– ¿Cuáles eran los nombres de su padre y su madre? -pregunté.
Él me miró con ojos claros y amables.
– No pierdas tu tiempo con esa mierda -dijo suavemente, pero con fuerza insospechada.
No supe qué decir; parecía que alguien más hubiese pronunciado esas palabras. Un momento antes, don Juan había sido un indio estúpido y destanteado rascándose la cabeza, y de buenas a primeras había cambiado los papeles. Yo era el estúpido, y él me contemplaba con una mirada indescriptible que no era de arrogancia, ni de desafío, ni de odio, ni de desprecio. Sus ojos eran claros y bondadosos y penetrantes.
– No tengo ninguna historia personal -dijo tras una larga pausa-. Un día descubrí que la historia personal ya no me era necesaria y la dejé, igual que la bebida.
Yo no acababa de entender el sentido de sus palabras. Le recordé que él mismo me había asegurado que estaba bien hacerle preguntas. Reiteró que eso no lo molestaba en absoluto.
– Ya no tengo historia personal -dijo, y me miró con agudeza-. La dejé un día, cuando sentí que ya no era necesaria.
Me le quedé viendo, tratando de detectar los significados ocultos de sus palabras.
– ¿Cómo puede uno dejar su historia personal? -pregunté en tono de discusión.
– Primero hay que tener el deseo de dejarla -dijo-. Y luego tiene uno que cortársela armoniosamente, poco a poco.
– ¿Por qué iba uno a tener tal deseo? -exclamé.
Yo tenía un apego terriblemente fuerte a mi historia personal. Mis raíces familiares eran hondas. Sentía, con toda honradez, que sin ellas mi vida no tendría continuidad ni propósito.
– Quizá debería usted decirme a qué se refiere con lo de dejar la historia personal -dije.
– A acabar con ella, a eso me refiero -respondió cortante.
Insistí en que sin duda yo no entendía el planteamiento.
– Usted, por ejemplo -dije-. Usted es un yaqui. No puede cambiar eso.
– ¿Lo soy? -preguntó sonriendo-. ¿Cómo lo sabes?
– ¡Cierto! -dije-. No puedo saberlo con certeza, en este punto, pero usted lo sabe y eso es lo que cuenta. Eso es lo que hace que sea historia personal.
Sentí haber remachado un clavo bien puesto.
– El hecho de que yo sepa si soy yaqui o no, no hace que eso sea historia personal -replicó él-. Sólo se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Y te aseguro que nadie lo sabrá nunca de cierto.
Yo había anotado torpemente sus palabras. Dejé de escribir y lo miré. No podía hallarle el modo. Repasé mentalmente las impresiones que de él tenía: la forma misteriosa e insólita en que me miró durante nuestro primer encuentro, el encanto con que había afirmado recibir corroboraciones de todo cuanto lo rodeaba, su molesto humorismo y su viveza, su expresión de auténtica estupidez cuando le pregunté por su padre y su madre, y luego la insospechada fuerza de sus aseveraciones, que me había partido en dos.
– No sabes quién soy, ¿verdad? -dijo como si leyera mis pensamientos-. jamás sabrás quién soy ni qué soy, porque no tengo historia personal.
Me preguntó si tenía padre. Le dije que sí. Afirmó que mi padre era un ejemplo de lo que él tenía en mente. Me instó a recordar lo que mi padre pensaba de mí.
– Tu padre conoce todo lo tuyo -dijo-. Así pues, te tiene resuelto por completo. Sabe quién eres y qué haces, y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de parecer acerca de ti.
Don Juan dijo que todos cuantos me conocían tenían una idea sobre mí, y que yo alimentaba esa idea con todo cuanto hacía.
– ¿No ves? -preguntó con dramatismo-. Debes renovar tu historia personal contando a tus padres, o a tus parientes y tus amigos todo cuanto haces. En cambio, si no tienes historia personal, no se necesitan explicaciones; nadie se enoja ni se desilusiona con tus actos. Y sobre todo, nadie te amarra con sus pensamientos.
De pronto, la idea se aclaró en mi mente. Yo casi la había sabido, pero nunca la examiné. El carecer de historia personal era en verdad un concepto atrayente, al menos en el nivel intelectual; sin embargo, me daba un sentimiento de soledad ominoso y desagradable. Quise discutir con él mis sentimientos, pero me frené; algo había de tremenda incongruencia en la situación inmediata. Me sentí ridículo por intentar meterme en una discusión filosófica con un indio viejo que obviamente no tenía el "refinamiento" de un estudiante universitario. De algún modo, don Juan me había apartado de mi intención original de interrogarlo sobre su genealogía.
– No sé cómo terminamos hablando de esto cuando yo nada más quería unos nombres para mis cartas -dije, tratando de reencauzar la conversación hacia el tema que yo deseaba.
– Es muy sencillo -dijo él-. Terminamos hablando de ello porque yo dije que hacer preguntas sobre el pasado de uno es un montón de mierda.
Su tono era firme. Sentí que no había forma de moverlo, así que cambié mis tácticas.
– Esta idea de no tener historia personal ¿es algo que hacen los yaquis? -pregunté.
– Es algo que hago yo.
– ¿Dónde lo aprendió usted?
– Lo aprendí en el curso de mi vida.
– ¿Se lo enseñó su padre?
– No. Digamos que lo aprendí solo, y ahora voy a darte el secreto, para que no te vayas hoy con las manos vacías.
Bajó la voz hasta un susurro dramático. Reí de su histrionismo. Había que admitir su excelencia en ese renglón. Por mi mente cruzó la idea de que me hallaba ante un actor nato.
– Escríbelo -dijo con arrogante condescendencia-. ¿Por qué no? Parece que así estás más a gusto.
Lo miré, y mis ojos deben haber delatado mi confusión. Él se dio palmadas en los muslos y rió con gran deleite.
– Vale más borrar toda historia personal -dijo despacio, como dando tiempo a mi torpeza de anotar sus palabras- porque eso nos libera de la carga de los pensamientos ajenos.
No pude creer que en verdad estuviera diciendo eso. Tuve un momento de gran confusión. Él, sin duda, leyó en mi rostro mi agitación interna, y la utilizó de inmediato.
– Aquí estás tú, por ejemplo -prosiguió-. En estos momentos no sabes si vas o vienes. Y eso es porque yo he borrado mi historia personal. Poco a poco, he creado una niebla alrededor de mí y de mi vida. Y ahora, nadie sabe de cierto quién soy ni qué hago.
– Pero usted mismo sabe quién es, ¿no? -intercalé.
– Por supuesto que… no -exclamó y rodó por el suelo, riendo de mi expresión sorprendida.
Había hecho una pausa lo bastante larga para hacerme creer que iba a decir que sí sabía, como yo anticipaba. El subterfugio me resultó muy amenazante. En verdad me dio miedo.
– Ése es el secretito que voy a darte hoy -dijo en voz baja-. Nadie conoce mi historia personal. Nadie sabe quién soy ni qué hago. Ni siquiera yo.
Achicó los ojos. No miraba en mi dirección sino más allá, por encima de mi hombro derecho. Estaba sentado con las piernas cruzadas, tenía la espalda derecha y sin embargo parecía de lo más relajado. En aquel instante era la imagen misma de la fiereza. Lo imaginé fantasiosamente como un jefe indio, un "guerrero de piel roja" en las románticas sagas fronterizas de mi niñez. Mi romanticismo me arrastró, y un sentimiento de ambivalencia sumamente insidioso tejió su red en torno mío. Podía decir sinceramente que don Juan me simpatizaba mucho, y añadir, en el mismo aliento, que le tenía un miedo mortal.
Sostuvo esa extraña mirada durante un momento largo.
– ¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo esto? -dijo, barriendo el entorno con un gesto de su cabeza.
Luego posó en mí los ojos y sonrió.
– Poco a poco tienes que crear una niebla en tu alrededor; debes borrar todo cuanto te rodea hasta que nada pueda darse por hecho, hasta que nada sea ya cierto. Tu problema es que eres demasiado cierto. Tus empresas son demasiado ciertas; tus humores son demasiado ciertos. No tomes las cosas por hechas. Debes empezar a borrarte.
– ¿Para qué? -pregunté, belicoso.