Pensé que no valía la pena remar; sabía que a las primeras de cambio iba a encallar en la orilla o en una barra de arena o algo así; me quedé inmóvil dejando que la canoa bajase a la deriva, pero se pone uno muy nervioso cuando no tiene nada que hacer con las manos en un momento así. Pegué un grito y escuché. A lo lejos, no sé dónde, oí otro grito apagado y me animé algo. Fui allá a toda velocidad, escuchando atento por si lo volvía a oír. La siguiente vez que lo oí, vi que no me dirigía hacia él, sino hacia su derecha, y a la próxima hacia su izquierda, y tampoco avanzaba mucho, porque yo iba dando vueltas de acá para allá, mientras que aquella voz bajaba recta todo el tiempo.

Lo que yo quería era que al muy tonto se le ocurriera empezar a dar golpes seguidos en una sartén, pero no se le ocurrió, o a lo mejor sí, y lo que me preocupaba eran los silencios entre los gritos. Bueno, seguí adelante y en seguida oí el grito detrás de mí. Ahora sí que estaba yo hecho un lío. O había otra persona gritando o yo había dado la vuelta del todo.

Dejé el remo. Volví a oír el grito; seguía por detrás de mí, pero en un sitio distinto; sonaba una vez tras otra y siempre cambiaba de lugar, y yo seguía respondiendo, hasta que por fin volvió a quedar por delante de mí, y comprendí que la corriente le había dado la vuelta a la canoa al avanzar aguas abajo y que yo iba bien si es que era Jim y no otro balsero que pegaba gritos. Yo no entendía nada de las voces en la niebla, porque en una niebla no hay nada que parezca ni suene natural.

Siguieron los gritos y al cabo de un minuto o así me encontré bajando a toda velocidad frente a una orilla empinada y llena de fantasmas borrosos de grandes árboles, y la corriente me lanzó hacia la izquierda y siguió adelante, arrastrando un montón de troncos que bajaban atronando, por la velocidad a que los rompía la corriente. Al cabo de uno o dos segundos no se veía más que una masa blanca, y todo había quedado en silencio. Entonces me quedé sentado, totalmente inmóvil, escuchando los latidos de mi corazón, y creo que no respiré ni una sola vez en cien latidos.

Entonces renuncié. Sabía lo que pasaba. Aquella orilla empinada era una isla, y Jim había pasado al otro lado de ella. No era como una barra de arena que se podría tardar diez minutos en pasar. Tenía árboles grandes como una isla normal; podría medir cinco o seis millas de largo y más de media de ancho.

Me quedé en silencio, con el oído atento, unos quince minutos, calculo. Naturalmente, seguía flotando río abajo a cuatro o cinco millas por hora, pero en eso nunca piensa uno. No, uno se cree que está totalmente quieto en el agua, y si pasan unos palos al lado no se piensa en lo rápido que va, sino que pega un respiro y dice: «¡Vaya! qué rápido van esos palos». Si alguien se cree que estar solo de noche en medio de una niebla así no resulta de lo más triste y terrible, que lo pruebe una sola vez y se enterará.

Después, durante media hora más o menos, seguí gritando de vez en cuando, hasta que por fin oí una respuesta muy lejos, y traté de seguirla, pero no lo logré, e inmediatamente pensé que me había metido en medio de un laberinto de barras de arena, porque las veía borrosas a los dos lados: a veces con sólo un canal estrecho en medio, y otras que no veía pero sabía que estaban allí porque oía la corriente chocar con viejos troncos secos y con basura que había en las orillas. Bueno, no tardé mucho en dejar de oír los gritos entre las barras de arena y sólo traté de seguirlas un ratito, en todo caso, porque aquello era peor que perseguir un fuego fatuo. En mi vida había oído un ruido tan dificil de seguir ni que cambiara de sitio tantas veces y a tal rapidez.

Cuatro o cinco veces tuve que apartarme a golpes de la orilla para no darme un topetazo con ellas, así que calculé que la balsa debía de estar chocando con la orilla de vez en cuando, porque si no, seguiría avanzando y ya no se la podría oír; era que flotaba un poco más rápido que yo.

Bueno, al cabo de un rato parecía que estaba otra vez en río abierto, pero no se oía ni un grito en ninguna parte. Calculé que a lo mejor Jim se había enganchado con un tronco y que para él había terminado todo. Yo estaba cansadísimo, así que me tiré en el fondo de la canoa y dije que no me iba a molestar más. Claro que no quería dormirme, pero tenía tanto sueño que no podía evitarlo, así que pensé que no me echaría más que una siestecita.

Pero calculo que fue más que una siesta, porque cuando me desperté las estrellas brillaban mucho, la niebla había desaparecido y yo bajaba dando vueltas por una gran curva del río con la popa por delante. Al principio no sabía dónde me encontraba. Creí que estaba soñando, y cuando empezé a recordar las cosas parecía que todo hubiera ocurrido hacía una semana.

Allí el río era monstruosamente grande, con árboles altísimos y muy apretados en las dos orillas; como una muralla sólida, hasta donde se podía ver a la luz de las estrellas. Miré río abajo y vi una mancha negra en el agua. Fui hacia ella, pero cuando llegué no era más que un par de troncos atados. Después vi otra mancha y la perseguí; después otra, y aquella vez acerté: era la balsa.

Cuando llegué, Jim estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, dormido, con el brazo derecho colgando sobre el remo de gobernar. El remo se había roto y la balsa estaba llena de hojas, ramas y tierra. Así que lo había pasado mal.

Amarré y me tumbé en la balsa justo al lado de Jim, y empecé a bostezar y a estirar los brazos junto a él, y voy y digo:

—Hola, Jim, ¿me he dormido? ¿Por qué no me has despertado?

—Dios mío santo, ¿eres tú, Huck? Y no has muerto, no te has ahogado, ¿has vuelto? Es demasiado bonito para ser verdad, mi niño, es demasiado bonito para ser verdad. Déjame que te mire, niño, déjame que te toque. No, no, ¡no has muerto! Has vuelto otra vez, sano y salvo, el mismo Huck de siempre… ¡el mismo Huck de siempre, gracias a Dios!

—¿Qué pasa, Jim? ¿Has bebido?

—¿Bebido? ¿Que si he bebido? ¿He tenido ni un momento para beber?

—Bueno, entonces, ¿por que dices cosas tan raras?

—¿Qué cosas raras digo?

—¿Cuáles? Pero si no haces más que hablar de que he vuelto y todo eso, como si me hubiera ido…

—Huck… Huck Finn, mírame a los ojos, mírame a los ojos. ¿No te has ido?

—¿Ido yo? Pero, ¿de qué diablos hablas? Yo no me he ido a ninguna parte, ¿adónde iba a ir?

—Bueno, mira, jefe, aquí pasa algo. ¿Yo soy yo, o quién soy yo? ¿Estoy yo aquí, o quién es el que está aquí? Eso es lo que quiero saber.

—Bueno, creo que estás aquí, sin duda, pero creo que eres un viejo chiflado.

—Ah, ¿conque sí? Bueno, contéstame a esto: ¿no sacaste el cabo de la canoa para amarrarlo a la barra de arena? —No. ¿Qué barra de arena? No he visto ninguna barra de arena.

—¿Que no has visto ninguna barra de arena? Mira, ¿no se soltó el cable de la balsa y bajó zumbando por el río y te dejó en la canoa detrás, en la niebla?

—¿Qué niebla?


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