Él se levantó de golpe y me miró con los ojos desorbitados. Después se dejó caer de rodillas, juntó las manos y dijo:

—No me hagas daño, ¡por favor! Yo nunca le he hecho daño a un fantasma. Siempre he sido amigo de los muertos y he hecho lo que podía por ellos. Vuélvete al río otra vez, que es tu sitio, y no le hagas nada al viejo Jim, que siempre fue amigo tuyo.

Bueno, no tardé en hacerle comprender que no estaba muerto. Estaba muy contento de ver a Jim. Ya no me sentía solo. Le dije que no me daba miedo que él dijese a la gente dónde me había visto. Yo seguía hablando, pero él continuaba allí sentado, mirándome, sin decir ni una sola palabra. Entonces voy y digo:

—Ya es de día. Vamos a buscar el desayuno. Atiza bien la hoguera.

—¿De qué vale atizar la hoguera para cocinar fresas y cosas así? Pero tú tienes una escopeta, ¿no? Así podemos comer algo mejor que fresas.

—Fresas y cosas así —voy y digo yo—. ¿Estás viviendo de eso?

—Es lo único que encuentro —dice él.

—Pero, ¿cuánto tiempo llevas en la isla, Jim?

—Vine la noche después que te mataran.

—¿Cómo, tanto tiempo?

—Sí, señor.

—¿Y no has comido más que cosas de ésas?

—No, señor; nada más.

—Bueno, debes estar muriéndote de hambre, ¿no?

—Calculo que me podría zampar un caballo. De verdad que sí. ¿Cuánto tiempo llevas tú en la isla?

—Desde la noche que me mataron.

—¡No! y, ¿de qué has vivido? Pero tienes una escopeta. Ah, sí, tienes una escopeta. Está muy bien. Ahora tú matas algo y yo hago una hoguera.

Así que fuimos adonde estaba la canoa y mientras él organizaba la hoguera en un claro de la hierba entre los árboles, yo fui a buscar harina y tocino y café, y cafetera y sartén y azúcar y unas tazas de hojalata, y el negro se quedó muy asombrado, porque pensó que todo lo hacía por brujería. También atrapé un buen pez gato y Jim lo limpió con su navaja y lo frió.

Cuando el desayuno estuvo listo nos tumbamos en la hierba y lo comimos mientras estaba calentito. Jim se puso a comer con mucha gana, pues estaba medio muerto de hambre. Cuando nos quedamos bien llenos, descansamos y nos tumbamos.

Poco después va Jim y dice:

—Pero, oye, Huck, ¿a quién mataron en la cabaña si no fue a ti?

Entonces le conté toda la historia y me dijo que había sido muy astuto. Dijo que Tom Sawyer no podía inventarse un plan mejor que el mío. Después voy yo y digo:

—Y, ¿cómo es que estás tú aquí, Jim, cómo has llegado? Pareció ponerse nervioso y no dijo nada durante un minuto. Después va y dice:

—A lo mejor más vale que no te lo cuente.

—¿Por qué, Jim?

—Bueno, hay motivos. Pero tú no te chivarías si te lo contara, ¿verdad, Huck?

—Por éstas que no, Jim.

—Bueno, te creo, Huck. Me… me he escapado.

—¡Jim!

—Pero acuérdate que dijiste que no lo dirías… sabes que dijiste que no lo dirías, Huck.

—Bueno, es verdad. Dije que no y lo mantengo. De verdad de la buena. La gente me llamará maldito abolicionista y me despreciará por no decir nada, pero no me importa. No voy a acusarte y de todos modos nunca voy a volver allí. Así que ahora cuéntamelo todo.

—Bueno, mira, pasó así. La moza vieja, o sea, la señorita Watson, se pasa el tiempo metiéndose conmigo y me trata muy mal, pero siempre dijo que no me vendería en Orleans. Pero he visto que había un tratante de negros que pasaba mucho tiempo por casa y empecé a ponerme nervioso. Bueno, una noche me acerco a la puerta muy tarde y la puerta no estaba cerrada del todo y oigo a la moza vieja que dice a la viuda que me va a vender en Orleans, aunque no quería, pero que me podía sacar ochocientos dólares, y era tanto dinero que no podía resistirse. La viuda trató de hacer que prometiese que no, pero yo no esperé a oír el resto. Te aseguro que me marché a toda velocidad.

»Me largué zumbando cuesta abajo, con la esperanza de robar un bote en la orilla, en alguna parte por arriba del pueblo, pero todavía había gente despierta, así que me escondí en el taller viejo del tonelero que está medio derrumbado en la orilla, a esperar que se fueran todos. Bueno, allí me pasé la noche. Siempre había alguien. Hacia las seis de la mañana empezaron a pasar botes, y hacia las ocho o las nueve todos los botes que pasaban contaban que tu papá había venido al pueblo a decir que te habían matado. Estos últimos botes estaban llenos de señoras y de caballeros que iban a ver el sitio. A veces amarraban a la orilla para descansar antes de empezar el cruce, y me enteré de tu muerte por lo que decían. Sentí mucho que te hubieran matado, Huck, pero ahora ya no.

»Me quedé allí escondido todo el día, debajo de las virutas y el serrín. Tenía hambre, pero no miedo, porque sabía que la moza vieja y la viuda iban a ir al sermón del campamento poco después del desayuno y faltarían todo el día, y ellas sabían que yo salía con el ganado al amanecer, así que no esperarían verme por la casa y no me echarían de menos hasta después de la oscurecida. Los otros criados tampoco, porque se iban a ir de fiesta en cuanto las viejas no estuvieran en casa.

»Bueno, cuando oscurició subí por la carretera del río, unas dos millas o más hasta donde ya no había casas. Había decidido lo que iba a hacer. O sea, si trataba de escaparme a pie, los perros me encontrarían; si robaba un bote para cruzar, lo echarían de menos, comprendes, y sabrían que iba a dar al otro lado y dónde buscarme la pista. Así que digo: «Lo que necesito es una balsa; eso no deja huellas».

»Vi una luz que pasaba por la punta, así que me metí y empujé un tronco delante de mí y nadé más de la mitad del río y me metí entre el maderamen que bajaba, con la cabeza baja, y como que nadé contracorriente hasta que parició la balsa. Entonces nadé a la popa para agarrarme. Llegaron nubes y estuvo oscuro un rato. Así que me subí a tumbar en las planchas. Los hombres estaban todos en el medio, donde el farol. El río estaba creciendo y había buena corriente, así que pensé que para las cuatro de la mañana estaría veinticinco millas río abajo y entonces volvería al agua antes de echarme otra vez a nadar y meterme en el bosque del lado de Illinois.

»Pero no tuve suerte. Cuando habíamos llegado casi a la punta de la isla un hombre empezó a venir a popa con el farol. Vi que no valía de nada esperar, así que me dejé caer y me eché a nadar hasta la isla. Bueno, creía que podía hacer pie casi en cualquier parte, pero no; la ribera estaba demasiado empinada. Tuve que llegar casi al final de la isla antes de encontrar un buen sitio. Me metí en el bosque y pensé que no volvería a subirme en más balsas mientras siguieran andando por ahí con el farol. Tenía la pipa y un poco de picadura en la gorra que no se habían mojado, así que no había problema.


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