Lo dijo tan bajito que apenas pudo oírse a sí mismo, pero al momento todos clavaron sus ojos en él. De nuevo se hizo el silencio en el salón, y la visera de la gorra dejó de molestarle, podía ver cara a cara a todos los suyos, a todos los que aún estaban vivos.
El gigantesco tío Yura, con el capote descolorido, abierto de par en par, lo miraba con aire lúgubre, mientras su enorme cigarrillo echaba chispas: Selma sonreía, borracha, tirada en el sillón con las piernas tan levantadas que se le veía el trasero y las bragas rosadas de encaje: Kensi lo miraba serio, con comprensión, y a su lado, con la mirada ausente, despeinado y sin afeitar, estaba Volodia Dmitriev; sobre un taburete alto y extraño, del que acababa de bajarse Sieva Baranov para partir en su última y misteriosa misión, se sentaba ahora Borka Chistiakov con su nariz aristocrática y el rostro fruncido en expresión de asco, como dispuesto a preguntar: «¿Por qué barritas como un enorme elefante?»; allí estaban todos, los más cercanos, los más queridos, y todos lo miraban, cada uno de manera diferente, y a la vez en sus miradas había algo común, un sentimiento común hacia él: ¿simpatía? ¿confianza? ¿lástima? No, no se trataba de aquello, pero no logró entender de que se trataba, porque de repente vio, entre las caras conocidas y habituales, a un hombre totalmente desconocido, a un asiático de rostro amarillo y ojos rasgados. No, no se trataba de Van, era un asiático muy aristocrático, elegante, y además le pareció ver que a espaldas de aquel desconocido se ocultaba una persona de baja estatura, sucia, harapienta, con toda seguridad un niño abandonado.
Y se levantó bruscamente, apartó la silla haciendo ruido y les dio la espalda a todos. Hizo un gesto indefinido en dirección del gran estratega, salió presuroso del salón, echando a un lado hombros y vientres ajenos, apartando a alguien del camino...
—Está bien —gruñó una voz cercana, como queriendo tranquilizarlo—, las reglas lo permiten, que piense, que medite un poco... Sólo hay que detener los relojes.
Totalmente exhausto, empapado en sudor, salió al descansillo de la escalera y se sentó en la alfombra, no lejos de un hogar donde ardía con fuerza la leña. De nuevo la visera de la gorra le tapó los ojos, de manera que ni siquiera intentó ver qué había tras el hogar ni quiénes estaban sentados frente al fuego, sólo percibía con su cuerpo, empapado y como apaleado, un calor blando y seco, y veía en sus zapatos las manchas coaguladas, pero todavía pegajosas: y a través del agradable chasquido de los leños que ardían oía el lento relato de alguien, que se deleitaba con su voz aterciopelada.
—Imaginaos un tipo apuesto, de anchos hombros, caballero de las tres Órdenes de la Gloria Combativa, y hay que decir que eran muy pocos los que fueron condecorados con esas tres órdenes, eran menos que los Héroes de la Unión Soviética. Pues ese maravilloso camarada era un alumno sobresaliente y todo lo demás. Pero tenía, por así decirlo, una rareza. Digamos que iba a una fiesta en casa de algún hijo de general o de mariscal, pero tan pronto cada cual se apartaba con su pareja, él salía calladamente y desaparecía. Al principio pensaban que tenía una relación estable. Pero no, los chicos lo veían a veces en lugares públicos, por ejemplo en el Parque Gorki, o en algunos clubes, con cada callo que daba grima, pero siempre con una distinta. Una vez me lo encontré. Miro, ¡y qué cosa más fea!, manchada, una cara horrible, con patas flacas y medias torcidas, pintarrajeada que daba miedo, con las cejas quién sabe si embetunadas... en aquella época no había los cosméticos de hoy. En general, un desastre. Pero a él no le importaba. Le agarraba el brazo con delicadeza y le contaba algo al oído, como se supone que debe ser. Y la chica reventaba de orgullo, se derretía, se avergonzaba, estaba que no meaba. Y en una ocasión, en una reunión de solteros, le preguntamos: cuéntanos sobre esos gustos pervertidos que tienes, cómo es posible que esas zorras no te den arcadas cuando las mujeres más bellas se mueren por ti... Y debo deciros que teníamos en la academia una facultad de pedagogía, un sitio privilegiado donde escogían a las hijas de las familias más encopetadas... Pues él, al principio, respondía con bromas, pero después se rindió y nos contó algo muy sorprendente: «Yo sé, camaradas, que tengo todos los atributos: soy apuesto, me han otorgado muchas condecoraciones y estoy soltero. Yo me doy cuenta de ello, y he recibido muchas insinuaciones al respecto. Pero ved qué me ocurrió una vez: comprendí de repente la desgracia de las mujeres. Durante toda la guerra no veían ninguna luz al final del túnel, vivían con hambre, llevaban a cabo los trabajos masculinos más duros, eran pobres, feas, ni siquiera se daban cuenta de qué significaba ser bella y deseada. Y yo —siguió contando—, decidí darles aunque fuera a unas pocas de ellas una emoción tan fuerte que pudieran recordarla toda su vida. Yo —contaba—, me tropiezo con una conductora de trenes, con la obrera de una fábrica o con una infeliz maestrita, que con o sin guerra no iba a tener la oportunidad de ser feliz, mucho menos ahora cuando han muerto tantos hombres y no se ve ni una cabeza flotando sobre las olas. Paso dos o tres veladas con ellas —decía—, y después me despido, por supuesto les digo una mentira, que parto por largo tiempo a una misión, o algo más o menos verosímil, y ellas se quedan con un bello recuerdo... Aunque sea una chispita brillante en su vida —decía—. No sé cómo se califica eso desde el punto de vista de la alta moral, pero tengo la impresión de que de esa manera cumplo aunque sea una pizca de nuestro deber como hombres...». Nos contó todo esto y nos quedamos con la boca abierta. Después, claro está, nos pusimos a discutir, pero nos causó una tremenda impresión. Por cierto, poco tiempo después desapareció. En aquellos tiempos, muchos de nosotros desaparecían de esa manera: una orden del mando, en el ejército no se pregunta dónde ni por qué... No he vuelto a verlo...
«Ni yo tampoco —pensó Andrei—. Tampoco volví a verlo. Hubo dos cartas, una a mamá, la otra a mí. Y la notificación: «Su hijo, Serguei Mijailovich Voronin cayó con honor durante el cumplimiento de una misión encomendada por el mando». Eso fue en Corea. Bajo el cielo rosáceo de Corea, donde el gran estratega por primera vez probó sus fuerzas combatiendo contra el imperialismo norteamericano. Allí llevó a cabo su grandiosa partida, y allí se quedó Serguei con su colección completa de órdenes de la Gloria...
»No quiero —se dijo Andrei—. No quiero seguir jugando. Quizá deba ser así, quizá no se pueda evitar la partida. Es lo más probable. Pero yo no puedo. No sé. Y ni siquiera quiero aprender. Pues nada —pensó con amargura—. Eso sólo quiere decir que soy un mal soldado. O, más exactamente, sólo soy un soldado. Nada más que eso. Uno de los que no puede pensar y por eso debe obedecer ciegamente. Y no soy un colaborador, no soy un aliado del gran estratega, sino un tornillo mínimo en su máquina colosal, y mi lugar no está tras el tablero de su partida incomprensible, sino junto a Van, al tío Yura, a Selma. Soy un pequeño astrónomo de mediano talento, y si pudiera probar que existe una relación entre los pares expandidos y los flujos de Schealt, eso significaría muchísimo para mí. Pero con respecto a las grandes decisiones y los grandes logros...»
Y en ese momento se acordó de que ya no era un astrónomo, que era juez de instrucción de la fiscalía, que había logrado un éxito considerable: con ayuda de agentes especialmente preparados y de una metodología de investigación muy particular, había encontrado aquel misterioso Edificio Rojo, había logrado entrar en él y desentrañar sus siniestros secretos, creando los antecedentes que permitirían eliminar con éxito aquel fenómeno maligno...