No pensaba. Progresaba arrastrándose palmo a palmo, crispadas las mandíbulas y cerrados los ojos para no llenárselos de tierra, sofocado por el esfuerzo bajo el lienzo que le cubría la cara. No sentía. Sus músculos anudados en tensión ignoraban otro objeto que llevarlo vivo de ida y vuelta en aquel viaje a través del reino de los muertos, y permitirle ver de nuevo la luz del día. Su conciencia no albergaba, en ese trance, más sentimiento que la repetición concienzuda de los gestos mecanicos, profesionales, propios de su oficio de soldado. Lo movía hacia adelante la resignación de lo inevitable, y el hecho de que un camarada avanzaba ante él y otro le seguía a los alcances. Ése era el lugar que el Destino le asignaba sobre la tierra -o para ser más exactos bajo ella- y nada de lo que pudiera pensar o sentir iba a cambiarlo. Absurdo, por tanto, malgastar tiempo y concentración en otra cosa que no fuera arrastrarse con el pistolete en una mano y la daga en la otra, sin más razón que repetir el macabro ritual que otros hombres habían repetido a lo largo de los siglos: matar para seguir vivo. Fuera de tan linda simpleza, nada tenía sentido. Su rey y su patria -fuera cual fuese la verdadera patria del capitán Alatriste- se hallaban demasiado lejos de aquel lugar subterráneo, de aquella negrura a cuyo extremo seguían sonando, cada vez más cerca, los lamentos de los zapadores holandeses sorprendidos por la explosión. Sin duda Mendieta había llegado hasta ellos, porque ahora Alatriste oia golpes sordos, chasquidos de carne y huesos al romperse bajo la pala corta que, por el ruido, el vizcaíno manejaba muy a sus anchas.

Tras los escombros, los huesos y la polvareda, la caponera se ensanchaba en un recinto mayor, el túnel holandés, convertido en oscuro pandemónium. Aún ardía en un rincón el pábilo de un farol de sebo a punto de apagarse: una lucecita tenue, rojiza, que apenas bastaba para dar incierto contorno a las sombras que gemían cerca. Alatriste rodó afuera, irguiéndose sobre las rodillas, metió el pistolete en el cinto y tanteó alrededor con la mano libre. La pala de Mendieta chascaba sin piedad, y una voz holandesa se puso de pronto a dar alaridos. Alguien cayó desde la boca de la caponera dando en la espalda del capitán, y éste pudo sentir cómo sus camaradas iban congregándose allí uno tras otro. Un súbito pistoletazo iluminó con resplandor brevísimo el recinto, alumbrando cuerpos que se arrastraban por el suelo o yacían inmóviles, y con un destello fugaz, en alto, la pala de Mendieta, roja de sangre.

Había una corriente de aire que se llevaba polvo y humo hacia la caponera desde los adentros del túnel holandés, y Alatriste se encaminó hacia allí con mucho tiento. Topó de boca con alguien vivo, lo bastante para que una maldición flamenca precediese al fogonazo de un disparo que casi chamuscó la cara del capitán, cegándolo. Cerró éste hacia adelante, hallóse con su adversario y tiró dos tajos de daga en cruz, que fueron al vacío, y luego otros dos más adelantados, el ultimo en carne. Hubo un chillido y luego el rumor de un cuerpo que escapaba gateando, así que fuele detrás Alatriste, entre cuchilladas, guiándose por los gritos de angustia del fugitivo. Atrapólo al fin a tientas, sujeto por un pie, y empezó a clavar la daga desde ese pie hacia arriba, una y otra vez, hasta que el otro dejó de gritar y de moverse.

– Ik geef mij over! -aulló alguien en las tinieblas.

Aquello estaba fuera de lugar, pues era notorio que nadie hacía prisioneros en las caponeras; y tampoco los españoles, cuando las cartas venían de mala mano, esperaban cuartel. Así que la voz se quebró en un estertor de agonía cuando uno de los atacantes, guiado por ella, llegóse al hereje, apuñalándolo. Sintió Alatriste más ruido de pelea y aguzó el oído, inmóvil y atento. Hubo dos pistoletazos más, y a su resplandor vio a Copons muy cerca, bien trabado con un holandés, revolcándose ambos en el suelo. Luego oyó a los hermanos Olivares llamarse en voz baja uno a otro. Copons y el holandés ya no hacían ruido, y por un instante se preguntó quién estaría vivo, y quién no.

– ¡Sebastián! -susurró.

Copons respondió con un gruñido, aclarándole la duda. Ahora casi todo estaba en silencio, excepto algún gemido en voz baja, alguna respiración cercana y el arrastrar de los hombres por el suelo. Avanzó de nuevo Alatriste de rodillas, una mano ante sí, tanteando en la oscuridad, y la otra junto a la cadera, tensa y dispuesta, apuntada la daga hacia adelante. El último chisporroteo del farol iluminó muy débilmente la boca del túnel que conducía a las trincheras enemigas, lleno de escombros y maderos rotos. Había allí atravesado un cuerpo inmóvil, y tras hundirle dos veces la daga por si acaso, el capitán gateó sobre él, acercándose al túnel donde se estuvo quieto unos instantes, escuchando. Sólo había silencio al otro lado, pero sintió el olor.

– ¡Azufre! -gritó.

La vaharada avanzaba lenta por el túnel, impulsada sin duda por fuelles que los holandeses hacían funcionar al otro lado para inundar la galería con humo de paja, brea y sulfuro. Sin duda se les daban una higa los compatriotas que siguieran vivos a este lado, o a tales alturas estaban ciertos de que ninguno quedaba con vida. La corriente de aire favorecía la operación, y sólo era cosa de un padrenuestro que la humareda venenosa emponzoñase el aire. Con súbita sensación de angustia, Alatriste retrocedió gateando entre los escombros y los cadáveres, tropezó con los camaradas que se agolpaban en la boca de la caponera, y por fin, tras unos momentos que le parecieron años, viose de nuevo arrastrando el cuerpo por ella, con cuanta rapidez era capaz de conseguir, impulsándose de codos y rodillas entre la tierra desmoronada y los restos del cementerio. Sentía detrás los sonidos y las maldiciones de alguien que le pareció Garrote, quien lo apremiaba al tropezar con sus botas. Pasó bajo el hueco abierto en el techo de la caponera, respirando ávido el aire del exterior, y luego prosiguió por la estrecha galería, bien apretados los dientes y contenido el aliento, hasta que vio clarear la boca del pasadizo por encima de los hombros y la cabeza del camarada que lo precedía. Salió por fin al túnel grande, que había sido abandonado por los zapadores alemanes, y luego a la trinchera española, arrancándose el lienzo de la cara para respirar con ansia, y frotándose luego la cara cubierta de sudor y de tierra. A su alrededor, semejantes a cadáveres devueltos a la vida, los rostros sucios y macilentos de sus camaradas iban congregándose, exhaustos y cegados por la luz. Por fin, cuando sus ojos se habituaron, vio al capitán Bragado que aguardaba con los zapadores tudescos y el resto de la tropa.

– ¿Están todos? -preguntó Bragado.

Faltaban Rivas y uno de los Olivares. Pablo, el menor, con el pelo y la barba que ya no eran negros, sino grises por el polvo y la tierra, hizo ademán de meterse de nuevo dentro en busca de su hermano; pero lo contuvieron entre Garrote y Mendieta. Ahora los holandeses tiraban con mucha arcabucería desde el otro lado, harto furiosos y descompuestos por lo ocurrido, y las balas zumbaban y daban chasquidos, rebotando en los cestones de la trinchera.

– Bien jodido los hemos, pues -dijo Mendieta.

No había triunfo en su tono, sino un profundo cansancio. Aún sostenía la pala, sucia de tierra adherida a la sangre. A Copons, que respiraba con dificultad tumbado junto a Alatriste, el sudor le formaba una reluciente máscara de barro en la cara.

– ¡Hideputas! -voceaba desesperado el menor de los Olivares-… ¡Herejes hideputas, así ardáis en el infierno!

Sus imprecaciones cesaron cuando Rivas asomó la cabeza por la boca del túnel, trayendo a rastras al otro Olivares, medio sofocado pero vivo. Los ojos azules del gallego estaban rojos, inyectados en sangre.

– Ay, carallo.

Su pelo rubio humeaba de azufre. De un manotazo se arrancó el lienzo de la cara, tosiendo tierra.


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