El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir qué idioma se estaba hablando, el tema de la conversación, en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.

Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres. Hablaban en italiano y repetían continuamente una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a don Juan que los primeros españoles llamaron al río Colorado, en Arizona, "el río de los tizones", y alguien escribió o leyó mal "tizones" y el río se llamó "de los tiburones". Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.

Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traería un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.

Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una taza o lata pequeña. La llenó en la cacerola y me la dio, y dijo que yo no podía beber: sólo debía refrescarme la boca.

El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso, Quise preguntarle de ello a don Juan y laboriosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro, no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agradable de palabras líquidas.

Bebí. Y la impresión de que estaba vomitando desapareció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a don Juan y al volver la cabeza noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al contrario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había advertido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de las luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de; ni visión todo era claro. Olvidé mi interés en don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.

Vi la juntura de la pared y el piso del zaguán. Lentamente volví la cabeza a la derecha, siguiendo el muro, y vi a don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro de tamaño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé la mano para apartarlo de mi agua; enfoqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimiento de empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi bajar por la garganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca, sedosa.

En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un túnel. se formó a mi alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel. Traté de levantarme, pero me golpeé la cabeza en el techo de metal, y el túnel se comprimió hasta empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo donde terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por completo del perro, de don Juan y de mí mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas estaban empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar una postura en la cual descansar, una postura en que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una de esas vueltas vi de nuevo al perro.

Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguir nada ni a nadie. Todo cuanto podía ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo del agua atravesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo y amarillo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro y se proyectó al exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amarilla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. ¡Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescriptible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.

Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego; lentamente, el inundo se aclaró y entró en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había sucedido casi sin que yo me diera cuenta: estaba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia seria, sobria, fue genuinamente violento. ¡Había olvidado que era un hombre! La tristeza de tal situación irreconciliable fue tan intensa que lloré.

Sábado, 5 de agosto, 1961

Más tarde, aquella mañana después del desayuno, el dueño de la casa, don Juan y yo regresamos a donde vivía don Juan. Yo estaba muy cansado, pero no pude dormirme en la camioneta. Sólo después de que el hombre se marchó, me quedé dormido, en el zaguán de la casa de don Juan.

Cuando desperté era de noche don Juan me había tapado con una cobija. Lo busqué, pero no estaba en la casa. Regresó más tarde con una olla de frijoles refritos y un -montón de tortillas. Yo tenía mucha hambre.

Después de comer, mientras descansábamos, me pidió narrarle cuanto me hubiera ocurrido la noche anterior. Relaté mis experiencias en gran detalle y con la mayor exactitud posible. Cuando terminé, él asintió y dijo:

– Creo que andas muy bien. Se me dificulta explicarte ahora cómo y por qué. Pero creo que te fue bien. Verás: a veces él es juguetón como un niño; otras veces es terrible, espantoso. O hace travesuras o es muy serio. No se puede saber de antemano cómo va a ser con otra persona. Pero cuando uno lo conoce bien… a veces. Tú anoche jugaste con él. Eres la única persona que conozco que ha tenido un encuentro así.


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