– Nunca le he mencionado nada por el estilo -dije.

– Por supuesto que sí -dijo como dando por terminada la discusión.

Quise protestar, pero me detuvo diciendo que no importaba cómo supiera él de la chica: lo importante era que yo la había querido.

Sentí gestarse en mi interior una oleada de animosidad en contra de él.

– No te andes por las ramas -dijo don Juan secamente-. Ésta es la ocasión en que debes olvidar tu idea de ser muy importante.

"Una vez tuviste una mujer, una mujer muy querida, y luego, un día, la perdiste."

Empecé a preguntarme si alguna vez le había hablado de ella. Concluí que nunca había habido ocasión. Pero era posible. Cada vez que viajábamos en coche hablábamos sin cesar de todos los temas. Yo no recordaba cuanto habíamos dicho porque no podía tomar notas mientras manejaba. Me sentí algo tranquilizado por mis conclusiones. Le dije que tenía razón. Había habido una muchacha rubia muy importante en mi vida.

– ¿Por qué no está contigo? -preguntó.

– Se fue.

– ¿Por qué?

– Hubo muchas razones.

– No tantas. Hubo sólo una. Te pusiste demasiado al alcance.

Anhelosamente, le pedí explicar sus palabras. De nuevo me había tocado en lo hondo. Consciente, al parecer, del efecto de su toque, frunció los labios para

ocultar una sonrisa maliciosa.

– Todo el mundo sabía lo de ustedes dos -dijo con firme convicción.

– ¿Estaba mal eso?

– Totalmente mal. Ella era una magnífica persona.

Expresé el sincero sentimiento de que su pesquisa a oscuras me resultaba odiosa, y sobre todo el hecho de que siempre afirmaba las cosas con la seguridad de alguien que hubiera estado en la escena y lo hubiese visto todo.

– Pero es cierto -dijo con candor inatacable-. Lo he visto todo. Era una magnífica persona.

Supe que no tenía caso discutir, pero me hallaba enojado con él por tocar esa llaga abierta y dije que la muchacha en cuestión no era después de todo tan magnífica persona, que en mi opinión era bastante débil.

– Igual que tú -dijo calmadamente-. Pero eso no importa. Lo que cuenta es que la has buscado en todas partes; eso la hace una persona especial en tu mundo, y para una persona especial no hay que tener más que buenas palabras.

Me sentí avergonzado; una gran tristeza se cirnió sobre mí.

– ¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pregunté-. Usted siempre logra entristecerme. ¿Por qué?

– Ahora te entregas al sentimentalismo -dijo, acusador.

– ¿Qué objeto tiene todo esto, don Juan?

– El objeto es ser inaccesible -declaró-. Te traje el recuerdo de esta persona sólo como un medio de enseñarte directamente lo que no pude enseñarte con el viento.

“La perdiste porque eras accesible; siempre estabas a su alcance y tu vida era de rutina.”

– ¡No! -dije-. Se equivoca usted. Mi vida jamás fue una rutina.

– Fue y es una rutina -dijo en tono dogmático-. Es una rutina fuera de lo común y eso te da la impresión de que no es una rutina, pero yo te aseguro que lo es.

Quise deprimirme y perderme en la hosquedad, pero de algún modo sus ojos me inquietaban; parecían empujarme sin tregua hacia adelante.

– El arte de un cazador es volverse inaccesible -dijo-. En el caso de esa güera, quería decir que tenías que volverte cazador y verla lo menos posible. No como hiciste. Te quedaste con ella día tras día, hasta no dejar otro sentimiento que el fastidio. ¿Verdad?

No respondí. Sentí que no era necesario. Don Juan tenía razón.

Ser inaccesible significa tocar lo menos posible el mundo que te rodea. No comes cinco perdices; comes una. No dañas las plantas sólo por hacer una fosa para barbacoa. No te expones al poder del viento a menos que sea obligatorio. No usas ni exprimes a la gente hasta dejarla en nada, y menos a la gente que

amas.

Jamás he usado a nadie -dije sinceramente.

Pero don Juan mantuvo que sí, y quizá por eso pude declarar sin tapujos que la gente me cansaba y me aburría.

– Ponerse fuera del alcance significa que evitas, a propósito, agotarte a ti mismo y a los otros. -prosiguió él-. Significa que no estás hambriento y desesperado, como el pobre hijo de puta que siente que no volverá a comer y devora toda la comida que puede, ¡todas las cinco perdices!

Definitivamente, don Juan golpeaba debajo del cinturón. Reí y eso pareció complacerlo. Tocó levemente mi espalda.

– Un cazador sabe que atraerá caza a sus trampas una y otra vez, así que no se preocupa. Preocuparse es ponerse al alcance, sin quererlo. Y una vez que te preocupas, te agarras a cualquier cosa por desesperación; y una vez que te aferras, forzosamente te agotas o agotas a la cosa o la persona de la que estás agarrado.

Le dije que en mi vida cotidiana la inaccesibilidad era inconcebible. Me refería a que, para funcionar, yo tenía que estar al alcance de todo el que tuviera algo que ver conmigo.

– Ya te dije que ser inaccesible no significa esconderse ni andar con secretos -dijo él calmadamente-. Tampoco significa que no puedas tratar con la gente.

Un cazador usa su mundo lo menos posible y con ternura, sin importar que el mundo sean cosas o plantas, o animales, o personas o poder. Un cazador tiene trato íntimo con su mundo, y sin embargo es inaccesible para ese mismo mundo.

– Eso es una contradicción -dije-. No puede ser inaccesible si está allí en su mundo, hora tras hora, día tras día.

– No entendiste -dijo don Juan con paciencia-. Es inaccesible porque no exprime ni deforma su mundo. Lo toca levemente, se queda cuanto necesita quedarse, y luego se aleja raudo, casi sin dejar señal alguna.

VIII. ROMPER LAS RUTINAS DE LA VIDA

Domingo, julio 16, 1961

PASAMOS toda la mañana observando unos roedores que parecían ardillas gordas; don Juan las llamaba ratas de agua. Señaló que eran muy veloces para huir del peligro, pero después de haber dejado atrás a cualquier atacante tenían el pésimo hábito de detenerse, o incluso trepar a una roca, para, erguidas sobre sus patas traseras, mirar en torno y acicalarse.

– Tienen muy buenos ojos -dijo don Juan-. Sólo debes moverte cuando vayan corriendo; por eso, debes aprender a predecir cuándo y dónde van a pararse, para que tú también te pares al mismo tiempo.

Me concentré en vigilarlas, y tuve lo que habría sido un día provechoso para cazadores, pues localicé muchas. Y finalmente, podía predecir sus movimientos casi sin fallar.

Luego, don Juan me mostró cómo hacer trampas para capturarlas. Explicó que un cazador debía tomarse tiempo para observar los sitios donde comían o anidaban, con el fin de determinar la colocación de las trampas; luego las instalaba durante la noche, y al día siguiente todo lo que tenía que hacer era asustar a los roedores para que éstos se dispersaran y cayesen en los artefactos.

Reunimos algunas varas y nos pusimos a construir las trampas. Yo tenía la mía casi terminada y me preguntaba con excitación si funcionaría o no, cuando de pronto don Juan se detuvo y miró su muñeca izquierda, como consultando un reloj qué nunca había tenido, y dijo que era la hora del almuerzo. Yo tenía en las manos una vara larga y trataba de doblarla en círculo para convertirla en aro. Automáticamente la puse a un lado con el resto de mis arreos de caza.

Don Juan me miró con expresión de curiosidad. Luego hizo el sonido ululante de una sirena de fábrica a la hora del almuerzo. Reí. Su sonido de sirena era perfecto. Caminé hacia él y noté que me miraba con fijeza. Meneó la cabeza de lado a lado.

– Con una chingada -dijo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Volvió a hacer el ulular de un silbato de fábrica.

– Se acabó el almuerzo -dijo-. Regresa a trabajar.

Por un instante me sentí confundido, pero luego pensé que don Juan estaba bromeando, acaso porque en realidad no había nada con que preparar el almuerzo. Me había concentrado en los roedores al grado de olvidar que no teníamos provisiones. Recogí nuevamente la vara y traté de doblarla. Tras un momento, don Juan hizo sonar otra vez su "sirena".


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