Finalmente, Janek detuvo el coche. En la cristalera del café se veía el signo familiar: «Café, té y pastelillos caseros» Pero, en lugar de Marian Zuber, el nombre era Adam Dziewocki. El bar no estaba cerrado con llave, pero ya habían recogido. Las sillas y las mesas estaban amontonadas las unas encimas de las otras. Un joven italiano con largas patillas barría el serrín húmedo del suelo.

– ¿Dónde está Adam? -gruñó Woycekh, escupiéndole el chicle a la cara del camarero.

– Está usted loco -gruñó el hombre, limpiándose el rostro.

– No te apartes del tema ¿Dónde está Dziewocki?

– ¿Se refiere al antiguo propietario? -dijo el italiano, haciendo una suposición.

– ¿Por qué antiguo?

– El bar ha cambiado de dueño.

– ¿De quién es ahora?

– Mío.

Intercambiamos miradas. Resultaba claro que nuestros pájaros habían volado. De la puerta brotaron unas palabras:

– ¡Manos arriba todos!

En la puerta abierta había policías con metralletas Janek y yo levantamos las manos. Pero, repentinamente, Woycekh saltó hacia delante y me empujó contra la puerta y los policías. Un impacto aún más fuerte me envió de vuelta atrás, a la oscuridad.

Desperté de pie frente a la puerta, bajo el alero. La lluvia estaba rugiendo como antes, y las siluetas de todo lo que me rodeaba se perdían tras una cortina acuosa. Me dolía la cabeza, y apenas si pude oír las últimas palabras de Leszczycki junto a mí:

– …y no hay ningún taxi.

Y, de hecho, no había taxis. No podía recordar cuánto tiempo llevábamos esperando uno. En realidad, no recordaba nada. Un enorme chichón semejante a un tumor había aparecido en mi sien, debajo de mi pelo, como si algo hubiera caído sobre mi cabeza. ¿Cuándo? ¿Cómo? Traté de recordar y no pude. De repente, cosas familiares aparecieron en mi mente, surgiendo y luego difuminándose y estallando como burbujas de gas en un pantano, rostros, nombres, coches, una ambulancia, un Plymouth amarillo…

Miré a mi alrededor, y lo vi en la esquina opuesta bajo una farola similar a aquella junto a la que nos encontrábamos.

– Mire eso -le dije a Leszczycki-. Quizá nos lleve.

– ¿Puede ver al conductor?

Éste había salido del coche llevando algún tipo de bastón o tubo, y pasaba bajo un alero de la acera.

– ¿Para qué llevará ese bastón -pregunté sorprendido-. ¿Acaso es cojo?

– Es una metralleta, no un bastón -me advirtió Leszczycki-. Hable en voz baja.

Repentinamente recordé aquella habitación, y al ciego Ziga, y a los pistoleros muertos. Pero uno vivo estaba ahora junto a la puerta esperando a que se abriese. Y se abrió, dos figuras sacaron algo que parecía una alfombra enrollada. El conductor con la metralleta abrió la puerta del coche y me dispuse a correr tras él.

– ¿Adonde va? -siseó Leszczycki, agarrándome por la manga.

– Tengo que ayudar.

– ¿A quién? ¿Esta seguro de que no es ya un cadáver? ¿Y con qué va a enfrentarse a las metralletas, señor Quijote de la Mancha, con las manos desnudas y una estilográfica?

En aquel momento el viento nos trajo sus voces.

– Es un libro, lo tenía en las manos.

– Agítalo tal vez caiga algo de su interior.

– Ya lo he probado. No hay nada.

– Entonces tíralo. Ya no va a leer más.

Alguien tiró el libro, que fue iluminado por la farola mientras caía tras el coche. Cuando se hubieron marchado lo recogí. Sólo estaba mojado en su parte exterior, las gruesas tapas con el repujado de Mickiewicz lo habían protegido de la lluvia. Una parte de sus páginas estaban pegadas, y yo sabía lo que se ocultaba en su interior. Juro que me preocupaba el Mickiewicz. Hubiera sido interesante saber cuántos versos habían sido sacrificados para hacer el hueco.

Bajo la lluvia, no podía examinar el libro. Me puse el Mickiewicz en el bolsillo de la chaqueta porque mi gabardina ya estaba enteramente calada.

– Estoy totalmente empapado -dije, mientras regresaba junto a Leszczycki-. ¿Qué cree que ha ocurrido aquí?

No respondió. Repentinamente, algo cambió de posición, quizá la luz de la lluvia, o las nubes repletas hasta rebosar de cálida agua ¿O sería tal vez el tiempo?

Mi gabardina estaba seca como si la lluvia hubiera empezado hacia tan sólo un momento y hubiéramos conseguido llegar a aquel alero a tiempo. Las diez menos cinco, como me confirmó voluntariosamente mi reloj. La pesadez que embotaba mi cerebro desapareció de pronto. Lo recordé todo.

¿Qué tipo de escala me había prometido Leszczycki? Una hora o media hora vivida de una forma diferente en cada peldaño de la escalera. Conté los cambios, seis. Éste era el séptimo. Eso quería decir que todavía quedaba uno. El discutir con Leszczycki la odisea que había creado carecía ahora de todo significado. El que se hallaba allí no era Leszczycki, era un personaje de película que estaba produciendo un hombre de otro tiempo Ahora comenzaría a recitar su papel.

– … y no hay ningún taxi.

– Pero usted acaba de ver uno.

– ¿Dónde?

– En la esquina opuesta. Un Plymouth amarillo.

– Está bromeando.

– Y vio a su conductor, con una metralleta, y todo lo que sucedió luego.

– Estas bromas mejor gásteselas a su mecanógrafa.

– ¿Quiere decir que no vio nada?

– No estoy borracho.

Eso era cierto ¿Cómo podía este Leszczycki saber lo que el otro Leszczycki había visto en otro tiempo? Ahora iba a abandonarle para iniciar otra órbita embrujada. A mi mente llegó el recuerdo de una profecía de un cuento de hadas infantil: Toma el camino de la derecha, y encontrarás mala suerte; toma el de la izquierda, y el infortunio te seguirá. En otras palabras, no había elección posible. Así que adelante, valiente héroe, ve a donde te llevan tus ojos.

Y fui. Mi gabardina estaba de nuevo calada, el agua goteaba por mi pelo, descendía por mi nuca y me producía escalofríos, aunque en realidad no hacía mucho frío, el aire se había calentado por la atmósfera viciada que se alzaba de la ciudad durante el día. Mis ojos apenas vieron a la gente que se acercaba a mí o a la que yo adelantaba en mi camino: eran simplemente sombras empapadas por el agua que cruzaban a mi lado. Por extraño que fuera, la abundancia de líquido que había a mi alrededor me daba deseos de beber, pero las ventanas apagadas visibles a través de la cortina de agua no ofrecían la promesa de nada que pudiera apagar mi sed. No recuerdo cuántos minutos o metros caminé bajo la lluvia hasta que frente a mí apareció el primer ventanal iluminado de un café. Pero no entré en él de inmediato. Me detuve ante las palabras escritas en la cristalera. Las leí como Baltasar leyó en el banquete la profecía que anunciaba su muerte: Mene teke fares.

Café, té, pastelillos caseros.

Naturalmente, podía pasar de largo, nadie me obligaba a entrar. Pero algo pareció cambiar un poco, no algo que estuviera fuera de mí, ni la lluvia, ni las nubes del cielo, ni la semioculta silueta de la ciudad bajo el agua. Era algo dentro de mi mismo, en algún centro nervioso de mi cerebro. En alguna parte de esas células invisibles, las sustancias químicas que contenían habían registrado en algún momento, en un código extremadamente complejo, unos rasgos de carácter tales como la cautela, el desagrado ante el peligro, deseos de evadir el riesgo y lo desconocido.

Pero ahora, repentinamente, el código cambió de forma, la química varió, y el registro tomó un nuevo sentido.

No obstante, miré a mi alrededor antes de entrar, y en una esquina vi el Plymouth que, por aquel entonces, conocía hasta en sus menores detalles. No había conductor alguno, y la llave colgaba descuidadamente del contacto ¿Quién estaba allí dentro? ¿Janek o Woycekh? Simplemente me eché a reír ante la idea del próximo encuentro y empujé la puerta.

El bar estaba cerrando o ya había cerrado, porque me encontré ante el silencio y el cliqueteo de un ábaco: el encargado del lugar había abierto el cajón del dinero, y estaba sumando las entradas a la manera de su abuelo. Era notable que en todos los cafés polacos con los que me encontraba en mi odisea hallase las mesas y las sillas amontonadas las unas encima de las otras.


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