Sentí que nuevamente estaba minando mis defensas y empujándome a un rincón donde yo no tenía deseos de hallarme.

– ¿Es posible ver nuestra muerte? -pregunté, en un intento por seguir dentro del tema.

– Claro -dijo riendo-. Está aquí con nosotros.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– Soy viejo; con la edad uno aprende toda clase de cosas.

– Yo conozco mucha gente vieja, pero jamás ha aprendido esto. ¿Por qué usted sí?

– Bueno, digamos que conozco toda clase de cosas porque no tengo historia personal, y porque no me siento más importante que ninguna otra cosa, y porque mi muerte está sentada aquí conmigo.

Extendió el brazo izquierdo y movió los dedos como si en verdad acariciara algo.

Reí. Supe a dónde me llevaba. El viejo endemoniado iba a apalearme de nuevo, probablemente con lo de mi importancia, pero esta vez no me molestaba. El recuerdo de haber tenido otrora una paciencia magnifica me llenaba de una extraña euforia tranquila que disipaba casi por entero mi nerviosismo y mi intolerancia hacia don Juan; lo que sentía en vez de eso era una cierta maravilla por sus actos.

– ¿Quién es usted en realidad? -pregunté.

Pareció sorprenderse. Abrió desmesuradamente los ojos y parpadeó como un ave, bajando los párpados como un obturador. Bajaron y subieron de nuevo y los ojos conservaron su enfoque. La maniobra me sobresaltó; me eché hacia atrás, y él rió con abandono infantil.

– Para ti soy Juan Matus, y estoy a tus órdenes -dijo con exagerada cortesía.

Formulé entonces mi otra pregunta candente:

– ¿Qué me hizo usted el primer día que nos vimos?

Me refería a la forma en que me miró.

– ¿Yo? Nada -repuso en tono de inocencia.

Le describí cómo me había sentido cuando él me miró, y lo incongruente que para mí resultó el que eso me dejara mudo.

Rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Volví a sentir un brote de animosidad hacia él. Pensé que, mientras yo era tan serio y considerado, él se porta muy “indio” con sus modales bastos.

Pareció darse cuenta de mi estado de ánimo y dejó de reír de un momento a otro.

Tras un largo titubeo le dije que su risa me había molestado porque yo trataba seriamente de entender qué cosa me ocurrió.

– No hay nada que entender -repuso, impasible.

Le repasé la secuencia de hechos insólitos que habían tenido lugar desde que lo conocí, empezando con la mirada misteriosa que me había dirigido, hasta el recuerdo del halcón albino y el percibir en el peñasco la sombra que según él era mi muerte.

– ¿Por qué me hace usted todo esto? -pregunté.

No había beligerancia en mi interrogación. Sólo tenía curiosidad de saber por qué me lo hacía a mí en particular.

– Tú me pediste que te enseñara lo que sé de las plantas -dijo.

Noté en su voz un matiz de sarcasmo. Sonaba como si estuviera siguiéndome la corriente.

– Pero lo que me ha dicho hasta ahora no tiene nada que ver con plantas -protesté.

Su respuesta fue que aprender sobre ellas tomaba tiempo.

Sentí que era inútil discutir con él. Tomé conciencia entonces de la idiotez total de los propósitos fáciles y absurdos que me había hecho. En mi casa. me prometí nunca más perder los estribos ni irritarme con don Juan. Pero ya en la situación real, apenas me sentí desairado tuve otro ataque de malhumor. Sentía que no había manera de interactuar con él y eso me llenaba de risa.

– Piensa ahora en tu muerte -dijo don Juan de pronto-. Está al alcance de tu brazo. Puede tocarte en cualquier momento, así que de veras no tienes tiempo para pensamientos y humores de cagada. Ninguno de nosotros tiene tiempo para eso.

"¿Quieres saber qué te hice el día que nos conocimos? Te vi, y vi que tú creías que estabas mintiendo. Pero no lo estabas, en realidad."

Le dije que esta explicación me confundía más aún. Repuso que ése era el motivo de que no quisiera explicar sus actos, y que las explicaciones no eran necesarias. Dijo que lo único que contaba era la acción, actuar en vez de hablar.

Sacó un petate y se acostó, apoyando la cabeza en un bulto. Se puso cómodo y luego me dijo que había otra cosa que yo debía realizar si verdaderamente quería aprender de plantas.

– Lo que andaba mal contigo cuando te vi, y lo que anda mal contigo ahora, es que no te gusta aceptar la responsabilidad de lo que haces -dijo despacio, como para darme tiempo de entender sus palabras-. Cuando me estabas diciendo todas esas cosas en la terminal, sabías muy bien que eran mentiras. ¿Por qué mentías?

Expliqué que mi objetivo había sido hallar un "informante clave" para mi trabajo.

Don Juan sonrió y empezó a tararear una tonada.

– Cuando un hombre decide hacer algo, debe ir hasta él fin -dijo-, pero debe aceptar responsabilidad por lo que hace. Haga lo que haga, primero debe saber por qué lo hace, y luego seguir adelante con sus acciones sin tener dudas ni remordimientos acerca de ellas.

Me examinó. No supe qué decir. Finalmente aventuré una opinión, casi una protesta.

– ¡Eso es una imposibilidad! -dije.

Me preguntó por qué y dije que acaso, idealmente, eso era lo que todos pensaban que debían hacer. En la práctica, sin embargo, no había manera de evitar la duda y el remordimiento.

Claro que hay manera -repuso con convicción.

– Mírame a mí -dijo-. Yo no tengo duda ni remordimiento. Todo cuanto hago es mi decisión y mi responsabilidad. La cosa. más simple que haga, llevarte a caminar en el desierto, por ejemplo, puede muy bien significar mi muerte. La muerte me acecha. Por eso, no tengo lugar para dudas ni remordimientos. Si tengo que morir como resultado de sacarte a caminar, entonces debo morir.

"Tú, en cambio, te sientes inmortal, y las decisiones de un inmortal pueden cancelarse o lamentarse o dudarse. En un mundo donde la muerte es el cazador, no hay tiempo para lamentos ni dudas, amigo mío. Sólo hay tiempo para decisiones."

– Argumenté, de buena fe, que en mi opinión ése era un mundo irreal, pues se construía arbitrariamente, tomando una forma idealizada de conducta y diciendo que ésa era la manera de proceder.

Le narré la historia de mi padre, que solía lanzarme interminables sermones sobre las maravillas de mente sana en cuerpo sano, y cómo los jóvenes debían templar sus cuerpos con penalidades y con hazañas de competencia atlética. Era un hombre joven: cuando yo tenía ocho años él andaba apenas en los veintisiete. Por regla general, durante el verano, llegaba de la ciudad, donde daba clases en una escuela, a pasar por lo menos un mes conmigo en la granja de mis abuelos, donde yo vivía. Era para mí un mes infernal. Conté a don Juan un ejemplo de la conducta de mi padre, el cual me pareció aplicable a la situación inmediata.

Casi inmediatamente después de llegar a la granja, mi padre insistía en dar un largo paseo conmigo, para que pudiéramos hablar, y mientras hablábamos hacía planes para que fuésemos a nadar todos los días a las seis de la mañana. En la noche, ponía el despertador a las cinco y medía para tener tiempo suficiente, pues a las seis en punto debíamos estar en el agua. Y cuando el reloj sonaba en la mañana, él saltaba del lecho, se ponía los anteojos, iba a la ventana y se asomaba.

Yo incluso había memorizado el monólogo subsiguiente.

– Hum… Un poco nublado hoy. Mira, voy a acostarme otros cinco minutos, ¿eh? ¡No más de cinco! Sólo voy a estirar los músculos y a despertar del todo.

Invariablemente se quedaba dormido hasta las diez, a veces hasta mediodía.

Dije a don Juan que lo que me molestaba era su negación a abandonar sus resoluciones obviamente falsas. Repetía este ritual cada mañana, hasta que yo finalmente hería sus sentimientos rehusándome a poner el despertador.

– No eran resoluciones falsas -dijo don Juan, evidentemente tomando partido por mi padre-. Nada más no sabía cómo levantarse de la cama, eso era todo.

– En cualquier caso -dije-, siempre recelo de las resoluciones irreales.


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