A la sorda o con trompetas, una legua bajo aquella lluvia, por el barro de los caminos, no era cosa baladí; pero ninguno de los hombres que estaban allí se mostró sorprendido. Todos sabían que esa misma lluvia mantenía a los holandeses en sus casernas y trincheras, y que roncarían a pierna suelta mientras unos cuantos españoles se deslizaban bajo sus narices.

Diego Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho.

– ¿Cuándo salimos?

– Ahora.

– ¿Número de hombres?

– Toda la escuadra.

Se oyó una blasfemia entre los sentados a la mesa, y volvióse el capitán Bragado, centelleantes los ojos. Pero todos permanecían con la cabeza baja. Alatriste, que había reconocido la voz de Curro Garrote, le dirigió al malagueño una silenciosa mirada.

– Tal vez -dijo Bragado muy despacio- alguno de estos señores soldados tenga algo que decir al respecto.

Había dejado la jarra de vino caliente sobre la mesa sin terminarla, y apoyaba la muñeca en el pomo de su espada. Los dientes, amarillentos y fuertes, asomaban bajo el bigote de manera harto desagradable. Parecían los de un perro de presa listo para morder.

– Nadie tiene nada que decir -repuso Alatriste.

– Más vale así.

Garrote alzó la cabeza, amostazado por aquel nadie. Era un rajabroqueles flaco y tostado de piel, con barba escasa, rizada como la de los turcos contra quienes había peleado en las galeras de Nápoles y Sicilia. Llevaba el pelo largo y grasiento, un aro de oroen la oreja izquierda, y ninguno en la derecha porque un alfanje turco -contaba- le había rebanado la mitad frente a la isla de Chipre; aunque otros lo atribuían a cierta pendencia a cuchilladas en una mancebía de Ragusa.

– Yo sí tengo tres cosas -apuntó- que decirle al señor capitán Bragado… Una es que al hijo de mi madre le da igual andar dos leguas con lluvia, con holandeses, con turcos o con la puta que los parió…

Hablaba firme, jaque, un punto desabrido; y sus compañeros lo miraban expectantes, algunos con visible aprobación. Todos eran veteranos y la disciplina ante la jerarquía militar les era natural; pero también les era natural la insolencia, pues el oficio de las armas a todos hacía hidalgos. Lo de la disciplina, nervio de los viejos tercios, habíalo reconocido incluso aquel inglés, el tal Gascoigne, cuando en La furie espagnole -esa relación suya sobre el saco de Amberes- escribía: «Los valones y alemanes son tan indisciplinados cuanto admirables los españoles por su disciplina». Lo que ya es reconocer, por cierto, habiendo de por medio españoles y un autor inglés. En cuanto a la arrogancia, no es ocioso hilar aquí la opinión de don Francisco de Valdez, que fue capitán, sargento mayor y luego maestre de campo, y conocía por tanto el paño cuando afirmó en su EspeJo y disciplina militar eso de «Casi generalmente aborrecen el ir ligados a la orden, mayormente infantería española, que de complexión más colérica que la otra, tiene poca paciencia». Pues a diferencia de los flamencos, que eran pausados y flemáticos, no mentían ni se encolerizaban y hacían las cosas con mucho sosiego -aunque eran avaros en extremo, tan malos para reloj que por no dar no dieran ni las horas-, de siempre a los españoles de Flandes, la certeza de su valor y peligro, que junto al talante sufrido en la adversidad hacía el milagro de una disciplina de hierro en el campo de batalla, hízolos también poco suaves en otras materias, como el trato con los superiores, que debían andárseles con mucho tiento y mucha política; no siendo raro el caso en que, pese a la pena de horca, simples soldados acuchillaran a un sargento o a un capitán por agravios reales o supuestos, castigos humillantes o una mala palabra.

Conocedor de todo eso volvióse Bragado a Diego Alatriste, como para interrogarlo en silencio; pero no halló más que un rostro impasible. Alatriste era de los que dejan que cada cual asuma la responsabilidad de lo que dice, y de lo que hace.

– Vuestra merced habló de tres cosas -dijo Bragado, tornándose de nuevo a Garrote con mucho cuajo y aún más amenazadora sangre fría-… ¿Cuáles son las otras dos?

– Hace mucho que no se reparte paño, y vestimos con harapos. -prosiguió el malagueño, sin disminuirse un punto-. Tampoco nos llega comida, y la prohibición de seguir saqueando nos reduce al hambre… Estos bellacos flamencos esconden sus mejores vituallas; y, cuando no, las cobran a peso de oro -señaló con rencor al huésped, que miraba desdel la otra habitación-. Estoy seguro de que si pudiéramos hacerle cosquillas con una daga, ese perro nos descubriría una buena despensa, o una orza enterrada con muy lindos florines dentro.

El capitán Bragado escuchaba paciente, en apariencia tranquilo, mas sin apartar la muñeca del pomo de su toledana.

– ¿Y en cuanto a la tercera?…

Garrote alzó el tono un poco. Lo justo para ganar arrogancia sin ir demasiado lejos. También él sabía que Bragado no era hombre que tolerase una palabra más alta que otra, ni de sus soldados veteranos ni del papa. Del rey, como mucho, y que remedio.

– La tercera y principal, señor capitán, es que estos señores soldados, como con mucha razón y justicia nos llama vuacé, no han cobrado su paga desde hace cinco meses.

Esta vez' contenidos murmullos de aprobación corrieron a lo largo de la mesa. Sólo el aragonés Copons, entre los sentados, permaneció mudo, mirando el mendrugo de pan que tenía en las manos, que desmenuzaba en sopas y comía con los dedos dentro de su escudilla. El capitán volvióse a Diego Alatriste, quien seguía de pie junto a la ventana. Sin despegar los labios, Alatriste mantuvo su mirada.

– ¿Sostiene eso vuestra merced? -le preguntó Bragado, hosco.

Impasible el rostro, Alatriste se encogió de hombros.

– Yo sostengo lo que yo digo -puntualizó-. Y a veces sostengo lo que mis camaradas hacen… Pero de momento, ni yo he dicho nada, ni ellos han hecho nada.

– Pero este señor soldado nos ha regalado con su opinión.

– Las opiniones son de cada cual.

– ¿Por eso calláis y me miráis de ese modo, señor Alatriste?

– Por eso callo y os miro, señor capitán.

Bragado lo estudió despacio y luego asintió lentamente. Ambos se conocían bien, y además el oficial tenía buen juicio a la hora de distinguir entre firmeza y agravios. Así que al cabo retiró la muñeca de la espada para tocarse el mentón. Luego miró a los de la mesa, devolviendo otra vez la mano a la empuñadura.

– Nadie ha cobrado su paga -dijo al fin, y parecía dirigirse a Alatriste, como si fuese éste y no Garrote quien hubiera hablado, o quien mereciese la respuesta-. Ni vuestras mercedes, ni yo tampoco. Ni nuestro maestre de campo, ni el general Spínola… ¡Y eso que don Ambrosio es genovés y familia de banqueros!

Díego Alatriste lo escuchó en silencio y no dijo nada. Sus ojos claros seguían fijos en los del oficial. Bragado no había servido en Flandes antes de la tregua de los Doce Años, pero Alatriste sí. Y entonces los motines estaban a la orden del día.

Ambos sabían que éste había vivido de cerca varios de ellos, al negarse las tropas a combatir por llevar meses y años sin cobrar la soldada; pero nunca contóse entre quienes se amotinaban, ni siquiera cuando la precaria situación de las finanzas de España llegó a institucionalizar el motín como único medio para que las tropas obtuviesen sus atrasos. La otra alternativa era el saqueo, como en Roma y Amberes:

Pues sin comer he llegado, y si me atrevo a pedillo, me muestran ese castillo de mil flamencos armado.

Sin embargo, en aquella campaña, salvo en caso de lugares tomados por asalto y en el calor de la acción, la política del general Spínola era no causar demasiadas violencias a la población civil, por no enajenarse sus ya escasas simpatías. Breda, si alguna vez caía, no iba a ser saqueada; y las fatigas de quienes la asediaban no alcanzarían recompensa. Por eso, ante la perspectiva de verse sin botín y sin haberes, los soldados empezaban a poner mala cara y a murmurar en corrillos. Hasta el más menguado podía advertir los síntomas.


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