El viaje duró poco. Al parecer, las hordas de simios aún no habían llegado allí: las calles estaban tranquilas y desiertas, como siempre a esa hora temprana. En algunas casas se abrían las ventanas, personas que acababan de despertar se estiraban y miraban indiferentes al camión. Mujeres con gorritos de dormir colgaban colchonetas en los alféizares de las ventanas. En uno de los balcones, un anciano nudoso de larga barba, con calzones a rayas, hacía sus ejercicios matutinos. El pánico aún no había llegado hasta allí, pero cerca de la manzana dieciséis comenzaron a aparecer los primeros fugitivos desaliñados, más enojados que asustados, algunos con bultos a la espalda. Esas personas, al ver el camión, se detenían, hacían señas con las manos y gritaban algo. El vehículo dobló hacia la Cuarta Izquierda con un bramido, atropellando casi a una pareja de ancianos que empujaba un carro de dos ruedas lleno de maletas, y se detuvo. Al momento todos vieron a los babuinos.

Los simios se sentían en la Cuarta Izquierda como en su casa, en la selva o dondequiera que vivieran. Con las colas levantadas en forma de gancho, caminaban despacio, en grupo, yendo de una acera a la otra, saltaban alegremente por las cornisas, se balanceaban colgando de las farolas, se paraban sobre las columnas con anuncios para buscarse unos a otros con atención, intercambiaban gruñidos, hacían muecas, se peleaban y hacían el amor con toda naturalidad. Una banda de bestias plateadas destrozaba un tenderete de comida, dos gamberros colilargos acosaban a una mujer transida de terror, paralizada en un portal, y una belleza lanuda, que descansaba sobre la caseta del regulador de tránsito, le mostraba la lengua a Andrei con coquetería. El viento cálido arrastraba a lo largo de la calle nubes de polvo, plumas de almohadones, hojas de papel, mechones de lana y olores rancios de guarida de animales.

Andrei, confuso, miró a Fritz. Este, con los ojos entrecerrados y aspecto de experimentado jefe militar, examinaba el campo del inminente combate. El chofer apagó el motor y se hizo un silencio que estalló segundos después en sonidos salvajes, totalmente ajenos a la vida urbana: rugidos y maullidos, ronroneos profundos, eructos, chasquidos de lenguas, ronquidos... En ese momento, la mujer acorralada gritó con todas sus fuerzas y Fritz pasó a la acción.

—¡Bajad! —ordenó—. Desplegaos, formando una cadena. ¡He dicho una cadena, no un bulto! ¡Adelante! ¡Pegadles, echadlos! ¡Que no quede aquí ni una de esas bestias! ¡Atizadles en la cabeza, en el lomo! ¡No los pinchéis, pegadles! ¡Adelante, rápido! ¡No os detengáis, eh, vosotros, los de allí atrás!

Andrei fue uno de los primeros en saltar. No buscó un lugar en la cadena, sino que agarró su pica de hierro con más comodidad y corrió en ayuda de la mujer. Los gamberros colilargos, al verlo, comenzaron a soltar una risa diabólica y huyeron a saltos por la calle, moviendo con descaro sus traseros asquerosos. La mujer seguía chillando con todas sus fuerzas, con los ojos y los puños cerrados, pero ya nada la amenazaba y Andrei se desentendió de ella. Echó a correr hacia los gamberros que destrozaban el tenderete.

Se trataba de animales grandes, con experiencia, sobre todo uno de ellos, de cola negra como el carbón, que estaba sentado sobre un barril y metía su brazo peludo hasta el hombro, sacaba pepinillos en salmuera y los devoraba con placer, escupiendo de cuando en cuando sobre sus colegas, que se divertían arrancando la pared de aglomerado del tenderete. Al ver a Andrei que se aproximaba, el de la cola negra dejó de masticar y se rió con lascivia. A Andrei no le gustó nada aquella mueca burlona, pero no podía retroceder.

—¡Largo! —gritó, agitando la vara metálica, y se lanzó hacia delante.

El colinegro enseñó más los dientes, amenazador. Sus colmillos eran como los de un cachalote. Sin prisa bajó del barril, retrocedió unos pasos y se puso a mordisquearse el sobaco.

—¡Fuera, bicho! —volvió a gritar Andrei y, tomando impulso, golpeó el barril con el hierro. Entonces el colinegro se echó a un lado y de un salto llegó a la cornisa del segundo piso. Alentado por la cobardía del adversario, Andrei corrió hacia el tenderete y golpeó la pared con la barra. La madera se agrietó y los compinches del colinegro salieron huyendo en diferentes direcciones. El campo de batalla había quedado limpio y Andrei miró a su alrededor.

Las huestes combativas de Fritz se habían dispersado. Confusos, los combatientes caminaban por la calle desierta, revisaban las entradas a los patios, se detenían, levantaban la cabeza y miraban a los babuinos que se amontonaban en las cornisas de los edificios. A lo lejos, haciendo girar un palo sobre su cabeza, corría el intelectual, persiguiendo a un mono cojo que huía sin prisa dos pasos por delante de él. No había contra quién combatir, hasta Fritz estaba confuso. De pie junto al camión, se mordisqueaba un dedo con el ceño fruncido.

Los babuinos, que se habían callado, al sentirse seguros comenzaron de nuevo a intercambiar réplicas, rascarse y hacer el amor. Los más descarados bajaban un poco y hacían muecas para provocar. Andrei volvió a ver al colinegro: estaba al otro lado de la calle, encaramado sobre una farola y retorciéndose de risa. Un hombre que parecía griego, pequeñito y muy moreno, con aspecto amenazador, caminó hacia la farola. Tomó impulso y, con todas sus fuerzas, lanzó la barra de hierro contra el colinegro. Hubo un estruendo, trozos de cristal volaron por los aires, el colinegro asustado se elevó casi un metro y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse con la cola, volvió a su pose anterior y, curvando la espalda, le soltó un chorro de excrementos líquidos al griego. Andrei estuvo a punto de vomitar y se volvió: el chorro le había dado de lleno al hombre, era imposible pensar en otra cosa. Caminó hacia Fritz.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

—El diablo sabrá... —respondió Fritz con rabia—. Si tuviera un lanzallamas...

—Podríamos traer ladrillos —propuso un jovenzuelo, con el rostro lleno de granos—. Soy de la fabrica de ladrillos. Podemos ir en el camión; en media hora estaremos de vuelta.

—No —dijo Fritz, autoritario—. Los ladrillos no sirven. Destrozaremos todos los cristales, y después, con esos mismos ladrillos, ellos nos... No, haría falta un poco de pirotecnia. Cohetes, petardos... ¡Si tuviéramos diez balones de fosgeno!

—¿De dónde vamos a sacar petardos en la ciudad? —pronunció una voz de bajo en tono despectivo—. Y con respecto al fosgeno, prefiero a los monos...

Los hombres comenzaron a congregarse en torno al jefe. El único que permanecía lejos era el griego moreno, que se lavaba en una boca de riego mientras soltaba tacos a granel.

De reojo, Andrei miraba como el colinegro y sus compinches se acercaban sigilosamente al tenderete. Aquí y allá, en las ventanas de los edificios, comenzaron a aparecer rostros de habitantes locales, mayoritariamente de mujeres, pálidos por el terror vivido y rojos de excitación.

—¿Qué hacéis ahí parados? —gritaban, irritadas, por las ventanas—. Echadlos de aquí, hombres... Mirad cómo desvalijan el tenderete... Hombres, ¿qué esperáis? ¡Tú, el rubio! ¡Ordena hacer algo, eh! ¿Por qué estáis ahí tiesos como postes? ¡Mis niños lloran! ¡Haced algo para que podamos salir! ¡Y se dicen hombres! ¡Se han asustado ante unos monos!


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