarrillo y exhalaba el humo por la nariz y la boca al mismo tiempo. ¿Por qué demonios era tan atractivo? y, sobre todo, ¿por qué demonios me hacía preguntas tan comprometidas?

– Seguiré mi método habitual -repuse tragando un pedacito de pan tostado con paté-: el camino más corto, más seguro y más lógico. Siempre me ha dado buen resultado, ya lo sabes.

– No hay duda de que conoces muy bien tu trabajo. Sin embargo, te encuentro un poco fatigada -murmuró, examinándome con preocupación-. ¿No has descansado del viaje a Rusia?

– Me canso mucho en cada… negociación, pero me recupero pronto con los guisos de Ezequiela. Lo que pasa es que, esta vez, no he tenido tiempo. Ha sido todo muy rápido.

– En eso tienes razón -asintió, con gesto pesaroso. Amalia, mientras tanto, nos miraba alternativamente a uno y a otro, escuchando con sumo interés.

La conversación prosiguió en el mismo tono superficial y vano durante el resto de la comida, pero es que resultaba completamente imposible hablar de otras cosas delante de la niña. Jamás he conocido a un hombre más embobado con su hija que Cávalo. Aunque, pensándolo mejor, mi padre no le iba a la zaga: también él me había llevado a reuniones con Roí en las cuales se hablaba de cosas que yo no comprendía en absoluto. También mi padre había actuado conmigo como ahora lo hacía José con Amalia. Terminado el almuerzo salimos de la posada y dimos un tranquilo paseo por el pueblo, completamente desierto a esas tempranas horas de la tarde. Parecíamos una pequeña familia realizando una excursión de fin de semana. Por fortuna, José había tenido la precaución de aparcar su coche lejos de las posibles miradas curiosas, en una zona deshabitada junto a un pequeño puente romano. Cuando llegamos, abrió el maletero y sacó el portalienzos, que depositó en mis manos como si se tratara de un hijo. Intercambiamos una mirada de inteligencia y yo me colgué el tubo en bandolera, tal y como lo llevaría en el momento de realizar la operación.

– Amalia y yo tenemos que pedirte un pequeño favor, Ana -me dijo Cávalo con cierta timidez.

– ¿Amalia y tú…? Bien, pues vosotros diréis -repuse con una breve sonrisa.

– ¿Te molestaría traernos un diminuto paquete desde Alemania? Es un encargo muy especial que le hice a Heinz -Heinz, Heinz Kemmler, era el nombre real de nuestro querido Láufer, con quien yo iba a tener el enorme placer de encontrarme esa misma semana.

– Claro que no me importa -exclamé sincera, y en ese mismo instante me arrepentí. ¿Y si era un paquete pesado o que llamaba mucho la atención? José leyó mi pensamiento.,

– Se trata de un pequeño cachivache, muy ligero, que no te molestará en absoluto. Amalia y yo somos unos apasionados de los ingenios mecánicos antiguos. Tenemos una magnífica colección de juguetes animados: bailarínas, norias, payasos, animales… ¿Verdad, Amalia?

– Sí, papá.

– Le pedí a Heinz que comprara en mi nombre un Márklin de 1890 que salió a subasta hace algunas semanas en Bonn. ¡Una maravilla! ¡Una joya que no tiene precio! Se trata de una muñequita de hojalata, pintada a mano, que se desliza por una pista nevada.

Como buen joyero-relojero, José había heredado de su padre y de su abuelo el gusto por las maquinarias complicadas. Por lo que yo sabía, uno de sus pasatiempos predilectos, además del ajedrez, era la restauración de viejos relojes. Imaginarlo trabajando, concentrado, sobre un mecanismo basado en el perfecto funcionamiento y la sincronización de centenares de minúsculas piezas, alteraba notoriamente mis hormonas. Era uno de los hombres más inteligentes que había conocido en mi vida.

Amalia susurró unas palabras en portugués.

– ¿ Qué ha dicho? -pregunté, desconcertada.

– Ha dicho que funciona con un dispositivo de resorte.

Así pues, la hija había heredado la afición y, probablemente, la capacidad de tres generaciones de afamados relojeros. Empezaba a entender por qué su padre había dicho que era la chica más lista del mundo.

José se había vuelto para mirar a su hija con gesto serio.

– ¡Amalia, te dije que hablaras en castellano cuando estuviéramos con Ana!

– Lo siento -murmuró la niña con cara de fastidio.

– Habla perfectamente el castellano, pero le da vergüenza.

– Bueno, no pasa nada -concedí-. Y tranquilos: traeré vuestro juguete con sumo cuidado desde Alemania, os lo prometo. Ya me dirás, José, cómo quieres que te lo entregue.

– Gracias, Ana, te debo una. Que tengas mucha suerte. En serio. Y saluda de mi parte a ese tonto de Heinz -indicó alegremente, despidiéndose, el que pudo haber sido el hombre de mi vida. Luego, dando un suspiro, apoyó la mano en el hombro de Amalia y la empujó suavemente hacia el interior del vehículo. De repente me sentí bastante mayor y amargada.

«Nos pones innecesariamente en peligro, Ana -había exclamado el exigente príncipe Philibert durante su última visita a la finca, años atrás-. Deja de tontear con Cávalo cada vez que entramos en el IRC. ¿Acaso no hay más hombres en el mundo? Cuanto menores sean los contactos entre nosotros, más seguros estaremos.» Tanto me acobardó, que todavía me parecía estar viendo sus ojos grises, furibundos, cubiertos por las erizadas cejas blancas.

Los vi alejarse y proseguí yo sola el paseo hasta mi coche. Sola, me dije, ahora ya estaba sola por completo. La Operación Krilov era enteramente mía.

Por cierto, mientras cruzaba la muralla aquella tarde, la radio anunció la victoria del socialdemócrata Schróder y de sus aliados, los Verdes. Alemania comenzaba una nueva etapa en su ya larga y extraña historia.

El aeropuerto internacional de Zúrich, en Suiza, quedaba mucho más cerca de Baden-Württemberg que el aeropuerto de Stuttgart, capital del estado, así que Roí me había reservado vuelo en el avión que salía a las cuatro de la tarde de París-Orly con destino al centro financiero más próspero del mundo. Apenas una hora después estaba sentada en el espléndido Mercedes de Láufer, que corría a toda velocidad por la autopista NI en dirección a Gossau y la frontera alemana.

Láufer -o Heinz- era la simbiosis perfecta de dos naturalezas contrapuestas, como si existieran dos hombres distintos dentro de él: uno, cercano a los cuarenta años, apuesto, encantador, responsable e inteligente, y otro, en plena adolescencia, gamberro, temerario y petrificado en una suerte de eterna y falsa juventud, con su greñuda melena rubia, su cazadora de cuero negro, sus deportivas viejas y sus vaqueros gastados. Hacía ostentación de riqueza en las cosas exteriores (el Mercedes-Benz, el móvil Iridium, el increíble ramo de flores que me entregó cuando descendí del avión, etc.), pero luego exhibía una profunda campechanía en sus gustos personales:

– Móchten Sie etwas trinken? [5] -le preguntó el camarero del bar en el que paramos a cenar apenas cruzada la frontera, ¡a las cinco y media de la tarde!

– Ein Pils, bitte.

Y se bebió de un solo trago la enorme jarra de medio litro que le pusieron delante. Yo apenas pude con el amargo sabor de esa cerveza dorada y de espuma cremosa que tanto gusta a los camioneros alemanes.

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[5] ¿Qué desea beber?

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[6] Una cerveza, por favor.


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