Don Juan escuchó con paciencia.

– Permítame poner un ejemplo -dije-. Como pura teoría, ¿puede don Genaro matar a alguien a cientos de kilómetros de distancia, dejando que su doble lo haga?

Don Juan me miró. Meneó la cabeza y apartó los ojos.

– Estás repleto de cuentos de violencia -dijo-. Genaro no puede matar a nadie, sencillamente porque ya no tiene ningún interés en sus semejantes. A la hora en que un guerrero es capaz de conquistar el ver y el soñar y de darse cuenta de su propia luminosidad, ya no le queda nada de ese interés.

Señalé que, al principio de mi aprendizaje, él había afirmado que un brujo, con la guía de su "aliado", podía transportarse a cientos de kilómetros para descargar un golpe mortal a sus enemigos.

– Yo soy el responsable de esa confusión -dijo-. Pero debes recordar que en otra ocasión te dije que, contigo, yo no estaba siguiendo los pasos que mi propio maestro me trazó. El era brujo, y propiamente yo debería haberte echado a ese mundo. No lo hice, porque ya no me conciernen los quehaceres de mis semejantes. Pero de todos modos, las palabras de mi maestro se me quedaron pegadas. Muchas veces hablé contigo en la forma en que él mismo hubiera hablado.

"Genaro es un hombre de conocimiento. El más puro de todos. Sus acciones son impecables. Está más allá de los hombres comunes, y más allá de los brujos. Su doble es una expresión de su alegría y su buen humor. Por eso, no puede de ningún modo usarlo para crear o resolver situaciones ordinarias. Hasta donde yo sé, el doble es el darse cuenta de nuestro estado como seres luminosos. Puede hacer cualquier cosa, pero escoge ser gentil y no llamar la atención.

"Mi error fue extraviarte con palabras prestadas. Mi maestro no era capaz de producir los efectos que Genaro produce. Para mi maestro, desdichadamente, ciertas cosas eran, como son para ti, sólo cuentos de poder.”

Me vi compelido a defender mi premisa. Dije que hablaba en un sentido de posibilidades hipotéticas.

– No hay tal sentido cuando hablas del mundo de los hombres de conocimiento -dijo-. Un hombre de conocimiento no puede de ninguna manera actuar hacia sus semejantes en términos perjudiciales, hipotéticamente o no.

– Pero ¿y si sus semejantes traman algo contra su seguridad y su bienestar? ¿Puede entonces usar su doble para protegerse?

Chasqueó la lengua con reprobación.

– Qué violencia increíble en tus pensamientos -dijo-. Nadie puede tramar nada contra la seguridad y el bienestar de un hombre de conocimiento. Él ve, de modo que tomaría medidas para evitar cualquier cosa por el estilo. Genaro, por ejemplo, corre un riesgo calculado al juntarse contigo. Pero no hay nada que podrías hacer tú para poner en peligro su seguridad. Si algo hubiera, su ver se lo haría saber. Ahora bien, si hay en ti algo que sea desde el fondo perjudicial para él, y su ver no lo alcanza, entonces es su destino, y ni Genaro ni nadie puede evitar eso. Conque, ya ves, un hombre de conocimiento tiene el control sin controlar nada.

Guardamos silencio. El sol estaba a punto de alcanzar la copa de las densas matas altas al lado oeste de la casa. Quedaban unas dos horas de luz diurna.

– ¿Por qué no llamas a Genaro? -dijo don Juan en tono casual.

Mi cuerpo dio un salto. Mi reacción inicial fue abandonar todo y correr a mi coche. Don Juan estalló en una carcajada. Le dije que yo no tenía nada que probarme a mí mismo, y que me hallaba perfectamente satisfecho hablando con él. Don Juan no podía parar de reír. Finalmente dijo que era una vergüenza que Genaro no estuviera allí para disfrutar la escena.

– Mira, si a ti no te interesa llamar a Genaro, a mí sí -dijo en tono resuelto-. Me gusta su compañía.

Había un terrible amargor en mi paladar. El sudor goteaba de mis cejas y mi labio superior. Quise decir algo pero en realidad no había qué decir.

Don Juan me escudriñó con una larga mirada.

– Ándale -dijo-. Un guerrero siempre está listo. Ser guerrero no es el simple asunto de nomás querer serlo. Es más bien una lucha interminable que seguirá hasta el último instante de nuestras vidas. Nadie nace guerrero, exactamente igual que nadie nace siendo un ser razonable. Nosotros nos hacemos lo uno o lo otro.

"Siéntate bien. No quiero que Genaro te vea temblando."

Se puso en pie y recorrió de un lado a otro el piso limpio de la ramada. No pude permanecer impasible. Mi nerviosismo era tan intenso que, incapaz de escribir una línea más, me levanté de un salto.

Don Juan me hizo trotar marcando el paso, cara al oeste. Me había puesto a realizar los mismos movimientos en varias ocasiones anteriores. La idea era sacar "poder" del crepúsculo inminente alzando los brazos al cielo con los dedos extendidos en abanico, y cerrando los puños con fuerza cuando los brazos estuvieran en el punto medio entre horizonte y cenit.

El ejercicio surtió efecto y, casi de inmediato, me llené de calma y sosiego. No pude, sin embargo, dejar de pensar qué habría ocurrido con el antiguo "yo" que nunca se habría relajado tan completamente ejecutando esos movimientos sencillos e idiotas.

Quería enfocar toda mi atención en el procedimiento que don Juan seguiría para llamar a don Genaro. Anticipaba actos portentosos. Don Juan se paró en el borde de la ramada, mirando al sureste, formó una bocina con las manos, y gritó:

– ¡Genaro! ¡Ven aquí!

Un momento después, don Genaro surgió del chaparral. Ambos resplandecían de contento. Prácticamente bailaron frente a mí.

Don Genaro me saludó con abundantes efusiones y tomó asiento en el cajón de leche.

Algo espantoso me ocurría. Estaba calmado, impávido. Un increíble estado de indiferencia y distanciamiento dominaba todo mi ser. Casi me parecía estarme observando desde un escondrijo. Con gran despreocupación, le platiqué a don Genaro que durante mi última visita casi me había matado a sustos, y que ni siquiera durante mis experiencias con plantas psicotrópicas me había visto en un caos mayor. Ambos celebraron mis frases como si tuvieran propósito de chiste. Reí con ellos.

Obviamente estaban al tanto de mi estado de insensibilidad emotiva. Me vigilaban y me seguían la corriente como a un borracho.

Dentro de mí, algo luchaba desesperadamente por convertir la situación en cosa familiar. Quería sentirme preocupado y temeroso.

Al cabo de un rato, don Juan me salpicó agua en la cara y me instó a sentarme y tomar notas. Dijo, como lo había hecho antes, que de no tomar -notas me moriría. El mero acto de poner por escrito algunas palabras hizo regresar mi ánimo habitual. Fue como si algo se volviera de nuevo claro y cristalino, algo que unos momentos antes era opaco e inerte.

El advenimiento de mi personalidad acostumbrada significó a la vez el de mis miedos habituales. Curiosamente, yo tenía menos miedo de tener miedo que de no tenerlo. La familiaridad de mis viejos hábitos, por desagradables que fuesen, era un respiro deleitoso.

Entonces me di plena cuenta de que don Genaro acababa de surgir del chaparral. Mis procesos usuales empezaban a funcionar. Comenzó rehusando a pensar o especular acerca del hecho. Hice la decisión de no preguntarle nada. Esta vez, sería un testigo silencioso.

– Genaro ha venido de nuevo, exclusivamente por u -dijo don Juan.

Don Genaro estaba reclinado en la pared de la casa, y reposaba la espalda, sentado en un cajón de leche puesto en declive. Parecía un jinete. Tenía las manos enfrente, y daban la impresión de que sostenía las riendas de un caballo.

– Eso es cierto, Carlitos -dijo bajando el cajón a la horizontal del piso.

Desmontó, pasando la pierna derecha sobre el imaginario cuello equino, y saltó a tierra. La destreza de sus movimientos me hizo sentir sin lugar a dudas que había llegado cabalgando. Vino y se sentó a mi izquierda.

– Genaro vino porque quiere hablarte del otro -dijo don Juan.


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