Afuera, las piscinas de resfriar el agua fingen cataratas en competencia. Diez mil arcoiris bailan en las duchas lechosas. ¡Pueden acariciarse con las manos…! Y el ingenio traga interminables caravanas de carretas, cargas de caña capaces de azucarar un océano. El “baculador” gime sin tregua. La cucaracha del Central alardea de locomotora verdadera. Crecen dunas de cachaza. La escoria de la miel engordará vacas americanas. Todo se crea; nada se pierde. La fábrica ronca, fuma, estertora, chifla. La vida se organiza de acuerdo con sus voluntades. Cada seis horas se le envían centenares de hombres. Ella los devuelve extenuados, pringosos, jadeantes. Por las noches arden en la obscuridad como un trasatlántico incendiado. Nadie contraría sus caprichos. Todos los relojes se ponen de acuerdo cuando suenan sus toques de sirena.
Y esto dura meses.
2 Paisaje (b)
Cuando las lentas carretas de caña, pesadas, renqueantes, llegaban frente al bohío del viejo Cué, las picas se alzaban, y se descansaba un instante al amparo del gran tamarindo con sombras de encaje. Belfos en tierra, los bueyes resoplaban como motores recalentados, abanicándose las ancas con la cola. Los hombres dejaban caer sus sombreros y, con dos dedos, se desprendían de la frente un lodo de sudor y polvos rojizos. Un vaho tembloroso se alzaba sobre las hierbas cálidas. Las palmeras estaban quietas como plantas de acuario. Las palmacanas crepitaban en sordina. Había huelga en el aserradero de los grillos. Al mediodía el sol era tan grande que llenaba todo el cielo.
Los guajiros se acercaban entonces a una claraboya tallada a machetazos en el seto de cardón, y saludaban a la comadre Salomé, que manipulaba trapos mojados junto al platanal. Ella inmovilizaba sus manos negras en el agua lechosa:
– ¿Y por allá? ¿Y lo’ muchacho…?
Los carreteros trepaban nuevamente por las escalas redondas de las altas ruedas. Las bestias empujaban el yugo. Y se rodaba, cuesta abajo, hacia la carretera del Central, arrancando lamentaciones a las maderas mal encajadas. Volando muy alto, las auras parecían sostener las nubes petrificadas sobre sus alas abiertas.
3 Natividad
Aquella mañana Salomé trabajaba rudamente. Sus gruesas manos arremolinaban la espuma de la batea, amasando paños con ruido de mascar melcocha.
– ¡Demonio! ¡Lo que es laval guayaberas embarrás de tierra colorá!
De cuando en cuando un mocoso prorrumpía en sollozos dentro del bohío.
– ¡Barbarita, sinbelgüenza; suet’ta a tu em’manito!
Pero los chillidos volvían a oírse con una intermitencia monótona. Cerdos negros y huesudos gruñían melancólicamente en el batey, mordisqueando semillas secas y haciendo rodar viejas latas de leche condensada. Junto al platanal, una choza de guano cobijaba restos de tinajas rotas y una “pipa” de agua, hirviente de gusarapos, montada en rastra triangular.
Salomé se sentía nerviosa y adolorida. Ya se disponía a tender la ropa al sol, llevándola sobre su vientre abultado, cuando sintió unas punzadas que conocía de sobra. Era como si le ladraran en las entrañas. Algo comenzaba a desplazarse dentro de ella; algo que, buscando un nuevo equilibrio, promovía linfas, desgarres y resabios de la carne… Soltó el fardo y corrió hacia la cabaña. Se dejó caer sobre su cama de sacos, rodeada por el cloqueo de las gallinas que acudían en bandadas.
– Barbarita, corre a buscal a Luisa y dile que venga enseguía, que voy a dal a lú…
La rapaza echó a correr, haciendo sonar sordamente sus pies desnudos en el suelo de tierra apisonada.
Cuando apareció la vieja Luisa, acompañada de su prole curiosa, Salomé restregaba con el borde de sus faldas un horrendo trozo de carne amoratada. Un nuevo cristiano enriquecía la ya generosa estirpe de los Cué.
– ¡Ay, comadre! ¿Cómo no me mandó a llamal ante?
¡No había cuidado! Esta era materia harto repasada por Salomé. Lo que sí le pediría a la comadre era que alineara a lo largo de una cuerda, junto al almacigo, las ropas mojadas que había dejado abandonadas entre las hierbas.
– Lo cochino, sinbelgüenza, deben haberla ensuciao toa con e’jocico.
El quejido de una sirena lejana se abrió sobre las campiñas como un abanico. El turno de 12-6 comenzaba en el Central.
– Comadre… Y póngame a sancochal las viandas. ¡Que orita vienen Usebio y Luí!
Luego, las dos mujeres comenzaron a cuidar del rorro. La escena era presidida por un Sagrado Corazón de Jesús, pegado en un calendario de hacía diez años, que mostraba la divina herida descolorida por la luz. Un olor de leña quemada se desprendía de las paredes de yaguas resecas. Barbarita y Tití contemplaban silenciosamente a su madre, desde la puerta, alzando dedos llenos de saliva, como mudas interrogaciones. Una lagartija, fallando el salto a una mosca, fue a caer sobre el vientre de la criatura arrugada y húmeda. El recién nacido esbozó una queja.
– ¡Cállate, Menegildo!
En la entrada del batey se oyó el ladrido de Palomo Era el viejo Luí, que regresaba del caserío, con un mazo de cogollos atravesado en el pomo de la albarda.
4 Iniciación (a)
Cuando se cansó de explorar el bastidor de sacos que hasta entonces había constituido su único horizonte verdadero, Menegildo quiso seguir a sus hermanos, que lo miraban con los ojos y los dientes. Rodó sobre el borde del lecho. El topetazo de su cabeza en la comba de una jícara interrumpió un amoroso coloquio de alacranes, cuyas colas, voluptuosamente adheridas, dibujaban un corazón de naipes al revés. Como nadie escuchaba sus gemidos, emprendió, a gatas, un largo viaje a través del bohío… En sus primeros años de vida, Menegildo aprendería, como todos los niños, que las bellezas de una vivienda se ocultan en la parte inferior de los muebles. Las superficies visibles, patinadas por el hábito y el vapor de las sopas, han perdido todo poder de atracción. Las que se ocultan, en cambio, se muestran llenas de pequeños prodigios. Pero las rodillas adultas no tienen ojos. Cuando una mesa se hace techo, ese techo está constelado de nervaduras, de vetas, que participan del mármol y de la ola. La tabla más tosca sabe ser mar tormentoso, como un maelstrom en cada nudo. Hay una cabeza de caimán, una niña desnuda y un caballo de medalla cuyas patas se esfuman en el alma de la madera. Eclipses y nubes en la piel de un taburete iluminada por el sol. Durante el día, una paz de santuario reina debajo de las camas… Pero el gran misterio se ha refugiado al pie de los armarios. El polvo transforma estas regiones en cuevas antiquísimas, con estalactitas de hilo animal que oscilan como péndulos blandos. Los insectos han trazado senderos, fuera de cuyos itinerarios se inicia el terrero de las tierras sombrías, habitadas por arañas carnívoras. Allí suelen encontrarse tesoros insospechados, ocultos por el polen estéril de la materia desgastada: un centavo de cobre, una aguja, una bola de papel plateado… Desde ahí, el mundo se muestra como una selva de pilares, que sostienen plataformas, mesetas y cornisas pobladas de discos, filos y trozos de bestias muertas… Menegildo sentía, palpaba, golpeaba, al lanzar su primera ojeada sobre el universo. Descansó un instante al abrigo de una silla, antes de culminar el periplo de la pesada albarda criolla que yacía abandonada en un rincón. El sudor de los caballos sabe a sal. Es grato llenarse la boca de tierra. Pero la saliva no derretirá nunca la estrella fría de una espuela. Menegildo cortó el viviente cordón de una procesión de bibijaguas que portaban banderitas verdes. Más allá, un lechón lo empujó con el hocico. Los perros lo lamieron, acorralándolo debajo de un fogón ruinoso. Una gallina enfurecida le arañó el vientre. Las hormigas bravas le encendieron las nalgas. Menegildo chilló, intentó levantarse, se llenó de astillas. Pero, de pronto, un maravilloso descubrimiento trocó su llanto por alborozo: desde una mesa baja lo espiaban unas estatuillas cubiertas de oro y colorines. Había un anciano, apuntalado por unas muletas, seguido de dos canes con la lengua roja. Una mujer coronada, vestida de raso blanco, con un niño mofletudo entre los brazos. Un muñeco negro que blandía un hacha de hierro. Collares de cuentas verdes. Un panecillo atado con una cinta.
Un plato lleno de piedrecitas redondas. Mágico teatro, alumbrado levemente por unas candilejas diminutas colocadas dentro de tacitas blancas… Menegildo alzó los brazos hacia los santos juguetes, asiéndose del borde de un mantel.
– ¡Suet’ta eso, muchacho! -gritó Salomé, que entraba en la habitación-. ¡Suet’ta! ¿Cómo te apeat’te de la cama, muchacho?… ¡Y etá tó arañao!…
Aquella noche, para preservar al rorro de nuevos peligros, la madre encendió una velita de Santa Teresa ante la imagen de San Lázaro que presidía el altar.
5 Terapéutica (a)
Al cumplir tres años, Menegildo fue mordido por un cangrejo ciguato que arrastraba sus patas de palo en la cocina. El viejo Beruá, médico de la familia desde hacía cuatro generaciones, acudió al bohío para “echar los caracoles” y aplicar con sus manos callosas tres onzas de manteca de majá sobre el vientre del enfermo. Después, sentado en la cabecera del niño, recitó por él la oración al Justo Juez: “Ea, Señor, mis enemigos veo venir y tres veces repito: cución de hombres y alimañas:
“Hay leones y leones que vienen contra mí. Deténgase en sí propio, como se detuvo el Señor Jesucristo con el Dominusdeo, y le dijo al Justo Juez: ’Ea, Señor, mis enemigos veo venir y tres veces repito: ojos tengan, no me vean; manos tengan, no me toquen.; boca tengan, no me hablen; pies tengan, no me alcancen. Con los dos miro, con tres les hablo. La sangre les bebo y el corazón les parto. Por aquella santa camisa en que tu Santísimo Hijo fue envuelto. Es la misma que traigo puesta, y por ella me he de ver libre de prisiones, de malas lenguas, de hechicerías, de daños, de muertes repentinas, de puñaladas, de mordeduras de animales feroces y envenenados, para lo cual me encomiendo a todo lo angélico y sacrosanto y me han de amparar los Santos Evangelios, pues primero nació el Hijo de Dios, y ustedes llegaron derribados a mí, como el Señor derribó el día de Pascuas a sus enemigos. De quién se fía es de la Virgen María, de la hostia consagrada que se ha de celebrar con la leche de los pechos virginales de la Madre. Por eso me he de ver libre de prisiones, ni seré herido ni atropellado, ni mi sangre derramada, ni moriré de muerte repentina, y también me encomiendo a la Santa Veracruz. Dios conmigo y yo con Él; Dios delante, yo detrás de Él. Jesús, María y José.”