Entré en el wigwam; allí no estaba Jim. Miré en mi derredor y no lo vi por ninguna parte. Grité:
— ¡Jim!
—Aquí estoy, Huck. ¿Ya no se les ve? No hables en voz alta.
Estaba en el agua, bajo el remo de proa, sin sacar más que la nariz. Le dije que ya no se los veía, así que subió a bordo. Me contó:
—He estado escuchando esa conversación y me metí en el agua y me iba a ir a la costa si subían. Después iba a volver a la balsa cuando se hubieran ido. Pero, ¡señor, cómo les has engañado, Huck! ¡Has sido de lo más astuto! Te digo chico que estoy seguro de que has salvado al viejo Jim… El viejo Jim no lo va a olvidar nunca, mi niño.
Después hablamos del dinero. No estaba nada mal: veinte dólares cada uno. Jim dijo que ahora podíamos tomar pasajes de cubierta en un barco de vapor y el dinero nos duraría hasta donde quisiéramos llegar en los estados libres. Dijo que veinte millas más no era mucha distancia para la balsa, pero que ojalá ya hubiéramos llegado.
Hacia el amanecer amarramos y Jim actuó con mucho cuidado para esconder bien la balsa. Después trabajó todo el día organizando las cosas en paquetes y preparándolo todo para seguir adelante sin la balsa.
Aquella noche, hacia las diez, llegamos a la vista de las luces de un pueblo en una curva del lado izquierdo.
Fui en la canoa a preguntar. En seguida me encontré con un hombre que había salido al río con un bote y estaba preparando unos sedales. Me acerqué y le pregunté:
—Caballero, ¿ese pueblo es El Cairo?
—¿El Cairo? No. Debes de ser idiota perdido.
—¿Cómo se llama ese pueblo, caballero?
—Si quieres enterarte, ve a preguntarlo. Si te quedas aquí molestándome medio minuto más, te vas a llevar una torta.
Volví a remo a la balsa. Jim se sintió muy desilusionado, pero le dije que no importaba, que según mis cálculos, El Cairo sería el pueblo siguiente.
Pasamos otro pueblo antes del amanecer, y yo iba a volver a preguntar, pero estaba muy alto, así que no salí. «El Cairo no está en alto», dijo Jim. A mí se me había olvidado. Nos quedamos parados el día entero en un islote de hierba bastante cerca de la orilla izquierda. Empecé a sospechar algo. Jim también. Yo dije:
—A lo mejor pasamos junto a El Cairo aquella noche de niebla.
Y él contestó:
—No hablemos de eso, Huck. Los pobres negros nunca tenemos suerte. Siempre he sospechado que aquella piel de serpiente de cascabel no había terminado su trabajo.
—Ojalá no hubiera visto nunca aquella piel de serpiente, Jim… ojalá no le hubiera echado nunca la vista encima.
—No es culpa tuya, Huck; tú no lo sabías. No te eches la culpa de eso.
Cuando amaneció vimos el agua clara del Ohio junto a la costa, sin duda alguna, y al lado venía el gran río como siempre. Así que nada que ver con El Cairo.
Hablamos del asunto. No valía de nada ir a tierra; naturalmente, no podíamos llevar la balsa río arriba. No había nada que hacer más que esperar a que anocheciera, volvernos con la canoa y ver si teníamos suerte. Así que nos pasamos el día durmiendo entre los alamillos, para estar descansados para el trabajo, y cuando volvimos a la balsa al oscurecer, la canoa había desaparecido.
No dijimos ni una palabra durante un buen rato. No había nada que decir. Los dos sabíamos perfectamente bien que era otra vez cosa de la piel de la serpiente de cascabel, así que, ¿de qué valía hablarlo? Aquello no sería más que como si estuviéramos buscando algo a que echar la culpa, y sin duda nos traería todavía más mala suerte, y seguiría trayéndola hasta que comprendiésemos que lo mejor era no hablar del tema.
Después de un rato hablamos de lo que tendríamos que hacer y vimos que no había otra cosa que seguir adelante con la balsa hasta que pudiéramos comprar una canoa para deshacer el camino en ella. No íbamos a tomarla prestada cuando no había nadie por allí, como haría padre, porque entonces quizá nos persiguiera alguien.
Así que después de oscurecer salimos en la balsa.
Y el que no se crea todavía que es una estupidez andar manejando pieles de serpiente después de todo lo que aquella piel de serpiente nos hizo a nosotros lo creerá ahora si continúa leyendo y ve lo que nos siguió haciendo.
El sitio donde comprar canoas es donde haya balsas atracadas en la ribera. Pero no vimos ninguna balsa atracada, así que seguimos adelante tres horas o más. Bueno, la noche se puso gris y el aire muy denso, que es lo peor que puede haber después de una niebla. No se ve la forma en el río ni se aprecia la distancia. Se hizo muy tarde en medio del silencio, y entonces, de pronto, apareció un barco de vapor río arriba. Encendimos la farola y creímos que la vería. Los barcos que remontan generalmente no se nos acercaban; iban buscando las barras de arena en busca del agua fácil bajo los arrecifes; pero en noches así suben por medio del canal enfrentándose con todo el río.
Podíamos oír su motor, pero no lo vimos bien hasta que se acercó. Venía directo hacia nosotros. Muchas veces hacen eso y tratan de ver hasta dónde pueden acercarse sin tocarlo a uno; a veces la rueda arranca un tablón, y entonces el piloto asoma la cabeza y se echa a reír y se cree muy listo. Bueno, aquí viene, y decidimos que iba a tratar de afeitarnos, pero no parecía desviarse ni un poco. Era grande y venía a toda velocidad, como una nube negra con filas de luciérnagas a los lados; pero de pronto se vio entero, enorme que daba miedo, con una fila larga de portezuelas de hornos abiertas y brillantes como dientes al rojo y con los costados y las barandillas monstruosos justo encima de nosotros. Alguien nos gritó, y se oyó un ruido de campanas para frenar las máquinas, un montón de juramentos y el silbido del vapor, y justo cuando Jim saltaba de un lado y yo del otro, arremetió contra la balsa y la hizo añicos.
Salté y me propuse llegar hasta el fondo, porque me iba a pasar por encima una rueda de treinta pies y yo quería tener mucho margen. Siempre he podido aguantar un minuto debajo del agua; creo que aquella vez aguanté un minuto y medio. Después salí rápido a la superficie, porque estaba a punto de reventar. Saqué bastante la cabeza y me soplé el agua de la nariz, jadeando un poco. Naturalmente, había una corriente enorme, y naturalmente aquel barco volvió a ponerse en marcha diez segundos después de haber parado las máquinas, porque nunca se preocupaban mucho por los balseros, de forma que seguía chapaleando río arriba, invisible en medio de aquel aire denso, aunque todavía se podía oír el ruido que producía.
Llamé a Jim media docena de veces, pero sin recibir respuesta; así que agarré un tablón que me tocó mientras yo pedaleaba en el agua y me dirigí hacia tierra, bien agarrado a él. Pero logré ver que la corriente llevaba hacia la ribera de la izquierda, lo cual significaba que yo estaba en medio de un cruce de corrientes, así que cambié y seguí por allí.