– Dioses de mi alma -dijo Betriz, contemplando la ruina-, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Por qué no lo reparan?

– Ah -dijo Cazaril, inmerso en su papel de tutor, considerablemente más para su propia tranquilidad que para la de Betriz-. Ésa es la torre del roya Fonsa el Sabio. -Más comúnmente conocido, tras su fallecimiento, por Fonsa el Sabihondo-. Dicen que solía pasear por sus alturas toda la noche, intentando leer la voluntad de los dioses y el destino de Chalion en las estrellas. La noche que obró su milagro de magia de la muerte sobre el General Dorado, una terrible tormenta de relámpagos azotó el techo, e inició un incendio que no se sofocó hasta la mañana siguiente, pese a la fuerte lluvia.

Cuando los roknari realizaron su primera invasión por mar, tomaron gran parte de Chalion, Ibra y Brajar con su primera y violenta embestida, llegando incluso más allá de Cardegoss, hasta el pie de las montañas del sur. Incluso Darthaca se había visto amenazada por sus avanzadillas. Pero emergieron nuevos hombres de las cenizas de los debilitados Reinos Antiguos y la cruel cuna de las colinas, que lucharon durante generaciones para recuperar lo que se había perdido en aquellos primeros años. Eran ladrones guerreros que sustentaban su economía en el pillaje; las fortunas de los nobles no se amasaban, se robaban. Aquello supuso un giro, puesto que la idea que tenían los roknari de la recaudación de impuestos era una columna de soldados que se apropiara de todo lo que se cruzara en su camino a punta de espada, como langostas con armas. Los reiterados sobornos repelieron las columnas, hasta que Chalion se hubo convertido en una extraña pista de baile donde danzaban los ejércitos de contables y los recaudadores armados. Pero, con el tiempo, los roknari fueron expulsados de nuevo hacia el norte, hacia el mar, y dejaron atrás un legado de castillos y brutalidad. Los invasores quedaron reducidos a los cinco principados en disputa que abrazan la costa septentrional.

El General Dorado, el León de Roknar, había aspirado a invertir el rumbo de su historia. Por medio de la guerra, la astucia y el matrimonio, en diez años consiguió cohesionar los cinco principados por primera vez desde el desembarco de los roknari. A sus apenas treinta años de edad, había reunido bajo su mando una gran horda de hombres que se preparaban para asolar el sur una vez más, declarando que barrería a los herejes quintarianos y el culto al Bastardo de la faz de la tierra valiéndose del fuego y la espada. Desesperadas y desunidas, Chalion, Ibra y Brajar estaban siendo derrotados en todos los frentes.

Al ver cómo fracasaban los intentos de asesinato ordinarios, se intentó la magia de la muerte sobre el genio dorado en más de una docena de ocasiones, sin resultado. Fonsa el Sabio, tras mucho cavilar, concluyó que el General Dorado debía de ser el elegido de uno de los dioses; ningún sacrificio menor que el de un rey podría suplir su atronador destino. Fonsa había perdido cinco hijos y herederos uno detrás del otro en las guerras con el norte. Ias, el último y el más joven, estaba enzarzado en enconada lid con los roknari en los últimos pasos montañosos que bloqueaban las rutas de su invasión. Una noche de tormenta, acompañado únicamente de un divino del Bastardo que gozaba de su confianza y de un paje joven y leal, Fonsa había subido a lo alto de su torre y cerrado la puerta tras él…

Los cortesanos de Chalion habían sacado tres cuerpos calcinados de los escombros la mañana siguiente; sólo la diferencia de altura les permitió distinguir al divino del paje y a éstos del roya. Estupefacta y aterrorizada, la temblorosa corte había aguardado su destino. El correo de Cardegoss, que galopaba hacia el norte portando la nueva de pérdida y condolencia, se cruzó con el correo que galopaba hacia el sur desde Ias para transmitir la noticia de la victoria. El funeral y la coronación tuvieron lugar simultáneamente entre los muros del Zangre.

Cazaril observaba esos muros ahora.

– Cuando el róseo, ya roya, Ias regresó de la guerra -siguió contándole a Betriz-, ordenó cegar las ventanas inferiores y las puertas de la torre de su difunto padre, y proclamó que nadie habría de volver a poner el pie en ella.

Una forma negra y aleteante se lanzó desde la cima de la torre, y Betriz soltó un gritito y se agazapó.

– Los cuervos anidan en ella desde entonces -señaló Cazaril, ladeando la cabeza hacia atrás para ver cómo describía círculos la negra silueta recortada contra el intenso cielo azul-. Creo que se trata de la misma bandada de cuervos sagrados a los que dan de comer los divinos del Bastardo en el patio del templo. Son aves inteligentes. Los acólitos las convierten en mascotas y les enseñan a hablar.

Iselle, que se había acercado mientras Cazaril desgranaba el relato de la suerte de su regio abuelo, preguntó:

– ¿Qué dicen?

– No mucho -admitió Cazaril, con una rápida sonrisa-. Todavía no he visto ninguno que tenga un vocabulario de más de tres graznidos. Aunque algunos acólitos insistían en que sabían decir más cosas.

Alertado por el explorador que había adelantado de Sanda, un enjambre de criados y sirvientes se lanzó a asistir a los huéspedes recién llegados. El castellano del Zangre, con sus propias manos, situó el montadero a los pies de la rósea Iselle. Quizá cobrando conciencia de su dignidad al ver la humillada cabeza entrecana del caballero, la joven se sirvió del escalón por una vez y bajó del caballo con la gracia que cabía esperar de una dama. Teidez tiró sus riendas a un mozo solícito y miró en torno con ojos brillantes. El alcaide conferenció sucintamente con de Sanda y Cazaril de una docena de detalles prácticos, desde dónde aparcar los caballos y los criados a -Cazaril sonrió fugazmente- dónde aparcar al róseo y la rósea.

El castellano escoltó a los infantes reales a sus aposentos en el ala izquierda del bloque principal, seguido de un desfile de sirvientes que cargaban con el equipaje. Teidez y su séquito recibieron media planta; Iselle y sus damas, la planta inmediatamente superior. Asignaron a Cazaril una pequeña habitación en el piso de los hombres, si bien al extremo. Se preguntó si esperaban de él que celara la escalera.

– Descansen y pónganse cómodos -dijo el castellano-. El roya y la royina los recibirán esta tarde en un banquete de celebración al que asistirá toda la corte.

El bullicio de sirvientes que trajeron agua para lavarse, sábanas limpias, pan, fruta, pastas, queso y vino aseguraron a los visitantes de Valenda que no pensaban abandonarlos a la inanición hasta la hora del banquete.

– ¿Dónde están mi hermano y mi hermanastra? -preguntó Iselle al alcaide, que le dedicó una pequeña reverencia.

– La royina está descansando. El roya está visitando su colección de animales, que le proporciona un enorme consuelo.

– Me gustaría verla -respondió Iselle, un tanto vehemente-. Me ha escrito a menudo describiéndola.

– Hacédselo saber. Estará encantado de mostrárosla -aseguró el alcaide, con una sonrisa.

La partida de damiselas no tardó en enfrascarse en el frenético vuelco de baúles para seleccionar vestidos con los que asistir al banquete, ejercicio que, evidentemente, no requería la inexperiencia de Cazaril. Dio instrucciones al sirviente para que colocara el arcón en su angosta estancia y se fuera, soltó sus alforjas encima de la cama, y escarbó en ellas hasta encontrar la carta a Orico que tan estrictamente le había encomendado entregar la provincara, en mano al roya y a nadie más, con la mayor presteza posible a la llegada. Se detuvo únicamente para quitarse de las manos el polvo del camino y echar un rápido vistazo por la ventana. La profunda quebrada a este lado del castillo parecía cortada en vertical bajo su alféizar. Un vertiginoso destello de agua perteneciente al riachuelo apenas si resultaba visible entre las copas de los árboles del fondo.

Cazaril se extravió sólo una vez camino del zoológico, que se encontraba situado fuera de las murallas cruzando los jardines, junto a los establos. Supo identificarlo al menos por el penetrante olor acre de extraños excrementos que no eran humanos ni equinos. Cazaril se asomó a un pasillo abovedado del edificio de piedra, acostumbrando la vista a su fría penumbra, y entró vacilante.

Un par de antiguos establos se habían convertido en jaulas para una pareja de osos negros increíblemente lustrosos. Uno dormitaba sobre una pila de limpia paja dorada; el otro lo miró fijamente, levantando el hocico y olisqueando esperanzado al paso de Cazaril. Al otro lado del pasillo, los distintos compartimentos albergaban bestias de lo más extrañas a las que Cazaril ni siquiera podía poner nombre, como altas cabras de largas patas, pero con cuellos también largos y curvados, ojos mansos y líquidos, y suave y poblado pelaje. En un cuarto a un lado, una docena de grandes aves de brillante plumaje se acicalaban con el pico y murmuraban, y otras más diminutas, pero igualmente brillantes, piaban y aleteaban en las jaulas que se alineaban en la pared. Enfrente de la pajarera, en un nicho abierto, encontró al fin ocupantes humanos: un pulcro mozo de cuadra con la librea del roya, y un hombre obeso sentado con las piernas cruzadas encima de una mesa, sujetando un leopardo del enjoyado collar. Cazaril boqueó y se quedó paralizado cuando el hombre agachó la cabeza hasta situarla al lado de las fauces abiertas del gran felino.

El hombre estaba almohazando vigorosamente a la bestia. Una nube de pelos negros y amarillos flotaba en torno a la pareja mientras el leopardo se retorcía sobre la mesa en lo que Cazaril reconoció, tras un parpadeo, como éxtasis felino. La mirada de Cazaril estaba tan concentrada en el leopardo que tardó otro momento en reconocer en el hombre al roya Orico.

La docena de años transcurridos desde que lo viera por última vez no había pasado en vano. Orico nunca había sido un hombre atractivo, ni siquiera en la flor de su juventud. Su estatura estaba un poco por debajo de la media, y se había roto la nariz chata en un accidente a caballo siendo un adolescente, por lo que ahora parecía que tuviera una seta aplastada en medio de la cara. Había tenido el cabello castaño y rizado. Ahora era ruano, aún rizado pero mucho más ralo. Su cabello era la única cosa en él que se había vuelto más delgada; su cuerpo se había ensanchado groseramente. Tenía la cara pálida e hinchada, con pesadas bolsas bajo los ojos. Gorjeó a su gato manchado, que frotó la cabeza contra la túnica del roya, desprendiéndose de más pelos, antes de lamer el brocado vigorosamente con una lengua del tamaño de una manopla, persiguiendo obviamente una gran mancha de jugo de carne que había caído sobre la impresionante panza del roya. Éste se había remangado, y en sus brazos se apreciaba una docena de arañazos encostrados. El enorme gato mordió un brazo desnudo y lo sostuvo entre sus dientes amarillos brevemente, aunque sin cerrar las fauces. Cazaril apartó los dedos agarrotados de la empuñadura de su espada, y carraspeó.


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