Rió. Yo no estaba de humor para risas y eso pareció divertirle más aún. Corrigió su frase anterior, diciendo que mi cuerpo no era realmente estúpido, sino que estaba adormilado.

En ese instante un cuervo enorme voló por encima de nuestras cabezas, graznando. Sobresaltado, eché a reír. Me pareció que la ocasión pedía risa, pero para mi absoluto asombro él sacudió con fuerza mi brazo y me calló. Su expresión era sumamente seria.

– Eso no fue chiste -dijo con severidad, como si yo supiera a qué se refería.

Pedí una explicación. Era incongruente, le dije, que se enojara porque yo reía del cuervo, cuando nos habíamos reído de la cafetera.

– ¡Lo que viste no era sólo un cuervo! -exclamó.

– Pero yo lo vi y era un cuervo -insistí.

– No viste nada, idiota -dijo, hosco.

Su brusquedad era injustificada. Le dije que no me gustaba hacer enojar a la gente y que tal vez sería mejor irme, pues él no parecía estar de humor para tolerar compañía.

Él río a carcajadas, como si yo fuese un payaso que actuaba para él. Mi molestia e irritación crecieron proporcionalmente.

– Eres muy violento -comentó despreocupado-. Te tomas demasiado en serio.

– ¿Pero no estaba usted haciendo lo mismo? -interpuse-. ¿Tomándose en serio cuando se enojó conmigo?

Dijo que enojarse conmigo era lo que más lejos estaba de su pensamiento. Me miró con ojos penetrantes.

– Lo que viste no era un acuerdo del mundo -dijo-. Los cuervos que vuelan o graznan no son nunca un acuerdo. ¡Eso fue una señal!

– ¿Una señal de qué?

– Una indicación muy importante acerca de ti -repuso crípticamente.

En ese mismo instante, el viento arrastró hasta nuestros pies la rama seca de un arbusto.

– ¡Eso fue un acuerdo! -exclamó él, y mirándome con ojos relucientes estalló en una carcajada.

Tuve la sensación de que, por molestarme, inventaba sobre la marcha las reglas de su extraño juego; así, él podía reír, pero yo no. Mi irritación volvió a expandirse y le dije lo que pensaba de él.

No se disgustó ni se ofendió para nada. Rió, y su risa acrecentó más aún mi angustia y mi frustración. Pensé que deliberadamente me humillaba. Decidí allí mismo que ya estaba harto del "trabajo de campo".

Me puse en pie y le dije que deseaba emprender el regreso a su casa, porque tenía que salir rumbo a Los Ángeles.

– ¡Siéntate! -dijo, imperioso-. Te pones de malas como señora vieja. No puedes irte ahora, porque todavía no terminamos.

Lo odié. Pensé que era un hombre despectivo.

Empezó a cantar una idiota canción ranchera. Obviamente, estaba imitando a algún cantante popular. Alargaba ciertas sílabas y contraía otras, convirtiendo la canción en todo un objeto de farsa. Era tan cómico que acabé por reír.

– Ya ves, te ríes de la canción estúpida -dijo-. Pero el que canta así, y los que pagan por oírlo, no se ríen; piensan que es seria.

– ¿Qué quiere usted decir? -pregunté.

Pensé que había urdido el ejemplo para decirme que yo reí del cuervo por no haberlo tomado en serio, igual que no había tomado en serio la canción. Pero me desconcertó de nuevo. Dijo. que yo era como el cantante y la gente a quien le gustaban sus canciones: lleno de arrogancia y seriedad con respecto a una idiotez que a nadie en su sano juicio debía importarle un pepino.

Luego recapituló, como para refrescar mi memoria, todo cuanto había dicho antes sobre el tema de "aprender los asuntos de las plantas". Recalcó enfáticamente que, si yo en verdad quería aprender, debía remodelar la mayor parte de mi conducta.

Mi molestia creció, hasta que incluso el tomar notas me costaba un esfuerzo supremo.

– Te tomas demasiado en serio -dijo, despacio-. Te das demasiada importancia. ¡Eso hay que cambiarlo!. Te sientes de lo más importante, y eso te da pretexto para molestarte con todo. Eres tan importante que puedes marcharte así nomás si las cosas no salen a tu modo. Sin duda piensas que con eso demuestras tener carácter. ¡Eres débil y arrogante!

Traté de formular una protesta, pero él no quitó el dedo del renglón. Señaló que, en el curso de mi vida, yo jamás había podido terminar nada, a causa de ese sentido de importancia desmedida que yo mismo me atribuía.

La certeza con que hizo sus aseveraciones me desconcertó por completo. Eran verdad, desde luego, y eso me hacía sentirme no sólo enojado, sino también bajo amenaza.

– La arrogancia es otra cosa que hay que dejar, lo mismo que la historia personal -dijo en tono dramático.

Yo no quería en modo alguno discutir con él. Resultaba obvia mi tremenda desventaja; él no iba a regresar a su casa hasta que se le antojase, y yo no conocía el camino. Tenía que quedarme con él.

Hizo un movimiento extraño y súbito: pareció husmear el aire en torno suyo, su cabeza se sacudió leve y rítmicamente. Se le veía en un estado de alerta fuera de lo común. Se volvió y fijó en mí los ojos, con una expresión de extrañeza y curiosidad. Me miró de pies a cabeza como buscando algo específico; luego se levantó abruptamente y empezó a caminar con rapidez. Casi corría. Lo seguí. Mantuvo un paso muy acelerado durante poco menos de una hora.

Finalmente se detuvo junto a una colina rocosa y nos sentamos a la sombra de un arbusto. El trote me había agotado por completo, aunque me hallaba de mejor humor. Era extraña la forma en que había cambiado. Me sentía casi alborozado, pero cuando habíamos empezado a trotar, después de nuestra discusión, me hallaba furioso con él.

– Es muy extraño -dije-, pero me siento de veras, bien.

Oí a la distancia el graznar de un cuervo. Él se llevó el dedo a la oreja derecha y sonrió.

– Eso fue una señal -dijo.

Una piedra cayó rebotando cuestabajo y aterrizó con estruendo en el chaparral.

Él río con fuerza y señaló con el dedo en dirección del sonido.

– Y eso fue un acuerdo -dijo.

Luego preguntó si me encontraba dispuesto a hablar de mi arrogancia. Reí; mi sentimiento de ira parecía tan lejano que ni siquiera podía yo concebir cómo me había disgustado con don Juan.

– No entiendo qué me está pasando -dije-. Me enojé y ahora no sé por qué ya no estoy enojado.

– El mundo que nos rodea es muy misterioso -dijo él-. No entrega fácilmente sus secretos.

Me gustaban sus frases crípticas. Eran un reto y un misterio. No podía yo determinar si estaban llenas de significados ocultos o si eran sólo puros sinsentidos.

– Si alguna vez regresas aquí al desierto -dijo-, no te acerques a ese cerrito pedregoso donde nos detuvimos hoy. Húyele como a la plaga.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

– Éste no es el momento de explicarlo -dijo-. Ahora nos importa perder la arrogancia. Mientras te sientas lo más importante del mundo, no puedes apreciar en verdad el mundo que te rodea. Eres como un caballo con anteojeras: nada más te ves tú mismo, ajeno a todo lo demás.

Me examinó un momento.

– Voy a hablar aquí con mi amiguita -dijo, señalando una planta pequeña.

Se arrodilló frente a ella y empezó a acariciarla y a hablarle. Al principio no entendí lo que decía, pero luego cambió de idioma y le habló a la planta en español. Parloteó sandeces durante un rato. Luego se incorporó.

– No importa lo que le digas a una planta -dijo-. Lo mismo da que inventes las palabras; lo importante es sentir que te cae bien y tratarla como tu igual.

Explicó que alguien que corta plantas debe disculparse cada vez por hacerlo, y asegurarles que algún día su propio cuerpo les servirá de alimento.

– Conque, a fin de cuentas, las plantas y nosotros estamos parejos -dijo-. Ni ellas ni nosotros tenemos más ni menos importancia.

"Anda, háblale a la plantita -me instó-. Dile que ya no te sientes importante."

Llegué incluso a arrodillarme frente a la planta, pero no pude decidirme a hablarle. Me sentí ridículo y reí. Sin embargo, no estaba enojado.

Don Juan me dio palmadas en la espalda y dijo que estaba bien, que al menos había dominado mi temperamento.


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