El Padre del Invierno era el dios de todas las muertes en temporada, y de la justicia; pero además de todos los desastres que se le atribuían, el Bastardo era el dios de los ejecutores. Y, por cierto, el dios de un saco lleno de otros trapos sucios. Parece que el mercader fue a comprar su milagro a la tienda correcta . El cuaderno de notas que guardaba Cazaril en su chaleco pareció ganar cinco kilos de peso de golpe; pero eran sólo imaginaciones suyas el que pareciera que fuese a abrasar la tela y estallar en llamas.

– Bueno, que no espere mis simpatías -dijo el róseo Teidez-. ¡Ha sido una cobardía!

– Sí, pero ¿qué se puede esperar de un comerciante? -observó su tutor, mesa abajo-. Los hombres de esa clase no están versados en el tipo de código de honor que se enseña a los auténticos caballeros.

– Pero es que es terrible -protestó Iselle-. Quiero decir, lo del hijo a punto de casarse.

Teidez bufó por la nariz.

– Chicas. Sólo sabéis pensar en casaros. Pero ¿qué supone la pérdida más grave para la royeza? ¿La de un lanero codicioso o la de un espadachín? ¡Cualquier duelista de sus aptitudes debe ser un buen soldado para el roya!

– Según mi experiencia, no -intervino secamente Cazaril.

– ¿Qué queréis decir? -se apresuró a desafiarle Teidez.

Avergonzado, Cazaril musitó:

– Disculpadme. He hablado a destiempo.

– ¿Dónde está la diferencia? -insistió Teidez.

La provincara tamborileó con un dedo sobre el mantel y le lanzó una mirada indescifrable.

– Explicaos, castelar.

Cazaril se encogió de hombros y ofreció una leve inclinación de disculpas en dirección al muchacho.

– La diferencia, róseo, estriba en que el soldado con talento mata a tus enemigos, pero el duelista con talento mata a tus aliados. Dejo a vuestra intuición cuál prefiere albergar un comandante sabio en su campamento.

– Oh -Teidez guardó silencio, aunque se quedó pensativo. Aparentemente, no había ninguna prisa en devolver el cuaderno de notas del mercader a las autoridades pertinentes, como tampoco ninguna dificultad. Cazaril podría buscar mañana a la divina del Templo de la Sagrada Familia aquí, en Valenda, durante su tiempo libre, y entregarlo para que dispusieran de él. Tendrían que decodificarlo; los rompecabezas de ese tipo resultaban difíciles o tediosos para algunos, pero a Cazaril siempre se le había antojado una actividad tonificante. Se preguntó si, por cortesía, debería ofrecerse para descifrarlo. Se acarició el suave abrigo de lana y se alegró de haber rezado por el hombre durante su precipitada cremación.

Betriz, rizando las negras cejas, preguntó:

– ¿Quién fue el juez, papá?

De Ferrej vaciló un momento, antes de encogerse de hombros.

– El honorable Vrese.

– Ah -dijo la provincara-. Ése. -Arrugó la nariz, como si hubiera llegado algún mal olor hasta ella.

– ¿Lo amenazó el duelista, entonces? -quiso saber la rósea Iselle-. ¿No debería… no podía haber solicitado ayuda, o haber arrestado a de Naoza?

– No creo que ni siquiera de Naoza fuera tan estúpido como para amenazar a un justiciar de la provincia -contestó de Ferrej-. Aunque es probable que intimidara a los testigos. A Vrese, hum, seguramente lo convenció por medios más pacíficos.

Se llevó un trozo de pan a la boca y se frotó el índice y el pulgar, imitando el gesto de un hombre que acaricia una moneda.

– Si el juez hubiera hecho su trabajo con honestidad y valentía, el mercader no se habría visto obligado a practicar la magia de la muerte -comentó Iselle, despacio-. Ahora hay dos hombres muertos y condenados, cuando debería haber solamente uno… incluso si lo hubieran ejecutado, de Naoza habría tenido tiempo de limpiar su alma antes de enfrentarse a los dioses. Si se sabe todo esto, ¿por qué sigue siendo juez ese hombre? Abuelita, ¿tú lo entiendes?

La provincara apretó los labios.

– El nombramiento de los justiciares de la provincia escapa a mi competencia, querida. Igual que su degradación. De lo contrario, su partida se tramitaría con mucha mayor diligencia, te lo garantizo. -Sorbió su vino y añadió, al reparar en el ceño fruncido de su nieta-: En Baocia gozo de grandes privilegios, niña. No de grandes poderes.

Iselle miró de soslayo a Teidez, y a Cazaril, antes de hacerse eco de la pregunta de su hermano, con voz seria:

– ¿Cuál es la diferencia?

– ¡Lo uno te da derecho a gobernar, y el deber de proteger! Lo otro te da derecho a recibir protección -replicó la provincara-. Por desgracia, las diferencias entre provincar y provincara no se reducen a una sola letra.

Teidez esbozó una sonrisa maliciosa.

– ¿Es como la diferencia entre róseo y rósea?

Iselle se giró hacia él y levantó las cejas.

– ¿Oh? ¿Y cómo propones tú que se elimine al juez corrupto, niño privilegiado?

– Ya está bien, los dos -terció con firmeza la provincara, con toda la voz de una abuela.

Cazaril ocultó una sonrisa. Entre aquellas paredes, era ella la que gobernaba, no cabía duda, rigiéndose por un código más antiguo que el de Chalion. El suyo era un estado lo bastante pequeño.

La conversación derivó hacia asuntos menos polémicos cuando los criados trajeron pasteles, queso y un vino de Brajar. Cazaril esperaba que subrepticiamente, había comido hasta saciarse. Si no se contenía, y pronto, se empacharía. Pero el vino dorado de los postres estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas en la mesa; ése lo bebió sin aguar, aunque consiguió limitarse a un solo vaso.

Al término de la cena volvieron a ofrecerse oraciones, tras las que el tutor del róseo Teidez se lo llevó para estudiar. Iselle y Betriz fueron enviadas a ocuparse de sus labores de costura. Partieron al galope, seguidas a un paso más lánguido por de Ferrej.

– ¿De verdad podrán sentarse quietas para coser? -preguntó Cazaril a la provincara, mientras observaba la exhalación de faldas al vuelo.

– Cotillean y se ríen hasta levantarme dolor de cabeza, pero sí, son muy mañosas. -El desaprobatorio fruncimiento de los labios de la provincara no se correspondía con la calidez de sus ojos.

– Vuestra nieta es una jovencita encantadora.

– Cuando un hombre llega a cierta edad, Cazaril, todas las jovencitas empiezan a parecerle encantadoras. Es el primer síntoma de la senilidad.

– Cierto, mi señora. -Esbozó una discreta sonrisa.

– Ya ha acabado con la paciencia de dos institutrices y parece decidida a acabar con la de la tercera, a juzgar por el modo en que se queja de ella la mujer. Pero… -La provincara aminoró el áspero ritmo de sus palabras-, tiene que ser fuerte. Algún día, inevitablemente, será enviada lejos de mi lado. Ya no podré ayudarla… protegerla…

Una rósea joven, atractiva y lozana era un peón, no una jugadora, en la política de Chalion. Su precio de novia sería elevado, pero un matrimonio política y financieramente favorable no tenía por qué resultar adecuado en un sentido más íntimo. La viuda provincara había tenido suerte en su vida personal, pero en el transcurso de sus muchos años sin duda había tenido ocasión de observar el amplio espectro de destinos maritales que aguardaban a las mujeres de noble cuna. ¿Enviarían a Iselle a un lugar tan lejano como Darthaca? ¿La desposarían con algún primo de la royeza de Brajar, con la que la unían lazos tan próximos? No quisieran los dioses que fuera cedida a los roknari para sellar una paz temporal, que la exiliara al archipiélago.

La provincara estudió sus rasgos de soslayo, a la luz de los lujosos racimos de velas que tanto le habían gustado siempre.

– ¿Cuántos años tenéis, castelar? Creo que rondabais los trece cuando vuestro padre os puso al servicio de mi querido provincar.

– Más o menos esa edad, sí, vuestra gracia. Ahora tengo treinta y cinco.

– Ja. Pues deberías haberte afeitado esas desagradables greñas que te cubren la cara. Te echan quince años encima.

Cazaril pensó en responder que una temporada en las galeras roknari envejecería a cualquiera, pero se reprimió. En vez de eso, respondió:

– Espero que mis divagaciones no enojaran al róseo, mi lady.

– De hecho, creo que conseguisteis que el joven Teidez se parara a reflexionar. Toda una novedad. Ojalá su tutor lo consiguiera más a menudo. -Tamborileó los delgados dedos brevemente sobre el mantel y apuró su diminuto vaso de vino. Cuando lo hubo posado de nuevo, añadió-: No sé en qué posada infestada de chinches os alojaréis en la ciudad, castelar, pero enviaré un paje para que recoja vuestros enseres. Pasaréis aquí la noche.

– Gracias, vuestra gracia. Acepto vuestra gratitud. -Y presteza . Gracias a los dioses, oh, cinco veces cinco, lo habían acogido, al menos temporalmente. Vaciló, azorado-. Pero, ah… no será necesario que molestéis a vuestro paje.

La dama arqueó una ceja en su dirección.

– Para eso están. Como bien recordaréis.

– Sí, pero… -Sonrió fugazmente y se señaló a sí mismo con las manos-. Éstos son mis enseres.

Al reparar en su dolida expresión, matizó débilmente:

– Tenía aún menos cuando bajé de la galera ibrana en Zagosur. -Llevaba encima unos calzones cubiertos de mugre, y costras. Los acólitos habían quemado el andrajo en cuanto tuvieron ocasión.

– En tal caso, mi paje -dijo la provincara, con voz precisa, sosteniéndole la mirada-, os escoltará a vuestros aposentos. Mi lord castelar. -Cuando hizo ademán de incorporarse, y su prima compañera se apresuró a ayudarla, añadió-: Hablaremos de nuevo mañana.

La cámara se encontraba en el viejo torreón reservado para los huéspedes de honor, más porque en ella habían pernoctado varios royas históricos que porque fuese excesivamente cómoda; Cazaril había servido a sus ocupantes cientos de veces. La cama tenía tres colchones, de paja, de plumas y de vellón, y estaba cubierta por las sábanas más suaves y una colcha confeccionada por las damas de la casa. Antes de que el paje le hubiera abandonado, llegaron dos doncellas portando agua para lavarse, agua potable, toallas, jabón, una ramita para los dientes y un camisón con bordados, con su gorro y sus zapatillas. Cazaril había planeado dormir sin quitarse la camisa del difunto.

Era demasiado, de repente. Se sentó en el borde de la cama con el camisón en las manos y prorrumpió en desgarradores sollozos. Tragó con dificultad e hizo una seña a los nerviosos sirvientes para que se marcharan.

– ¿A ése qué le pasa? -oyó que preguntaba la voz de una de las doncellas, mientras sus pasos se perdían en el pasillo, y las lágrimas se le metieron en la nariz.


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