– ¡España!… ¡Santiago!… ¡España!
Tremolaban a nuestra espalda, detrás de las picas, las cruces de San Andrés acribilladas de balas. Los holandeses ya estaban allí mismo, alud de ojos espantados o terribles, rostros sangrantes, gritos, corazas, morriones, aceros; herejes grandes, rubios y muy valerosos que amagaban con picas y alabardas procurando clavárnoslas, o nos acometían espada en mano. Vi cómo Alatriste y Copons, hombro con hombro, tiraban los arcabuces al suelo y desenvainaban toledanas, afirmando bien los pies. También vi entrarse las picas holandesas por nuestras filas y sus moharras herir y mutilar, revolviéndose tintas en sangre; y a Diego Alatriste tirando tajosy cuchilladas entre las largas varas de fresno. Agarré una que pasóme cerca, y un español que estaba a mi lado le metió la herreruza por la garganta al holandés que la sostenía al otro extremo, hasta que la sangre, chorreando por el asta, me llegó a las manos. Cerraban ya las picas españolas en nuestro socorro, tendiéndose desde atrás para ofender a los holandeses por encima de nuestros hombros y en los huecos dejados por los muertos; todo era un laberinto de lanzas trabadas unas con otras, y entre ellas arreciaba la carnicería.
Fuíme hacia Alatriste, abriéndome paso a empujones entre los camaradas, y cuando un holandés se le entró por los filos de la espada y vino a dar a sus pies, trabándoselos con los brazos en un intento de derribarlo también, grité sin oír mi propia voz, desenvainé la daga y me llegué a él como un rayo, resuelto a defender a mi amo así me hicieran pedazos. Ofuscado por aquella locura caíle encima al hereje con una mano sobre su cara y apretándole la cabeza contra el suelo, mientras Alatriste se desembarazaba de él a patadas y volvía a pasarle el cuerpo con su espada un par de veces, desde arriba. Revolvíase el holandés sin terminar de irse por la posta. Era hombre vigoroso, ya hecho; sangraba como toro de Jarama bien picado, por narices y boca, y recuerdo el tacto pegajoso de su sangre, roja y sucia de pólvora y tierra en la cara blanca y llena de pecas, cubierta de cerdas rubias. Se debatía sin resignarse a morir, el hideputa, y yo me debatía con él. Teniéndolo siempre sujeto con la zurda, afirmé bien la daga de misericordia en la diestra y dile tres lindas puñaladas con mucho brío en las costillas; pero apechugaba tan de cerca que las tres resbalaron sobre el coleto de cuero que le protegía el torso. Sintió los golpes, pues vi sus ojos muy abiertos, y soltó al fin las piernas de mi amo para protegerse la cara, cual si temiera fuese a herirlo allí, al tiempo que exhalaba un gemido. Yo estaba ciego al mismo tiempo de pavor y de furia, descompuesto por aquel maldito que tan tozudamente se negaba a ser despachado. Entonces le puse la punta de la daga entre las presillas del coleto -«Nee… Srinden… Nee!», murmuraba el hereje- y apoyé con todo el peso de mi cuerpo; y en menos de un avemaría tuvo un último vómito de sangre, puso los ojos en blanco y quedóse tan quieto como si no hubiera vivido nunca.
– ¡España!… ¡Se retiran!… ¡España!
Retrocedían las maltrechas filas de holandeses, pisoteando cadáveres de sus camaradas y dejando la hierba bien sazonada de muertos. Unos pocos españoles bisoños hacían amago de perseguirlos, pero la mayor parte de los soldados se mantuvieron donde estaban: los del tercio de Cartagena eran casi todos soldados viejos; demasiado como para correr desbaratando las filas, a riesgo de caer en un ataque de flanco o una emboscada. Yo sentí que la mano de Alatriste me agarraba por el cuello del jubón, dándome vuelta para ver si estaba ileso, y al levantar el rostro hallé sus iris glaucos. Luego, sin un gesto de más ni una palabra, me apartó del holandés fiambre echándome hacia atrás. El brazo con que sostenía su espada parecióme cansado, exhausto, cuando lo alzó para envainarla después de limpiar la hoja en el coleto del muerto. Tenía sangre en la cara, en las manos y en la ropa; pero ninguna era suya. Miré alrededor. Sebastián Copons, que buscaba su arcabuz entre un montón de cadáveres españoles y holandeses, sí sangraba de la propia por una brecha abierta en la sien.
– Cagüenlostia -decía aturdido el aragonés, tocándose dos pulgadas de cuero cabelludo que le colgaban sobre la oreja izquierda.
Se levantaba el tasajo con el pulgar y el índice ennegrecidos de sangre y pólvora, sin saber muy bien qué hacer con aquello. De modo que Alatriste sacó un lienzo limpio de la faltriquera, y, tras ponerle como pudo la piel en su sitio, anudóselo en torno a la cabeza.
– Casi me avían esos gabachos, Diego.
– Será otro día.
Copons se encogió de hombros.
– Será.
Me incorporé tambaleante, mientras los soldados rehacían las hiladas, empujando afuera los cadáveres holandeses. Algunos aprovecharon para registrarlos muy por encima, despojándolos de cuanto botín les encontraban. Vi a Garrote usar la vizcaína sin el menor empacho para cortar dedos, embolsándose anillos, y a Mendieta procurarse un arcabuz nuevo.
– ¡Cerrad filas! -bramó el capitán Bragado.
Los escuadrones holandeses volvían a formarse con tropas de refresco a cien pasos, y entre ellos brillaban los petos de su caballería. Así que nuestros soldados dejaron el despojo para luego y se alinearon de nuevo tocándose con los codos, mientras los heridos gateaban hacia atrás, saliéndose como podían de la línea. Fue necesario apartar también los muertos españoles para restablecer en su sitio la formación: el tercio no había retrocedido un palmo de terreno.
De ese modo pasamos entretenidos la mañana y nos entramos en el mediodía, aguantando cargas holandesas a pie quedo, apellidando Santiago y España cuando se nos venían muy encima, retirando a nuestros muertos y vendando sobre el terreno nuestras heridas hasta que los herejes, ciertos de que aquella muralla de hombres impasibles no pensaba moverse de su sitio en toda la jornada, empezaron a cargarnos con menos entusiasmo. Yo había agotado mi provisión de pólvora y balas, y pasaba el tiempo registrando cadáveres por hacer requisa. Algunas veces, aprovechando que los holandeses estaban más lejos entre asalto y asalto, adelantábame buen trecho a campo raso para proveerme en los despojos de sus propios arcabuceros, y varias hube de regresar corriendo como una liebre, con sus mosquetazos zurreándome las orejas. También agoté el agua con que socorría a mi amo y a sus camaradas -la guerra da una sed de mil diablos- e hice no pocos viajes al canal que teníamos a la espalda; un camino poco grato, pues estaba sembrado de todos nuestros heridos y moribundos que habíanse retirado, y aquello era desfilar por un muy triste escenario, horribles heridas, mutilaciones, muñones sangrantes, lamentos en todas las lenguas de España, estertores de agonía, plegarias, blasfemias, y latines del capellán Salanueva, que iba y venía con la mano cansada de repartir extremaunciones que, agotados los óleos, daba con saliva. Que los menguados que hablan de la gloria de la guerra y las batallas deberían recordar las palabras del marqués de Pescara: «Que Dios me dé cien años de guerra y no un día de batalla», o darse paseos como el que yo me di aquella mañana para conocer la verdadera trastienda, la tramoya del espectáculo de las banderas, las trompetas, y los discursos inventados por bellacos y valentones de retaguardia; esos que salen de perfil en las monedas y en las estatuas sin haber oído jamás zumbar una bala, ni visto morir a los camaradas, ni mancharon nunca sus manos con sangre de un enemigo, ni corrieron nunca peligro de que les volaran los aparejos de un escopetazo en las ingles.
Aprovechaba yo mis idas y venidas al canal para echar vistazos al camino que venía del molino Ruyter y de Oudkerk, por si llegaba el socorro, pero siempre encontraba el camino vacío. Eso me permitía también abarcar la extensión del campo de batalla, con los holandeses enfrente y los dos tercios cerrándoles el paso a ambos lados del camino, el español a mi izquierda y el de Soest a la diestra. Todo era infinidad de destellos de acero, fogonazos de mosquetería, humo de pólvora y banderas entre tupidos bosques de picas. Hacían muy bien su deber nuestros camaradas valones, pero lo cierto es que llevaban la peor parte, estrechados muy de cerca por la arcabucería hereje y agrias cargas de caballos corazas. Cada vez, después de rechazar un nuevo asalto, se levantaban menos picas en el escuadrón; y aunque los de Soest eran gente de mucha honra y vergüenza, empezaban a debilitarse sin remedio. El mal lance era que si ellos se iban abajo, los holandeses podían adelantarse por su terreno para ganar espaldas al tercio de Cartagena, flanqueándolo y estorbándolo mucho, y el molino Ruyter y el camino a Oudkerk y Breda estarían perdidos. Regresé a mi tercio con esa inquietud en el ánimo, y no me alentó pasar junto a nuestro maestre de campo, que con sus oficiales y entretenidos estaba a caballo en el centro del escuadrón. Un golpe de mosquete holandés se le había demorado en la coraza por venir cansado de lejos, haciéndole muy linda abolladura en el peto repujado milanés; pero amén de eso nuestro coronel parecía con buena salud, a diferencia de su corneta mayor, a quien habían matado de un tiro en la boca y ahora estaba en el suelo, a los pies de los caballos, sin que a nadie se le diera una higa. Vi que don Pedro de la Daga y su plana mayor observaban, ceños fruncidos, las castigadas filas de los valones. Hasta yo mismo, en mi bisoñez, comprendía que si se venían abajo los de Soest, los españoles, sin caballería que nos abrigase no tendríamos otra que retroceder hacia el molino Ruyter para no ser flanqueados; con el ruin efecto que ver al tercio retirarse podía acarrear en tal lance. Que una cosa es el respeto y temor del enemigo cuando topa con un muro de hombres resueltos, y otra ver que éstos buscan menos reñir que su salud, aunque lo hagan despacio y sin perder las maneras. Y más en un tiempo en que los españoles teníamos tanta fama de crueldad en los asaltos como de orgullo e impavidez a la hora de morir, sin que hasta entonces casi nadie nos hubiese visto la color de las espaldas ni en pintura; con lo que valían parejas nuestras picas y nuestra reputación.