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Cazaril oyó a los jinetes en el camino antes de verlos. Miró por encima del hombro. El desgastado sendero que serpenteaba a su espalda se enroscaba en un promontorio redondeado, que pasaba por colina en estas llanuras altas azotadas por el viento, antes de zambullirse de nuevo en el fango de finales de invierno que era la árida tierra de Baocia. A sus pies discurría un riachuelo, demasiado pequeño e intermitente para merecerse un paso a través o un puente, teñido de verde frente al sendero que circulaba entre pastos poblados de ovejas. El tamborileo de las pezuñas, el entrechocar de los jaeces, el tintineo de los cascabeles, el crujido de los arreos y el despreocupado eco de las voces se aproximaban a un ritmo demasiado veloz para tratarse de un campesino cauto acompañado de su cuadrilla, o de un grupo de parsimoniosos muleros. La cabalgata dobló al trote la cara del promontorio, en fila de a dos, desplegando toda la panoplia de su orden, una docena aproximada de hombres. No eran bandidos. Cazaril dejó de contener la respiración y tragó saliva hasta apaciguar su soliviantado estómago. Como si tuviera algo que ofrecer a unos bandidos aparte de diversión. Se hizo a un lado y se dispuso a observar cómo pasaba el desfile junto a él.
Para sorpresa de Cazaril, el capitán levantó una mano cuando se acercaban a él. La columna se detuvo en seco con estrépito; el chapoteo y el pisoteo de las pezuñas se propagaron de un modo que hubiera conseguido que el viejo caballista del padre de Cazaril prorrumpiera en airados e ingeniosos insultos contra tal banda de mocosos. En fin, tanto daba.
– Saludos, viejo camarada -dijo el líder a Cazaril, por encima del arco del portaestandarte de su silla de montar. Cazaril, solo en la carretera, evitó a duras penas girar la cabeza para ver a quién iba dirigido el saludo. Lo habían confundido con algún patán de la localidad, camino de la plaza o embarcado en cualquier otro recado, y supuso que el error estaba justificado: botas raídas cubiertas de barro, una gruesa capa de prendas harapientas y desparejas para impedir que el gélido viento del sudeste le congelara los huesos. Daba gracias a todos los dioses del cambio de año por cada mugrienta costura de aquellas telas, je. Barba de dos semanas irritándole la barbilla. Camarada, nada menos. El capitán habría estado en su derecho si hubiera elegido cualquier otro apelativo más desdeñoso. Pero… ¿viejo?
El capitán señaló hacia una intersección en la que otro sendero atravesaba el camino.
– ¿Es ésa la carretera a Valenda?
Hacía… Cazaril tuvo que pararse a contar mentalmente, y el total de la suma lo abrumó. Habían transcurrido diecisiete años desde que recorriera a caballo aquella senda con rumbo, no a ninguna ceremonia, sino a la guerra de verdad, en la comitiva del provincar de Baocia. Pese a la mortificación que le producía ir a lomos de un caballo castrado y no de una elegante bestia de guerra, se había sentido tan regio, joven, arrogante y orgulloso de su atuendo como los atusados bisoños que tenían ahora la vista clavada en él. Hoy, me conformaría con montar un asno, aunque tuviera que doblar las rodillas para no trazar surcos en el fango con los dedos de los pies . Cazaril sonrió a los hermanos soldados, plenamente consciente de los famélicos monederos que yacían abiertos y vacíos tras la mayoría de aquellas fachadas de riqueza.
Le apuntaban con sus narices como si pudieran olerlo a distancia. No era nadie a quien quisieran impresionar, ni lord ni lady que pudiera ser dadivoso con ellos del mismo modo que podrían serlo ellos con él; sin embargo, les servía para practicar con alguien sus aires aristocráticos. Confundían la mirada que les devolvía con admiración, quizá, o tal vez con simple estulticia.
Reprimió la tentación de indicarles el camino equivocado, en dirección a algún establo de ovejas o dondequiera que desembocara aquella bifurcación de aspecto engañosamente amplio. Sería improcedente burlar a la propia guardia de la Hija en vísperas del Día de la Hija. Y además, los hombres que se alistaban en las santas órdenes militares no destacaban por su sentido del humor, y puede que volviera a cruzarse con ellos, puesto que tenían la misma ciudad por destino. Cazaril carraspeó para aclararse la garganta, que no había utilizado para comunicarse con otro hombre desde el día anterior.
– No, capitán. El camino a Valenda está señalado por un hito real. -O lo estaba, hace tiempo-. A unos dos o tres kilómetros. No tiene pérdida.
Sacó una mano del cálido refugio de los pliegues de su abrigo e hizo un gesto hacia delante. Le costaba enderezar los dedos, y se encontró agitando una zarpa. El frío viento le laceraba las articulaciones hinchadas y se apresuró a embutir de nuevo la mano en su madriguera de telas.
El capitán hizo una seña a su portaestandarte, un… camarada, ancho de hombros, que fijó el mástil de su pendón en el doblez de su codo y rebuscó en su bolsa. Tanteó, buscando sin duda una moneda cuya denominación fuera adecuadamente modesta. Sacó a la luz un par de piezas, sujetas entre los dedos, cuando se revolvió su caballo. Una moneda -un real de oro, no una vaida de cobre- escapó a su presa y cayó al lodo. Hizo ademán de ir tras ella, horrorizado, pero se contuvo. No podía desmontar delante de sus compañeros para escarbar en el fango y recuperarla. No era igual que el campesino por el que habían tomado a Cazaril: para consolarse, levantó la barbilla y esbozó una sonrisa agria, a la espera de que Cazaril se zambullera ansioso y ridículo en pos de aquel inesperado golpe de suerte.
En vez de complacerlo, Cazaril hizo una reverencia y entonó:
– Que la Dama de la Primavera prodigue sus bendiciones sobre vos, joven señor, del mismo modo que habéis prodigado vos vuestra fortuna con un simple vagabundo, y con la misma disposición.
Si el joven hermano soldado hubiera tenido más luces, bien podría haber encontrado sentido a esta mofa y Cazaril, el aparente campesino, se habría ganado con toda justicia un trallazo de su fusta en el rostro. La posibilidad parecía remota, a juzgar por la bovina expresión que exhibía el hermano, aunque el capitán había fruncido los labios, exasperado. Pero se limitó a mover la cabeza e indicar a su columna que reanudara la marcha.
Si el portaestandarte era demasiado orgulloso para revolcarse en el fango, Cazaril estaba demasiado cansado. Esperó hasta que hubo pasado el tren de equipaje, una recua de mulas y criados que cerraban la comitiva, antes de acuclillarse con esfuerzo y rescatar la pequeña chispa del frío charco en que se había convertido la huella de un caballo. Sintió cruelmente tirantes los apósitos de su espalda. Dioses. Me muevo como un viejo . Recuperó el aliento y se puso en pie con esfuerzo, sintiéndose como si tuviera cien años, como abono adherido al tacón de la bota del Padre del Invierno mientras éste salía del mundo.
Limpió el barro de la moneda -bastante pequeña, aunque fuera de oro- y sacó su bolsa. Eso sí que era una vejiga vacía. Alimentó la boca de cuero con el delgado disco de metal y se quedó mirando su destello solitario. Suspiró y volvió a guardar la bolsa. Ahora volvía a tener algo que podían arrebatarle los bandidos. Ahora tenía motivos para sentir miedo. Caviló acerca de su nueva carga, tan desmesurada para lo que pesaba, mientras seguía renqueando la estela de los hermanos soldados. Casi no merecía la pena. Casi. Oro. La tentación de los débiles, el abatimiento de los sabios… ¿qué sentido tendría para un soldado de ojos bovinos, azorado por su accidental magnanimidad?
Cazaril escrutó el páramo que lo rodeaba. Pocos árboles o cualquier otro tipo de cobertura, salvo en aquel lejano curso de agua al frente, donde las ramas desnudas y los arbustos alineaban sus negros y grises a la luz brumosa. El único refugio a la vista lo constituía un molino de viento abandonado en la loma que tenía a su izquierda, desmoronado el techo y rotas y podridas las aspas. Aunque… por si acaso…
Se apartó de la carretera y empezó a ascender la colina. Un collado, en comparación con los pasos montañosos que había atravesado hacía una semana. La subida le privaba de aliento, no obstante; estuvo a punto de dar media vuelta. Allí arriba soplaba el viento con más fuerza, acariciando el suelo, ondulando los manojos de plata y oro de la hierba seca del invierno. Escapó al aire inclemente para refugiarse en el interior ensombrecido del molino y subió por una desvencijada escalera de aspecto dudoso que discurría paralela a la pared interior. Se asomó a la ventana sin postigos.
En el camino, un hombre regresaba con un caballo pardo. No se trataba de ninguno de los hermanos soldados: uno de los criados, con las riendas en una mano y un robusto garrote en la otra. ¿Enviado por su señor para recuperar en secreto la moneda que había ido a parar por accidente a manos del vagabundo? Se perdió en la curva y, minutos después, volvió a aparecer. Se detuvo en el sendero embarrado, se volvió a uno y otro lado en su silla para escrutar las pendientes vacías, sacudió la cabeza en ademán de frustración y espoleó a su montura para reunirse con sus compañeros.
Cazaril se dio cuenta de que se estaba riendo. Era una sensación extraña, desconocida, ese estremecimiento que le recorría los hombros y no obedecía al frío, ni a la sorpresa, ni al miedo atenazador. Y esa curiosa ausencia de… ¿de qué? ¿De envidia corrosiva? ¿De ardiente deseo? No quería seguir a los hermanos soldados, ni siquiera quería volver a guiarlos. No quería estar en su lugar. Había asistido a su desfile tan ociosamente como cualquier espectador de un espectáculo de bufones en la plaza del mercado. Dioses. Sí que debo de estar cansado . Y hambriento. Valenda seguía estando a un cuarto de día de viaje; allí podría encontrar algún prestamista que le cambiara su real por vaidas de cobre, más útiles. Esa noche, con la bendición de la Dama, podría dormir en una posada y no en un establo con las vacas. Podría cenar caliente. Podría pagarse un afeitado, un baño …
Se giró, acostumbrados ya los ojos a la penumbra del molino. Fue entonces cuando vio el cuerpo despatarrado en el suelo cubierto de escombros.
Se quedó helado por el pánico, pero volvió a respirar cuando vio el cuerpo. Ningún hombre vivo podría yacer inmóvil en aquella postura, con la espalda doblada de forma tan extraña. Los muertos no asustaban a Cazaril. Ahora bien, la causa de su muerte…
A despecho de la inmovilidad del cadáver, Cazaril se armó con un adoquín suelto del suelo antes de acercarse a él. Un hombre, rollizo, de mediana edad, a juzgar por las canas que adornaban su barba pulcramente recortada. El rostro que cubría la barba estaba abotargado y amoratado. ¿Estrangulamiento? No se apreciaban marcas en su cuello. Sus ropas eran sobrias pero de buena calidad, si bien la talla era demasiado pequeña y ajustada. El traje de lana marrón y la capa chaleco de color negro ribeteada con un bordado de hilo de plata podrían constituir el atuendo de un rico mercader o de un lord de baja categoría y gustos austeros, o de un erudito con ínfulas. En cualquier caso, no se correspondían con ningún granjero ni artesano. Ni tampoco con ningún soldado. Las manos, moteadas de púrpura y amarillo, e hinchadas a su vez, no presentaban callosidades, no presentaban -Cazaril se miró la mano izquierda, donde los muñones de dos dedos de menos atestiguaban lo inapropiado de rebelarse contra una soga- no presentaban daño alguno. El hombre no portaba adornos en absoluto, ni cadenas, ni anillos, ni sellos a juego con su lujoso atuendo. ¿Habría pasado por allí algún carroñero antes que él?