– Ista, corazón. Levántate y vete a la cama. Los demás se ocuparán hoy de las oraciones.

La mujer postrada movió los labios, dos veces, antes de que escaparan de ellos unas palabras susurradas.

– Si es que escuchan los dioses. Si es que escuchan, que no hablan. Me han vuelto el rostro, madre.

La anciana le acarició el cabello, casi con torpeza.

– Ya rezarán otros hoy. Encenderemos todas las velas de nuevo, y volveremos a intentarlo. Deja que tus damas te conduzcan a la cama. Venga, levanta.

La royina sorbió por la nariz, parpadeó y, renuente, se incorporó. A un gesto de cabeza de la provincara, las damas de compañía se adelantaron para guiar a la royina fuera de la sala, tras recoger los chales que se habían quedado desparramados en el suelo. Cazaril escrutó su rostro con ansiedad cuando pasó a su lado, pero no encontró indicio alguno de enfermedad consuntiva, ni pigmentación amarilla en la piel o en los ojos, ni enflaquecimiento. Apenas si pareció que ella reparara en Cazaril; el barbado desconocido no encendió la chispa del reconocimiento en sus ojos. Bueno, no había ningún motivo por el que debiera acordarse de él, un simple paje entre las docenas de ellos que habían entrado y salido de la casa de Baocia durante el transcurso de los años.

La provincara volvió la cabeza cuando se hubo cerrado la puerta tras su hija. Cazaril se encontraba lo bastante cerca para verla suspirar en silencio.

Le dedicó una honda reverencia.

– Gracias por estas ropas de festejo, vuestra gracia. Si… -vaciló-. Si hay algo que pueda hacer para aliviar vuestra carga, lady, o la de la royina, sólo tenéis que pedírmelo.

La anciana sonrió, le cogió la mano y le dio una palmada ausente, pero no respondió. Fue a abrir los postigos de la ventana del ala oriental de la estancia, para permitir la entrada del almibarado fulgor del amanecer.

Al otro lado del altar, lady de Hueltar sopló para apagar las velas y recogió los troncos mermados en una cesta traída a tal efecto. La provincara y Cazaril le ayudaron a reemplazar los deprimentes tocones de cada pebetero con sendas velas nuevas de cera de abeja. Cuando las docenas de cirios estuvieron de pie a semejanza de jóvenes soldados, cada uno delante de su correspondiente tablilla, la provincara se apartó y asintió satisfecha con la cabeza.

El resto de la casa comenzó a llegar en ese momento, y Cazaril ocupó un asiento discretamente apartado en uno de los bancos de la entrada. Cocineros, criados, mozos de cuadra, pajes, el cazador y el cetrero, el ama de llaves, el castellano, todos ataviados con sus mejores galas, con todo el blanco y el azul que habían conseguido reunir, entraron en silencioso desfile y se sentaron. Lady Betriz entró acompañando a la rósea Iselle, de punta en blanco y un tanto envarada en el núcleo de los elaborados, estratificados y brillantemente bordados ropajes de la Dama de la Primavera, cuyo papel había sido elegida para representar en el día de hoy. Tomaron asiento, privilegiadas, en uno de los primeros bancos y consiguieron no hacerse reír la una a la otra. Las siguió un divino de la Sagrada Familia del templo de la ciudad, contrastando su atuendo blanco y azul de la Hija con el negro y gris del Padre del día anterior. El divino ofreció a los reunidos un breve servicio dedicado a la sucesión de la estación y la paz de los difuntos que aquí se representaba y, cuando los primeros rayos de sol tanteaban la ventana del este, apagó con mucha ceremonia la última vela que ardía aún, la última llama que quedaba encendida en toda la casa.

Todos asistieron a continuación a un desayuno frío que se había preparado sobre caballetes en el patio. Frío, que no frugal; Cazaril hubo de recordarse que no hacía falta que saldara cuentas con tres años de privaciones en un solo día, y que le esperaba enseguida un paseo colina arriba y abajo. Empero, se encontraba dichosamente ahíto para cuando trajeron el mulo blanco de la rósea.

También la bestia lucía adornos en forma de cintas azules y flores recién trenzadas en la crin y la cola. Sus colgaduras habían sido gloriosamente elaboradas con todos los símbolos de la Dama de la Primavera. Iselle, con sus ropas del Templo, arreglada la melena para que se derramara igual que una catarata ambarina sobre sus hombros desde la corona de hojas y flores, fue aupada con mimo hasta la silla, recogidos sus pliegues y volantes. Esta vez, se sirvió de un bloque de montar y de la ayuda de un par de pajes jóvenes y fornidos. El divino cogió el cordón de seda azul del mulo y la condujo fuera de las puertas. La provincara fue subida a lomos de una sosegada yegua alazana adornada con vistosos calcetines blancos, trenzada a su vez con cintas y flores, conducida por su castellano. Cazaril reprimió un eructo y, a una seña de de Ferrej, se apresuró a situarse detrás de las damas montadas, ofreciendo cortésmente su brazo a la dama de Hueltar. El resto de la casa, todos los que iban a sumarse a pie a la procesión, adoptaron sus posiciones.

La risueña barahúnda recorrió las calles de la ciudad como una serpiente en dirección a la antigua puerta del este, donde habría de comenzar oficialmente el desfile. Aguardaban allí unas doscientas personas, entre ellas unos cincuenta caballeros montados de las asociaciones de guardianes de la Hija, venidos de todo el interior de Valenda. Cazaril pasó justo por debajo de las narices del rollizo soldado que le había lanzado aquella moneda equivocada el día anterior, pero el hombre le devolvió la mirada sin reconocerlo, limitándose a dedicarle un cortés asentimiento en vista de sus sedas y su espada. Y de su corte de pelo y su baño, supuso Cazaril. Qué extraño, cómo nos ciega la superficie de las cosas . Los dioses, presumiblemente, veían a través. Se preguntó si lo encontrarían tan incómodo como él a veces, últimamente.

Arrinconó sus curiosas ideas mientras formaba la procesión. El divino cedió las riendas de Iselle al anciano caballero que había sido seleccionado para representar el papel del Padre del Invierno. En la procesión invernal habría asumido el lugar del dios un nuevo padre más joven, tan pulcro su negro atuendo como el de un juez, montado a lomos de un soberbio caballo negro conducido por el andrajoso y saliente Hijo del Otoño. El abuelo de este día se cubría con una colección de trapos grises que convertían el aspecto de Cazaril del día anterior en el de un ímprobo ciudadano, embadurnada de ceniza la barba, el pelo y las pantorrillas desnudas. Sonrió e hizo alguna broma a Iselle; la joven se rió. Los guardias se alinearon detrás de la pareja y la procesión al completo comenzó su ronda de las antiguas murallas de la ciudad, o de la porción de las mismas que aún no había quedado obstruida por las nuevas construcciones. Algunos acólitos del Templo siguieron a los soldados y al resto, para dirigir los cánticos, y animar a todos a utilizar las palabras adecuadas y no las versiones más vulgares.

Cualquier vecino de la ciudad que no formara parte de la procesión formaba ahora parte de la audiencia y arrojaba, principalmente, flores y hierbas. En la vanguardia, Cazaril pudo ver a las acostumbradas y escasas jóvenes casamenteras que se abalanzaban sobre la Hija para rozar su vestido y encontrar la suerte necesaria para encontrar marido en esta estación, antes de alejarse corriendo de nuevo, entre risas. Tras un saludable paseo matutino -gracias a los cielos por la agradable temperatura; una primavera memorable habían hecho esto mismo bajo una tormenta de aguanieve- la desordenada procesión al completo puso rumbo de nuevo a la puerta del este y desfiló hacia el templo que se levantaba en el corazón de la ciudad.

El templo estaba erigido a un lado de la plaza mayor, rodeado de una parcela ajardinada y un muro bajo de piedra. Estaba construido según la planta cuatripartita, semejante a un trébol de cuatro hojas que radicaban en su patio central. Las paredes eran de la piedra dorada local que tanto serenaba el corazón de Cazaril, coronadas por azulejos rojos también nativos. Uno de los lóbulos con cúpula albergaba el altar del dios de cada estación; la torre redonda y separada del Bastardo, directamente detrás de la puerta de su madre, contenía su ara.

La dama de Hueltar tiró implacable de Cazaril hasta la parte delantera mientras la rósea era desmontada de su mulo y guiada bajo el pórtico. Cazaril descubrió que lady Betriz había tomado lugar a su lado, con el cuello estirado para seguir las evoluciones de Iselle. Bajo la nariz de Cazaril, el fresco perfume de las flores y el follaje imbricado en torno a su cabeza se mezclaba con la cálida fragancia de su cabello, la exhalación misma de la primavera. La multitud los empujó hacia delante desbordando las puertas abiertas de par en par.

En el interior, con las sombras oblicuas de la mañana tiñendo aún el patio principal adoquinado, el Padre del Invierno limpió los restos de ceniza del hogar elevado del fuego sagrado central y los espolvoreó sobre su persona. Los acólitos salieron al frente para disponer leña nueva, bendecida por el divino. El ceniciento barbudo fue expulsado entonces de la cámara en medio de pitidos, abucheos, varas con cascabeles y misiles de blanda lana que representaban bolas de nieve. Se consideraba que el año había sido aciago, al menos para el avatar del dios, cuando el gentío podía lanzar auténticas bolas de nieve.

La Dama de la Primavera en la persona de Iselle fue conducida hacia delante para que encendiera el nuevo fuego con acero y pedernal. Se arrodilló en los cojines dispuestos para tal fin y se mordió el labio, adorable en su concentración, mientras amontonaba las virutas secas y las hierbas sagradas. Todo el mundo contuvo la respiración; una docena de supersticiones rodeaban la cuestión de cuántos intentos eran necesarios para que el avatar del dios ascendente encendiera el nuevo fuego cada estación.

Tres rápidos golpes, una lluvia de chispas, un soplo de joven aliento; la llama diminuta prendió. Presto, el divino se agachó para encender la nueva vela delgada antes de que pudiera ocurrir cualquier desafortunado accidente. No se produjo ninguno. Se alzó por doquier un murmullo de aliviada aprobación. La pequeña llama fue transferida al hogar sagrado, e Iselle, luciendo orgullosa y un tanto aliviada, recibió ayuda para incorporarse. Sus ojos grises parecían arder tan rutilantes y vivaces como el nuevo fuego.

La condujeron luego al trono del dios reinante, y dio comienzo el verdadero acontecimiento de la mañana: recoger los obsequios cuatrimestrales del templo que posibilitarían su funcionamiento durante los próximos tres meses. Cada cabeza de casa salió al frente para rendir su bolsita de monedas u otra ofrenda a las manos de la Dama, recibir su bendición y ver su cantidad anotada por el secretario del templo en la mesa sita a la diestra de Iselle. Eran acompañados luego a su vez para recibir la vela delgada con el nuevo fuego, con el que habrían de regresar a sus casas. La casa de la provincara fue la primera, por orden de rango; el monedero que depositó el alcaide del castillo en manos de Iselle estaba cargado de oro. Salieron al frente otros prohombres. Iselle sonreía, recibía e impartía bendiciones; el divino en jefe sonreía, transfería y repartía agradecimientos; el secretario sonreía, anotaba y acumulaba.


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