Mal por mal,
en la guerra, voto a tal,
valen al hombre sus manos
y nunca falta un real.
Éramos la fiel infantería del rey católico. Voluntarios todos en busca de fortuna o de gloria, gente de honra y también a menudo escoria de las Españas, chusma propensa al motín, que sólo mostraba una disciplina de hierro, impecable, cuando estaba bajo el fuego enemigo. Impávidos y terribles hasta en la derrota, los tercios españoles, seminario de los mejores soldados que durante dos siglos había dado Europa, encarnaron la más eficaz máquina militar que nadie mandó nunca sobre un campo de batalla. Aunque en ese tiempo, acabada la era de los grandes asaltos, con la artillería imponiéndose y la guerra de Flandes convertida en lentos asedios de minas y trincheras, nuestra infantería ya no fuera la espléndida milicia en la que fiaba el gran Felipe II cuando escribió aquella famosa carta a su embajador ante el papa:
«Yo no pienso ni quiero ser señor de herejes. Y si no se puede remediar todo, como deseo, sin venir a las armas, estoy determinado a tomarlas sin que me pueda impedir mi peligro, ni la ruina de aquellos países, ni la de todos los demás que me quedan, a que no haga lo que un príncipe cristiano y temeroso de Dios debe hacer en servicio suyo.»
Y así fue, pardiez. Tras largas décadas de reñir con medio mundo, sin sacar de todo aquello más que los pies fríos y la cabeza caliente, muy pronto a España no le quedaría sino ver morir a sus tercios en campos de batalla como el de Rocroi. Y fieles a su reputación a falta de otra cosa, taciturnos e impasibles, con las filas convertidas en aquellas torres y murallas humanas de las que habló con admiración el francés Bossuet. Pero, eso sí, hasta el final los jodimos a todos bien.
Incluso aunque nuestros hombres y sus generales distaban de ser los mismos que cuando el duque de Alba y Alejandro Farnesio, los soldados españoles continuaron siendo por algún tiempo la pesadilla de Europa; los mismos que habían capturado a un rey francés en Pavía, vencido en San Quintín, saqueado Roma y Amberes, tomado Amiens y Ostende, matado diez mil enemigos en el asalto de jemmigen, ocho mil en Maastrich y nueve mil en la Esclusa peleando al arma blanca con el agua hasta la cintura. Éramos la ira de Dios. Y bastaba echarnos un vistazo para entender por qué: hueste hosca y ruda venida de las resecas tierras del sur, peleando ahora en tierras extranjeras, hostiles, donde no había retirada posible y derrota equivalía a aniquilamiento. Hombres empujados unos por la miseria y el hambre que pretendían dejar atrás, y otros por la ambición de hacienda, fortuna y gloria, y a quienes bien podía aplicarse la canción del gentil mancebo de Don Quijote:
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros
no iría en verdad.
O aquellos otros antiguos y elocuentes versos:
Por necesidad batallo;
y una vez puesto en la silla,
se va ensanchando Castilla
delante de mi caballo.
En fin. El caso es que allí estábamos todavía y aún estuvimos algunos años más, ensanchando Castilla a filo de espada o como Dios y el diablo nos daban a entender, en Oudkerk. La bandera de nuestra compañía estaba puesta en el balcón de una casa de la plaza, y mi camarada Jaime Correas, que era mochilero de la escuadra del alférez Coto, se llegó hasta allí en busca de su gente. Yo anduve todavía un trecho, apartándome un poco de la fachada principal del Ayuntamiento para eludir el terrible calor del incendio, y al rodear el edificio vi que dos individuos amontonaban en el exterior libros y legajos que sacaban apresuradamente por una puerta. Aquello tenía menos visos de pillaje -raro era que en pleno saco alguien se ocupara de conseguir libros- que de rescate obligado por el incendio; de modo que lleguéme a echar un vistazo. Pues tal vez recuerden vuestras mercedes que yo estaba familiarizado con la letra impresa desde mis tiempos en la Villa y Corte de las Españas, debido a la amistad de don Francisco de Quevedo -que me había regalado un Plutarco-, a las lecciones de latín y gramática del Dómine Pérez, a mi gusto por el teatro de Lope y al hábito de leer que tenía, cuando contaba con qué, mi amo el capitán Alatriste.
Uno de los que sacaban libros y los amontonaban en la calle era un holandés de cierta edad, con el pelo largo y blanco. Vestía de negro, como los pastores de allí, con una valona sucia y medias grises; aunque no parecía su oficio el de religioso, si como tal puede llamarse a la prédica de las doctrinas del hereje Calvino, al que mal rayo parta en el infierno o donde diablos se cueza, el hideputa. Al cabo supuse que era un secretario o funcionario municipal, que intentaba salvar los libros del incendio. Habría seguido de largo de no llamarme la atención que el otro individuo, que en ese momento salía entre la humareda de la puerta con los brazos cargados de libros, llevase la banda roja de los soldados españoles. Era un hombre joven, sin sombrero, y tenía el rostro cubierto de sudor y ennegrecido, como si ya hubiera hecho muchos viajes al fondo del fogón en que se había convertido el edificio. Del tahalí le pendía una espada y calzaba botas altas, negras por los escombros y los tizones, y no parecía dar importancia a la manga humeante de su jubón, que ardía despacio, sin llama; ni siquiera cuando, reparando por fin en ella al dejar la brazada de libros en el suelo, la apagó con un par de distraídos manotazos. En ese momento alzó la vista y reparó en mí. Tenía un rostro delgado, anguloso, con bigote castaño, aún poco espeso, que se prolongaba en una perilla bajo el labio inferior. Le calculé de veinte a veinticinco años.
– Podrías echar una mano -gruñó, al advertir la descolorida aspa roja que yo llevaba cosida al jubón-. En vez de estarte ahí como un pasmarote.
Luego miró alrededor, hacia los soportales de la plaza desde donde algunas mujeres y niños contemplaban la escena, y se secó el sudor de la cara con la manga chamuscada.
– Por Dios -dijo- que me abraso de sed.
Y volvióse a meter adentro en busca de más libros, con el fulano vestido de negro. Tras pensarlo un instante, resolví echar una carrera rápida hasta la casa más próxima, en cuya puerta destrozada y fuera de los goznes curioseaba una amedrentada familia holandesa.
– Drinken -dije mostrándoles mis dos jarras de peltre, acompañado el gesto de beber con el de apoyar una mano en el mango de ¡ni daga. Los holandeses entendieron palabra y gestos, pues al momento llenaron de agua las jarras y pude volver con ellas hasta el lugar donde los dos hombres seguían apilando libros. Al reparar en las jarras las despacharon de un solo trago, con verdadera ansia. Y y antes de volver a meterse en la humareda el español volvióse a mí de nuevo.
– Gracias -dijo, escueto.
Lo seguí. Dejé mis alforjas en el suelo, me quité el jubón de terciopelo y fui tras él, no porque al darme las gracias hubiera sonreído, ni porque me enterneciesen su manga chamuscada y sus ojos enrojecidos por el humo; sino porque, de pronto, aquel soldado anónimo me había hecho entender que hay, a veces, cosas más importantes que hacerse con un botín. Aunque éste suponga, tal vez, cien veces tu paga de un año. Así que aspiré cuanto aire pude, y cubriéndome boca y nariz con el lienzo que saqué de mi faltriquera, agaché la cabeza para esquivar las vigas que chisporroteaban a punto de desplomarse y fui con ellos entre la humareda, cogiendo libros de los estantes en llamas, hasta que hubo un momento en que todo fue calor asfixiante, y pavesas flotando en el aire que quemaba las entrañas al respirar, y la mayor parte de los libros se había convertido en ceniza, en polvo que no era enamorado como en aquel bellísimo y tan lejano soneto de don Francisco de Quevedo, sino en triste residuo con el que se desmenuzaban y desaparecían tantas horas de estudio, tanto amor, tanta inteligencia, tantas vidas que podían haber iluminado otras vidas.