VII. EL ASEDIO.
De Íñigo Balboa a don Francisco de Quevedo Villegas. A su atención en la Taberna del Turco. En la calle de Toledo, junto a la Puerta Cerrada de Madrid.
Querido don Francisco:
Escribo a vuestra merced por deseo del capitán Alatriste, para que veáis, dice, los progresos que hago en la escritura. Excusad por tanto las faltas. Os diré que sigo adelante con mis lecturas, en lo posíble, y aprovecho para practicar buena letra cuando tengo ocasión. En ratos de ocio, que en la vida del mochilero y en la del soldadoson tantos o más que los otros, aprendo del padre Salanueva las declinaciones y los verbos en latín. El padre Salanueva es capellán de nuestro tercio, y en palabras de los soldados dista muchas leguas de ser un santo varón; pero tiene cuentas pendientes con mi amo o le debe favores. El caso es que me trata con afición y dedica el tiempo que está sobrio (es de los que beben más que consagran) a mejorar mi educación con ayuda de unos Comentarios de César y libros religiosos como el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y hablando de libros, debo agradecer a vuestra merced el envío de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, segunda parte de El ingenioso hidalgo, que estoy leyendo con tanto gusto y aprovechamiento como la primera.
En cuanto a nuestra vida en Flandes, sabrá v.m. que ha experimentado algún cambio en los últimos tiempos. Con el invierno se acabó también el estar de guarnición a lo largo del canal Ooster. El tercio viejo de Cartagena se encuentra ahora bajo los mismos muros de Breda, participando en el asedio. Es vida dura, pues los holandeses están muy gentilmente fortificados, y todo es zapa y contrazapa, mina y contramina, trinchera y contratrinchera, de modo que nuestras fatigas se asemejan más a las de topos que a las de soldados. Eso causa incomodidades, suciedad tierra y piojos a más no poder. Es además trabajo muy expuesto por las salidas y ataques que hacen desde la plaza y el fuego constante de arcabucería. Las murallas de la villa no son de ladrillo sino de tierra. Eso dificulta hacer escarpa para el asalto con el batir de nuestra artillería. Se sustentan con quince baluartes bien protegidos y fosos con catorce revellines, tan bien concertado todo que murallas, baluartes, revellines, reparos y fosos se defienden unos a otros con tanta fortuna que cada aproximación de los nuestros es dificultosa y cuesta trabajos y vidas. Defiende la ciudad el holandés Justino de Nassau, pariente del otro Nassau. Y cuéntase que tiene dentro franceses y valones en la puerta de Ginneken, ingleses en la de Bolduque y flamencos y escoceses en la de Amberes. Todos ellos pláticos en cosas de la guerra, de manera que no es posible tomar la villa por asalto. De ahí la necesidad del cerco paciente que, con mucho esfuerzo y sacrificio, mantiene nuestro general don Ambrosio Spínola con quince tercios de naciones católicas. Son entre ellos los españoles, como suelen, el menor número, pero también los que se emplean siempre en las tareas de peligro que requieren gente plática y disciplinada.
Maravillaría a vuestra merced ver con sus ojos las obras de asedio y la invención con que éstas han sido hechas. Seguro que son asombro de la Europa entera, pues cada aldea y fuerte alrededor de la villa están unidas por trincheras y baluartes, para impedir las salidas de los sitiados y para evitar les venga socorro de afuera. En nuestro campo hay semanas enteras que se usan más el pico y la zapa que la pica y el arcabuz.
El país es llano, con prados y árboles, escaso de vino, con agua mala y doliente, y se ve muy ruín y desprovisto por la guerra, de modo que el bastimento escasea. Cuesta una medida de trigo ocho florines, cuando se la encuentra. Hasta la simiente de nabos está por las nubes. Los villanos y vivanderos de los pueblos cercanos no osan, si no es a hurtadillas, traer cosa alguna a nuestro campo. Algunos soldados españoles, que tienen en menos la reputación que el hambre, comen la carne de los caballos muertos, que es miserable alimento. Los mochileros salimos a forrajear a veces muy lejos y hasta en tierras enemigas, expuestos a la caballería hereje, que a veces nos coge a la gente derramada o nos acuchilla muy a su gusto. Yo mismo heme visto no pocas veces fiando mi salud a la velocidad de mis piernas. La carestía es grande, como digo, tanto en nuestras trincheros como dentro de la ciudad. Eso juega en nuestro beneficio y en el de la verdadera religión, pues franceses, ingleses escoceses y flamencos de los que guarnecen la villa, acostumbrados a vida de más deleite, sufren peor el hambre y las privaciones que los de nuestro campo, y en especial que los españoles. Que aquí es casi toda gente vieja muy hecha a sufir en España y a pelear fuera de ella, sin otro socorro que un mendrugo de pan duro y un poco de agua o vino para ir tirando.
En cuanto a nuestra salud, yo estoy bien. Mañana cumplo quince años y he crecido algunas pulgadas más. El capitán Alatriste sigue como siempre, con pocas carnes en el cuerpo y pocas palabras en la boca. Pero las privaciones no parecen afectarlo demasiado. Tal vez porque, como él dice (torciendo el bigote en una de esas muecas suyas que podrían tomarse por una sonrisa), anduvo escaso la mayor parte de su vida, y a todo se hace hábito el soldado, y en especial a la miseria. Ya sabés que es hombre poco dado a tomar la pluma y a escribir cartas. Pero me encarga os diga que agradece las vuestras. También me encarece os salude con todas su consideración y todo su afecto. También que transmitáis lo mismo a los amigos de la taberna del Turco y a la Lebrijana.
Y una última cosa. Sé por el capitán que v.m. frecuenta Palacio en los últimos tiempos. En ese caso, es posible que alguna vez encuentre a una niña, o jovencita, llamada Angélica de Alquézar, que sin duda ya conoce. Era, y tal vez lo siga siendo, menina de su majestad la reina. En tal caso quisiera pediros un servicio muy particular. que si veis llegada y oportuna la ocusaión, le digáis que Íñigo Balboa está en Flandes sirviendo al rey nuestro señor y a la sante fe católica, y que ya ha sabido batirse honrosamente como español y como soldado.
Si hacéis eso por mí, querido don Francisco, será aún mayor la afición y amistad que siempre os profeso.
Que Dios os guarde y nos guarde a todos.
Íñigo Balboa Aguirre.
(Fechado bajo las murallas de Breda, el primer
día de abríl de mil seiscientos veínte yi cinco)
Desde la trinchera podía oírse cavar a los holandeses. Diego Alatriste pegó la oreja a uno de los maderos hincados en el suelo para sostener las fajinas y cestones de la zanja, y una vez más escuchó el amortiguado ris-ras que venía de las entrañas de la tierra. Hacía una semana que los de Breda trabajaban noche y día para cortar el paso a la trinchera y al subterráneo que los atacantes dirigían hacia el revellín que llamaban del Cementerio. De ese modo, palmo a palmo, éstos avanzaban con la mina y aquéllos con la contramina, dispuestos unos a hacer estallar varios barriles de pólvora bajo las fortificaciones holandesas, y empeñados los otros en hacer muy lindamente lo mismo bajo los pies de los zapadores del rey católico. Todo era cuestión de trabajo y rapidez. De quién cavara más deprisa y llegase antes a encender sus mechas.
– Maldito animal -dijo Garrote.
Se tenía con la cabeza gacha y el ojo atento, muy a lo suyo, apostado tras los cestones con el mosquete apuntado entre unas tablas que le servían de aspillera, la mecha calada y humeando. Arrugaba la nariz, asqueado. El dicho maldito animal era una mula que llevaba tres días muerta bajo el sol a pocas varas de la trinchera, en tierra de nadie. Se había escapado del campo español, con tiempo para darse un gentil garbeo entre unos y otros antes de que un mosquetazo procedente de la muralla, zas, la dejase allí tendida patas arriba. Ahora hedía, hecha un zumbidero de moscas.