Me hallaba, en ese momento, en un estado muy peculiar de conciencia. Tenía conocimiento del entorno y de los procesos mentales que el entorno engendraba en mí, pero no pensaba como pienso de ordinario. Por ejemplo, al darme cuenta de que la silueta superpuesta en las matas era un hombre, rememora otra ocasión en el desierto; en aquel entonces, mientras don Genaro y yo caminábamos, de noche, por el chaparral, noté que un hombre se ocultaba entre los arbustos, detrás de nosotros, pero lo perdí de vista apenas traté de explicar racionalmente el fenómeno. Esta vez, sin embargo, sentí llevar la ventaja y me rehusé a explicar o pensar en absoluto. Durante un momento tuve la impresión de que podía retener al hombre y forzarlo a permanecer donde se hallaba. Entonces experimenté un extraño dolor en la boca del estómago. Algo pareció desgarrarse dentro de mí y ya no pude conservar en tensión los músculos de mi abdomen. En el preciso instante en que cedí, la forma oscura de un enorme pájaro, o alguna clase de animal volador, brotó del matorral y se me echó encima. Fue como si la figura del hombre se hubiese transformado, en la de un ave. Tuve la clara percepción consciente del miedo. Di una boqueada, y luego un fuerte grito, y caí de espaldas.

Don Juan me ayudó a incorporarme. Su rostro estaba muy cerca del mío. Reía.

– ¿Qué fue eso? -vociferé.

Me silenció, cubriéndome la boca con la mano. Acercó los labios a mi oírlo y susurró que debíamos abandonar el sitio en forma tranquila y sosegada, como si nada hubiera ocurrido.

Laminamos lado a lado. Su paso era sereno y parejo. Un par de veces volvió rápidamente la cabeza. Lo imité, y en las dos ocasiones pude ver una masa oscura que parecía seguirnos. Oí a mis espaldas un chillido escalofriante. Experimenté un momento de terror puro; un movimiento ondulatorio recorrió en espasmos los músculos de mi estómago, creciendo en intensidad hasta que, sencillamente, forzó a mi cuerpo a correr.

Para hablar de mi reacción, es -Imprescindible usar la terminología de don Juan; así puedo decir que mi cuerpo, a causa del susto experimentado, fue capaz de ejecutar lo que él llamaba "la marcha de poder", una técnica que me había enseñado años antes para correr en la oscuridad sin tropezar ni lastimarse en forma alguna.

No tuve conciencia clara de qué había hecho ni de cómo lo hice. De pronto me hallé nuevamente en la casa de don Juan. Al parecer él había corrido también y llegamos al mismo tiempo. Encendió su lámpara de kerosén, la colgó de una viga en el techo v, con toda naturalidad, me invitó a tomar asiento y relajarme.

Troté marcando el paso durante un rato, hasta que mi nerviosismo se redujo a proporciones manejables. Luego me senté. Enfáticamente, me ordenó actuar como si nada hubiera pasado y me entregó mi cuaderno. Yo no había advertido que, en mi prisa por salir del matorral, lo dejé caer.

– ¿Qué es lo que pasó, don Juan? -pregunté por fin.

– Tenías una cita con el conocimiento -repuso, señalando con un movimiento de barbilla el borde oscuro del chaparral desértico-. Te llevé allá porque encontré al conocimiento ahí dando vueltas alrededor de la casa, cuando llegaste. Podrías decir que el conocimiento sabía de tu venida y te esperaba. En lugar de enfrentarlo aquí, me pareció propio enfrentarlo en un sitio de poder. Entonces preparé una prueba para ver si tenías suficiente poder personal para separarlo del resto de las cosas en torno nuestro. Lo hiciste muy bien.

– ¡No se vaya tan de prisa! -protesté-. Vi la silueta de un hombre escondido detrás de una mata, y luego vi un enorme pájaro.

– ¡No viste un hombre! -dijo con énfasis-. Tampoco viste un pájaro. La silueta en las matas, y lo que voló hacia nosotros, era una polilla. Si quieres ser exacto en términos de brujo, pero muy ridículo en tus propios términos, puedes decir que esta noche tenías cita con una polilla. El conocimiento es una polilla.

Me dirigió una mirada penetrante. La luz de la linterna creaba sombras extrañas en su cara. Aparté los ojos.

– A lo mejor tendrás bastante poder personal para deshilvanar hoy ese misterio -dijo-. Si no es hoy, será mañana; recuerda, todavía me debes seis días.

Don Juan se puso en pie y fue a la cocina en la parte trasera de la casa. Tomó la linterna y la puso contra la pared, sobre el tocón bajo y redondo que usaba como banco. Nos sentamos en el suelo, uno frente al otro, y nos servimos frijoles y carne de una olla que él había colocado frente a nosotros. Comimos en silencio.

De vez en cuando me echaba vistazos furtivos, y parecía a punto de reír. Sus ojos semejaban dos ranuras. Al mirarme los abría un poco y la humedad de la córnea reflejaba la luz de la linterna. Parecía estar usando la luz para crear un reflejo. Jugaba con el reflejo, sacudiendo la cabeza en forma casi imperceptible, cada vez que enfocaba en mí los ojos. El efecto era un fascinante estremecimiento luminoso. Tomé conciencia de sus maniobras después de que las hubo ejecutado un par de veces. Me sentí convencido de que actuaba con un propósito definido. No pude menos que preguntarle al respecto.

– Tengo un motivo ulterior -dijo empleando una voz tranquilizadora-. Te estoy calmando con mis ojos. No parece que te estés poniendo más nervioso, ¿verdad?

Tuve que admitir que me sentía bastante a mis anchas. El cintilar constante de sus ojos no era ominoso, ni me había asustado o molestado en forma alguna.

– ¿Cómo hace usted para calmarme con los ojos? -pregunté.

Repitió el imperceptible oscilar de cabeza. Las córneas de sus ojos reflejaban en verdad la luz de la linterna de kerosén.

– Haz tú la prueba -dijo en tono casual, mientras se servía otro plato de comida-. Puedes calmarte solo.

Intenté menear la cabeza; mis movimientos eran torpes.

– Si sacudes así la cabeza, no vas a calmarte -dijo, riendo-. Nada más te va a doler. El secreto no está en el meneo dé cabeza sino en la sensación que viene a los ojos desde la parte abajo del estómago. Esto es lo que mueve la cabeza.

Se frotó la región umbilical.

Habiendo terminado de comer, me recliné en una pila de leña donde había algunos costales. Traté de imitar su movimiento de cabeza. Don Juan parecía divertirse inmensamente. Lanzaba risitas y se golpeaba los muslos.

Un ruido súbito interrumpió su regocijo. Oí un extraño sonido grave, como golpeteó sobre madera, procedente del chaparral. Don Juan echó la mandíbula hacia adelante, haciéndome seña de permanecer alerta.

– Esa es la polilla que te llama -dijo en un tono carente de emoción.

Me levanté de un salto. El sonido cesó instantáneamente. Miré a don Juan en busca de una explicación. Él hizo un gesto cómico de impotencia, alzando los hombros.

– Todavía no has cumplido con tu cita -añadió.

Le dije que me sentía indigno, y que tal vez debiera irme a casa y regresar cuando tuviera más fuerza.

– Esas son idioteces -repuso, cortante-. Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la máxima humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para lamentarse, sino como base para su lucha y su desafío.

"Nos demoramos mucho para comprender eso y vivirlo por entero. Yo, por ejemplo, odiaba mencionar la palabra humildad. Soy un indio, y los indios siempre hemos sido humildes y no hemos hecho nada más que agachar la cabeza. Yo pensaba que la humildad no tenía nada que ver con el camino del guerrero. ¡Me equivocaba! Ahora sé que la humildad del guerrero no es la humildad del pordiosero. El guerrero no agacha la cabeza ante nadie, pero, al mismo tiempo, tampoco permite que nadie agache la cabeza ante él. En cambio, el pordiosero a la menor provocación pide piedad de rodillas y se echa al suelo a que lo Pise cualquiera a quien considera más encumbrado; pero al mismo tiempo, exige que alguien más bajo que él le haga lo mismo.

"Por eso te dije hace rato que no entiendo lo que debe sentir un maestro. Yo sólo conozco la humildad del guerrero, y eso jamás me permitirá ser el amo de nadie."


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