«Así es como comienza la desmoralización. Con conversaciones de este tipo. La incomprensión genera la falta de fe. La falta de fe genera la muerte. Es peligroso, muy peligroso. El Preceptor lo había dicho claramente: lo fundamental es creer en la idea hasta el fin, sin mirar atrás. Reconocer que la incomprensión es una condición indispensable del Experimento. Naturalmente, eso es lo más difícil. Aquí, la mayoría carece del verdadero temple ideológico, de la sólida convicción de que el futuro luminoso es inevitable. Que ahora todo puede ser muy difícil, y mañana también, pero pasado mañana veremos sin falta el cielo estrellado, y a nuestra calle llegará la fiesta...»
—Soy una persona sin preparación —dijo de repente el tío Yura, mientras pegaba con la lengua el cigarrillo que acababa de liar—. Sólo llegué a cuarto grado, por si os interesa, y ya le conté a Izya que vine para aquí huyendo... Como tú... —Y señaló a Fritz con el enorme cigarrillo—. A ti te abrieron un camino para salir del campo de prisioneros, a mí, de la aldea. Si dejamos a un lado la guerra, yo he vivido toda la vida en la aldea, y nunca he entendido nada. Pero aquí, ¡sí! Lo que pretenden con su Experimento, os lo digo honestamente, hermanitos, no me importa y tampoco es nada interesante. Pero aquí soy un hombre libre, y mientras nadie toque esa libertad, yo tampoco me meteré con nadie. Pero si aparece gente aquí que pretenda cambiar nuestra situación como granjeros, os prometo solemnemente una cosa: no dejaremos piedra sobre piedra de vuestra ciudad. Nosotros no somos babuinos, cabrones. ¡Nosotros no dejaremos que nos pongan un collar, cabrones...! Así son las cosas, hermano —dijo, volviéndose directamente hacia Fritz.
Izya soltó una risita distraída, y de nuevo reinó un silencio incómodo. El discurso del tío Yura había sorprendido a Andrei en cierta medida, y llegó a la conclusión de que la vida había sido particularmente dura para Yuri Konstantinovich. Si decía que no había entendido nada, seguramente tenía sus razones, y preguntárselas entonces sería una falta de tacto.
—Creo que estamos planteando estas preguntas de manera prematura —se limitó a decir—. El Experimento se lleva a cabo desde hace poco tiempo, hay mucho que hacer, se requiere trabajar y creer en la justicia...
—¿De dónde sacas que el Experimento se lleva a cabo desde hace poco? —lo interrumpió Izya con una sonrisa burlona—. Ya dura cien años, por lo menos. Seguramente ha durado mucho más, pero esos cien años te los puedo garantizar.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—¿Has llegado muy lejos por el norte? —preguntó Izya. Andrei quedó perplejo. No tenía la menor idea de que allí existiera el norte—. ¡Bueno, el norte! —siguió Izya, impaciente—. Se dice, por pura convención, que si estás debajo del sol, la dirección hacia la que se encuentran las ciénagas, los campos de cultivo, donde viven los granjeros, es el sur, y la dirección contraria, hacia lo profundo de la ciudad, es el norte. Nunca has ido más allá de los vertederos... Pero la ciudad se extiende mucho más lejos, hay edificios enormes, palacios enteros... —Soltó una risita—. Palacios y chozas. Por supuesto, ahora no vive nadie allí porque no hay agua, pero alguna vez hubo gente, y puedo decirte que fue hace mucho tiempo. Incluso he encontrado documentos en las casas vacías. ¿Has oído hablar de un rey llamado Veliario II? ¡Vaya! Pues reinó allí. Pero en la época en que reinaba allí, aquí —recalcó golpeando la mesa con la uña—, aquí sólo había ciénagas, en las que trabajaban siervos feudales o esclavos. Y eso ocurrió hace cien años por lo menos.
El tío Yura sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.
—¿Y más al norte, qué hay? —preguntó Fritz.
—No he llegado tan lejos —dijo Izya—. Pero conozco a gente que ha ido mucho mas allá, a cien o ciento cincuenta kilómetros, y algunos de ellos no regresaron nunca.
—¿Y qué hay allí?
—La ciudad. —Izya calló un instante—. La verdad es que cuentan unos bulos absurdos sobre esos lugares. Por eso yo sólo hablo de lo que pude averiguar personalmente. Cien años, eso es seguro. ¿Te das cuenta, Andrei, amigo mío? Cien años. En cien años se puede abandonar cualquier experimento.
—Bien, aguarda... —balbuceó Andrei, totalmente confuso—. ¡Pero no lo han abandonado! —Se animó—. Si siguen reclutando gente nueva, eso quiere decir que no lo han abandonado, que aún tienen esperanzas. Se trata de que el objetivo planteado es muy difícil. —Una nueva idea le vino a la cabeza y se excitó más aún—. Y, además, ¿cómo sabes qué escala temporal usan? Pudiera ser que, para ellos, un año nuestro sea un segundo.
—No sé nada de eso —replicó Izya, encogiéndose de hombros—. Intento explicarte en qué mundo vives, nada más.
—¡Está bien! —lo interrumpió el tío Yura con aire decidido—. Dejemos de hablar de lo que no sabemos... ¡Oye, chaval! ¿Cómo te...? Otto. Deja a la chica y tráenos... No, si se le cruzan los ojos. Me romperá la garrafa, yo la traeré...
Se apeó del taburete, tomó la jarra vacía de la mesa y se dirigió a la cocina. Selma se dejó caer en su sitio, volvió a levantar las piernas por encima de la cabeza y, con gesto caprichoso, le tocó el hombro a Andrei.
—¿Vais a seguir hablando de esas idioteces? Ay, qué aburrimiento... El Experimento por aquí, el Experimento por allá... ¡Dame fuego!
Andrei le encendió el cigarrillo. La conversación, terminada de forma tan repentina, había removido dentro de él algo desagradable, algo que nunca habían discutido, algo que no estaba tan claro, no había podido explicarse, no había unanimidad... El propio Kensi permanecía allí sentado con expresión de tristeza, cosa que rara vez le ocurría.
«Lo que pasa es que pensamos demasiado en nosotros mismos, ¡eso es! El Experimento es el Experimento, cada quien trata de seguir su camino, nadie quiere perder su posición, pero hace falta que avancemos todos a una, todos a una...»
En ese momento, el tío Yura colocó sobre la mesa la jarra llena de aguardiente, y Andrei decidió desentenderse de todo. Bebieron una nueva ronda, comieron algo. Izya contó una historia y soltaron una carcajada. El tío Yura también contó una historia indecente a más no poder, pero muy divertida. Hasta Van se rió, y Selma se retorció hasta que se le salieron las lágrimas.
—¡No entra en la jarra de leche... —gritaba, ahogándose entre carcajadas—, no entra en la jarra!
Andrei pegó un puñetazo en la mesa y comenzó a cantar la canción preferida de su madre:
Y al que beba, a ése servidle,
al que no beba, a ése no le deis,
vamos a beber, a Dios alabar,
por nosotros, por vosotros, por la vieja yaya
que nos enseñó a beber vodka a sorbitos...
Los demás le hicieron coro como pudieron. A continuación, a gritos, abriendo mucho los ojos y a dúo con Otto, Fritz entonó una canción desconocida pero muy bella sobre los temblorosos huesos del viejo mundo, una maravillosa canción de combate. Izya Katzman se reía y gruñía mientras contemplaba cómo Andrei, inspirado, trataba de unirse a los cantantes. De repente, el tío Yura clavó sus peculiares ojos claros en las pantorrillas desnudas de Selma y entonó, con voz de oso pardo: