Llegó un Oficial de Inquisición del provincar de la corte de Baocia, de la bulliciosa ciudad de Taryoon, a la que había trasladado su capital el hijo de la viuda tras heredar la dote de su padre. Habían transcurrido, calculó Cazaril mentalmente más tarde, tantos días como cabría esperar para que se redactara una carta de la provincara a su hijo, se remitiera y se leyera, para que se transmitieran órdenes a la Cancillería de Justicia de Baocia, y para que el inquisidor lo dispusiera todo para su viaje. Todo un privilegio. Cazaril desconocía hasta qué punto comulgaba la provincara con los procesos legislativos, pero apostaría a que dejar enemigos sueltos a su alrededor le había infundido cierto, ah, valor doméstico.
Al día siguiente, se descubrió que el juez Vrese había escapado a caballo con dos criados y unas cuantas bolsas y cofres embalados apresuradamente, dejando atrás una casa alborotada y una chimenea repleta de papeles reducidos a cenizas.
Cazaril intentó convencer a Iselle de que tampoco esto demostraba nada, aunque eso ponía a prueba incluso su lentitud a la hora de emitir juicios. La alternativa -que Iselle hubiera sido tocada por la diosa aquel día- le parecía demasiado perturbadora para contemplarla. Los dioses, aseguraban a los hombres los doctos teólogos de la Sagrada Familia, obraban de manera sutil, secreta y, por encima de todo, parsimoniosa: por mediación del mundo, no en él. Incluso para los agradecidos y excepcionales milagros curativos -o los más siniestros del desastre y la muerte- el libre albedrío del hombre ha de abrir un canal para que el bien o el mal entren en la vida de la vigilia. Cazaril había conocido, en sus tiempos, a dos o tres personas de las que sospechaba que podían estar realmente tocadas por los dioses, y a bastantes más que evidentemente creían que lo estaban. Ninguna de ellas eran personas con las que se sintiera cómodo en su presencia. Creía devotamente que la Hija de la Primavera había ido satisfecha con la acción de su avatar. O se había ido, sin más…
Iselle tenía poco contacto con la casa de su hermano al otro lado del patio, salvo las comidas que compartían, o cuando se reunían para salir juntos a cabalgar. Cazaril suponía que los dos pequeños habían estado más unidos antes de que la llegada de la pubertad hubiera comenzado a arrastrarlos a los mundos opuestos del hombre y la mujer.
El estricto secretario tutor del róseo, sir de Sanda, parecía innecesariamente molesto por el rango hueco de castelar que ostentaba Cazaril. Reclamaba un lugar de privilegio en la mesa o en la procesión en detrimento del simple tutor de las muchachas, con una falsa sonrisa arrepentida que servía -en cada comida- para atraer más atención de la que se proponía evitar. Cazaril pensó en explicarle al hombre lo poco que le importaba todo aquello, pero dudaba que lograra explicarse, por lo que se conformaba con devolver la sonrisa, respuesta que confundía a de Sanda tremendamente, puesto que intentaba atribuirle algún sutil significado táctico. Cuando apareció de Sanda en el aula de Iselle un día para exigir la devolución de sus mapas, parecía esperar que Cazaril los defendiera como si se tratara de documentos secretos de estado. Cazaril se los entregó con presteza y amables palabras de agradecimiento. De Sanda se vio obligado a marcharse sin aplacar su enojo.
Lady Betriz tenía los dientes apretados.
– ¡Ese hombre! Se comporta igual que, igual…
– Igual que uno de los gatos del castillo -aventuró Iselle-, cuando aparece un gato desconocido. ¿Qué le has hecho para que te bufe de ese modo, Cazaril?
– Os prometo que no me he meado en su ventana -dijo Cazaril, con toda seriedad, consiguiendo que Betriz se atragantara con las risas (ah, así está mejor) y mirara alrededor con expresión culpable para asegurarse de que la fámula estaba demasiado lejos para oír nada. ¿Tan rudo había sido? No estaba convencido de haber cogido el tranquillo todavía a las damiselas, pero tampoco ellas tenían queja de él, a pesar del darthaco-. Supongo que se imagina que envidio su trabajo. No creo que lo haya meditado bien.
O quizá sí, pensó Cazaril de repente. Cuando nació Teidez, su derecho a heredar de su recién casado hermanastro Orico no había sido tan evidente. Pero conforme se sucedían los años, y la royina de Orico no conseguía concebir un bebé, el interés -interés posiblemente nocivo- en Teidez sin duda habría aumentado en toda la corte de Chalion. Puede que fuera ése el motivo por el que había abandonado Ista la capital, para alejar a sus retoños de aquel ambiente viciado en favor del aire límpido y sereno de una ciudad de provincias. Sabia decisión, por añadidura.
– Oh, no, Cazaril -protestó Iselle-. Quédate aquí con nosotras. Se está mejor.
– Sí que se está.
– No sólo eso. Eres el doble de inteligente que sir de Sanda, ¡y has viajado diez veces más! ¿Por qué lo soportas tan, tan…? -Betriz parecía haberse quedado sin palabras-. ¿En silencio? -concluyó, al fin. Mantuvo la mirada apartada un momento, como si temiera que él pudiera adivinar que se había mordido la lengua para no decir un término menos halagador.
Cazaril sonrió aviesamente a su inopinada partidaria.
– ¿Crees que se sentiría mejor si me presentara como objetivo de sus tonterías?
– ¡Sí, está claro!
– Bueno. Entonces, tu pregunta se responde por sí sola.
Betriz abrió la boca, volvió a cerrarla. Iselle a punto estuvo de atragantarse con una risita.
La simpatía de Cazaril por de Sanda aumentó, no obstante, una mañana en que se presentó éste, con el rostro tan privado de sangre que casi parecía verde, con la alarmante noticia de que su regio pupilo había desaparecido y no se encontraba en la cocina, en las perreras ni en el establo. Cazaril se ciñó la espada y se dispuso a sumarse a la batida de búsqueda, desplegando ya en su cabeza el mapa de la ciudad y sus alrededores, sopesando las opciones de heridas, bandidos, el río… ¿las tabernas? ¿Tenía Teidez la edad suficiente para abordar a una prostituta? Eso explicaría que hubiera querido burlar la vigilancia de sus guardianes.
Antes de que Cazaril tuviera ocasión de compartir el abanico de posibilidades con de Sanda, cuya mente estaba profundamente atascada en los bandidos, Teidez en persona entró cabalgando en el patio, embarrado y empapado de agua, con una ballesta colgada del hombro, un escudero siguiendo sus pasos y una raposa muerta atravesada en la silla. El muchacho contempló la cabalgata a medio organizar con malhumorado horror.
Cazaril desistió de intentar subir a su caballo sin que cada movimiento le instigara una punzada de dolor, se sentó en el montadero sujetando las riendas de su bayo castrado y observó fascinado cómo cuatro hombres adultos comenzaban a interrogar al joven acerca de lo que saltaba a la vista.
Era escasamente necesario preguntar ¿Dónde has estado? Lo mismo para ¿Por qué lo has hecho? A cada minuto que pasaba era más evidente ¿Por qué no se lo has dicho a nadie? Teidez soportó el interrogatorio sin abrir la boca, en su mayor parte.
Cuando de Sanda se detuvo para recuperar el aliento, Teidez arrojó su inerte y rojiza presa a Beetim, el cazador.
– Ten. Desuéllalo. Quiero la piel.
– La piel no es buena en esta época, señorito -reprendió Beetim-. El pelaje es muy fino, y se cae. -Esgrimió un dedo apuntándolo a las ubres atezadas del animal, cargadas de leche-. Y trae mala suerte matar una madre en la estación de la Hija. Tendré que quemarle los bigotes, para que no vuelva su fantasma y me alborote a los perros toda la noche. Y ¿dónde están los cachorros?, ¿eh? Tendríais que haberlos matado también, ya que estabais, es cruel dejar que se mueran de hambre. ¿O es que habéis cogido dos y los tenéis escondidos en alguna parte?, ¿eh?
Su furibunda mirada se volcó en el amilanado escudero.
Teidez arrojó la ballesta a los adoquines y rugió, desesperado:
– Buscamos la madriguera. No pudimos dar con ella.
– ¡Eso, y tú…! -De Sanda se cernió sobre el desdichado escudero-. ¡Tú sabes que deberías haberme avisado! -Descargó sobre el mozo una serie de improperios mucho más rudos de los que habría osado dirigir al róseo, para terminar con la orden-: ¡Beetim, azota al crío por estúpido e insolente!
– Con mucho gusto, mi lord -respondió hoscamente Beetim; se dirigió a los establos, con la zorra agarrada en una mano y el acobardado escudero en la otra.
Los dos mozos de cuadra veteranos condujeron los caballos a sus establos. Cazaril entregó su montura de buena gana y pensó en su desayuno… ahora, por lo visto, no retrasado de forma indefinida. De Sanda, cuya ira se había impuesto a su terror, confiscó la ballesta y arrastró al taciturno Teidez al interior del castillo. La voz del róseo flotó en una última réplica antes de que la puerta se cerrara tras la pareja:
– ¡Pero es que me aburro …!
Cazaril contuvo una carcajada. Cinco dioses, pero qué edad más horrible para cualquier muchacho. Lleno de impulsos y vitalidad, acosado por adultos incomprensiblemente arbitrarios con ideas estúpidas que no incluían saltarse las oraciones de la mañana para salir a cazar zorros una espléndida mañana de primavera… atisbó el cielo sobre su cabeza, que se abrillantaba y adquiría una desvaída tonalidad cerúlea a medida que se disipaban las brumas matinales. La quietud de la casa de la provincara, bálsamo para el alma de Cazaril, era sin duda corrosiva para el constreñido Teidez.
Cualquier consejo que procediera del recién llegado Cazaril probablemente sería mal recibido por de Sanda, tal y como estaban las cosas entre ellos en esos momentos. Pero le parecía que si de Sanda aspiraba a conservar su influencia sobre el róseo cuando éste se convirtiera en un hombre investido del poder y los privilegios de un alto señor -como poco- de Chalion, lo estaba llevando mal. Lo más probable era que Teidez se librara de él a las primeras de cambio.
Así y todo, de Sanda era un hombre concienzudo, eso debía concedérselo. Un hombre más vil de igual ambición bien podría acicatear los apetitos de Teidez en lugar de intentar controlarlos, generando adicción en lugar de lealtad. Cazaril había conocido a un par de nobles vástagos corrompidos por sus tutores… pero no en la casa de Baocia. Mientras la provincara estuviera al mando, no era probable que Teidez se topara con parásitos así. Con tan reconfortante reflexión, Cazaril se bajó del montadero y se puso en pie.