Alexander Abramov, Serguei Abramov

La Escala Del Tiempo

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Regresaba de una sesión de tarde del Consejo de Segundad con Ordinsky, mi colega de Moscú, al que todo el mundo en el Centro de Prensa de la ONU tomaba por un polaco como yo, probablemente a causa de su apellido Ordinsky, Glinsky a los estadounidenses todos les suenan igual. Le sugerí que fuéramos a algún sitio a pasar lo que quedaba de la tarde, pero estaba ocupado, de modo que me tuve que hacer a la idea de una cena en solitario. Detuve el taxi en un bar de tercera categoría llamado Olympia. Mi hotel estaba tan sólo a unas manzanas de distancia y, si las cosas iban mal, siempre podría volver a él a pie.

En el bar me conocían, y Anthony, el camarero, normalmente lánguido, ni siquiera me preguntó lo que quería, sino que apareció en un abrir y cerrar de ojos con una cerveza y un bocadillo de salchicha. El bar estaba desierto excepto en un rincón tras la cortina de la entrada, donde estaban cenando dos chicas que nunca había visto antes, y la barra, en la que un enjuto viejo que llevaba puesto un impermeable cono estaba bebiendo whisky. Me lanzó una rápida mirada, le preguntó a Anthony algo, y luego, sin pedir permiso, se sentó a mi mesa. Fruncí el entrecejo.

– Una reacción espontánea y franca -rió-. ¿No le gustan las amistades al azar?

– Para ser sincero, no mucho.

– Eso es bastante extraño en un periodista. Cualquier persona conocida al azar puede ser una fuente de información.

– Prefiero obtener mi información de otras fuentes -dije.

– Eso es lo que me ha contado Anthony. Se dedica usted a comadrear en los pasillos de la ONU, y cree que eso es periodismo.

Me encogí de hombros. No iba a empezar a pelearme con todos los que se dirigían a mí.

– Naturalmente, es usted polaco -me dijo, habiéndome en polaco-. Por desgracia, no estoy preparado para enjuiciar sus escritos, ya que no estoy familiarizado con los periódicos polacos actuales. Recuerdo el Golos Poranny y el Kurier Tsodzienny, pero no he leído nada en polaco desde el cuarenta y cuatro.

– En el cuarenta y cuatro yo tenía cuatro años.

– Y yo tenía cuarenta. Para evitar cualquier equívoco, definiré mi posición política -Me hizo una inclinación de cabeza, seca y militar-. Leszczycki, Kazimierz-Andrezj, ex mayor de la Armia Krajowa. Aquí les gustan los nombres largos, pero en Polonia, por aquel entonces, bastaba con un apodo. No importaba cuál fuera este apodo, lo que importaba era repetir una y otra vez los términos libertad, igualdad y fraternidad, y los repetimos mucho, antes de que lo enviásemos todo al infierno. Yo lo estuve haciendo hasta que los ingleses me llevaron a Londres y, una vez allí… me vendieron a los Estados Unidos.

No le comprendí.

– ¿Qué quiere decir con eso de que lo vendieron?

– Bueno, lo expresaré de una manera más suave… Digamos que me entregaron; me pusieron algo en una bebida, tanto a mi como a mi jefe, el doctor Holling, nos metieron en un submarino, y nos llevaron al otro lado del océano. Ahora ya puedo presentarme: antiguo colega de Einstein, ex profesor de la universidad de Princeton, y creador de una teoría del tiempo discreto que ahora ha sido oficialmente rechazada por la ciencia. La triste suma de muchas, muchas cosas.

– ¿Y qué hace ahora? -pregunté cautamente.

– Bebo.

Se alisó el canoso cabello que le brotaba como las púas de un erizo sobre una alta frente y una aguileña nariz: tenía el aspecto de un Sherlock Holmes veinte años más viejo o de un Don Quijote al que le hubieran afeitado barba y patillas.

– No crea que soy un borracho impenitente. Es sólo una reacción a diez años de aislamiento en los que no fui a ningún sitio, no leí nada, no vi a nadie, sólo trabajé hasta derrumbarme en un problema científico que era una gran apuesta. Eso es todo.

– ¿Fracasó? -dije con simpatía.

– Hay algunos éxitos que son más peligrosos que los fracasos, y es el peligro lo que me ha arrastrado hasta las profundidades de esta gran ciudad, de vuelta con mis compatriotas.

– No hay muchos aquí -indiqué.

Hizo tal mueca que hasta le temblaron las mejillas.

– ¿Qué es lo que puede verse desde los pasillos de la ONU o desde las ventanas de su hotel? Tome un autobús y vaya a donde le lleven sus ojos, gire en alguna callejuela maloliente, y busque no un supermercado, sino un café que venda pastelillos caseros. Allí los encontrará a todos: desde los antiguos hombres de Anders hasta los bandidos de ayer.

De nuevo hizo una mueca. La conversación había tomado un giro que no me interesaba demasiado, pero Leszczycki no se dio cuenta: o bien estaba afectado por el alcohol, o simplemente necesitaba hablar con alguien.

– Son capaces de muchas cosas -prosiguió-. De llorar por el pasado, de maldecir el presente, de jugar toda la noche, y no disparan peor que los italianos de la Cosa Nostra. Simplemente hay una cosa que no saben cómo hacer, y es acumular capital o regresar a sus casas en el Wisla. No les molesta la reunión de Gomulka con Kadar, pero se pasan toda una noche hablando de mi tocayo Leszczycki, o le matan a uno si sabe dónde están ocultas las cartas.

– ¿Qué cartas? -dije, más interesado.

– No sé Leszczycki era el agente de algunos jefes del hampa. Dicen que sus cartas podrían hacer que algunos fueran devueltos a Polonia y otros llevados a la silla eléctrica. Parece ser que no hay ni un solo polaco en la ciudad que no sueñe en encontrarlas.

– Yo soy ese uno -me reí.

– ¿Cuál es su apellido? -me preguntó repentinamente.

– Waclaw.

– Entonces le llamaré Wacek… Como soy lo bastante viejo como para ser su padre, tengo derecho a usar ese diminutivo Lo cierto es, Wacek, que es usted un cachorro, un animal joven. Usted no ha vivido, sólo ha crecido. Usted no se perdió en las catacumbas de Varsovia, ni ha tenido que pasar un tiempo en los bosques y los pantanos después de la guerra. Por aquel entonces estaba usted mamando leche y yendo al colegio. Luego lo enviaron a la universidad, y alguien le enseñó a escribir notas para un periódico, y otro alguien le preparó un viaje a América.

– Eso no es poca cosa -comenté.

– Trivialmente poca. Incluso en esta monstruosa ciudad espera usted vivir en un capullo. Cree que no le pasará nada si vuelve a casa antes de medianoche. Y luego bye-bye. Déme el brazo.

Me dobló el brazo y palpó los músculos.

– Hay algo aquí -dijo-. ¿Ha hecho algún deporte?

– Un poco de boxeo. Pero lo dejé.

– ¿Por qué?

– No hay futuro en eso -dije indiferente-. Uno no puede llegar a ser campeón, y no lo necesita para vivir.

– ¿Y cómo lo sabe? ¿Y si repentinamente lo necesitara?

– No se preocupe por mi futuro -le corté. E inmediatamente lamenté mi sequedad. Pero no pareció ofendido en lo más mínimo.

– ¿Y por qué no iba a preocuparme por él? -me preguntó.

– Aunque no sea por otra razón, por el simple hecho de que muy pocos futuros me convencen.

– Puede elegirlo usted mismo. Yo le daré el empujón.

Fue muy rudo por mi parte, pero no pude contenerme y me eché a reír. Tampoco pareció ofendido esta vez.

– ¿Se pregunta cómo le empujaré? Así, -me mostró en su palma algo que parecía una cajetilla de cigarrillos con un extraño brillo lila, metálico, en su tapa. En el otro lado parecía haber unos botones planos.

– Gracias -dije-. Pero acabo de apagar uno.

– No es una pitillera -me corrigió pedantemente, al tiempo que ocultaba de nuevo el objeto en su bolsillo, como si temiese que yo le fuera a dar una mirada más escrutadora-. Si tuviera que compararlo con algo, lo haría con un reloj.

– Pero no he visto ni esfera ni agujas -dije cáusticamente.

– No mide el tiempo: lo crea.


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