– Información privilegiada.
– Allanaste su apartamento y robaste su libreta negra -dijo Morelli, con expresión de sentirse ofendido.
– No la robé. La copié.
– No quiero saberlo. -Echó un vistazo a mi bolso-. No llevas un arma oculta, ¿verdad?
– ¿Quién, yo?
– Mierda. Tengo que estar loco para trabajar contigo.
– ¡Fue idea tuya!
– ¿Quieres que te ayude con la lista?
– No -respondí. Habría sido como regalar un billete de lotería a un vecino y que ganara el gordo.
Morelli se detuvo detrás de mi jeep.
– Tengo que decirte algo antes de que te vayas.
– ¿Sí?
– Odio esos zapatos que llevas.
– ¿Algo más?
– Siento lo de tu llanta anoche.
Seguro que lo sentía.
A las cinco de la tarde tenía frío y estaba empapada, pero había terminado con la lista. Había combinado llamadas telefónicas con interrogatorios personales, y había sacado muy poco en claro. La mayoría era gente del barrio y conocía a Kenny de toda la vida. Nadie reconoció haber tenido contacto con él después de su detención, y yo no tenía por qué creer que mentían. Nadie sabía que Kenny y Moogey estuviesen metidos en negocios o tuvieran problemas personales. Varias personas hablaron del carácter inestable de Kenny y de su mentalidad oportunista. Eran comentarios interesantes, pero demasiado generales para que fuesen de utilidad. En algunas conversaciones hubo largas pausas que hicieron que me sintiese incómoda y me preguntase qué me ocultaban.
Como último esfuerzo del día había decidido registrar de nuevo el apartamento de Kenny. Dos días antes el encargado, creyendo sin duda que yo era una especie de representante de la ley, me había dejado entrar. Cogí subrepticiamente unas llaves de recambio mientras admiraba la cocina, y ahora podía entrar a hurtadillas cuando me apeteciera. No era demasiado legal, pero si me pillaban sólo supondría una pequeña molestia.
Kenny vivía cerca de la carretera 1 en un gran edificio de apartamentos llamado El Robledal. Como allí no se veía ningún roble, supuse que los habían talado para levantar el bloque de tres pisos que anunciaban como viviendas de lujo al alcance de todos.
Aparqué en un espacio libre y entrecerré los ojos para ver la entrada iluminada a través de la oscuridad y la lluvia. Esperé un momento, mientras una pareja bajaba de un salto de su coche y entraba corriendo en el edificio. Saqué del bolso de cuero negro las llaves de Kenny y mi pulverizador de gas nervioso y los metí en el bolsillo de mi chaqueta, y con la capucha de ésta me tapé el cabello húmedo. Bajé del jeep y sentí que el frío se filtraba a través de mis téjanos mojados. ¡Menudo veranillo de San Martín!
Crucé el vestíbulo con la cabeza gacha y todavía tapada con la capucha. Tuve suerte: el ascensor estaba vacío. Subí al segundo piso y recorrí apresuradamente el pasillo hasta el número 302. Agucé el oído. Nada. Llamé a la puerta. Volví a llamar. Nada. Metí la llave en la cerradura y, tratando de dominar los nervios, entré rápidamente y encendí las luces de inmediato. El apartamento parecía vacío. Eché un vistazo a todas la habitaciones y decidí que Kenny no había estado allí desde mi última visita. Comprobé su contestador. No había mensajes.
Antes de abandonar el apartamento, apliqué el oído a la puerta. Silencio. Apagué las luces, respiré hondo y salí. Resoplé, aliviada de haber terminado y de que nadie me hubiese visto.
Al llegar al vestíbulo me dirigí directamente hacia los buzones y examiné el de Kenny. Estaba repleto de correo; quizá me ayudase a encontrar a Kenny. Por desgracia, fisgar en el correo ajeno es un delito federal, y ya no digamos robarlo. Estaría mal, pensé. El correo es sagrado. Sí, pero, un momento, ¡tenía una llave! ¿Acaso no me daba eso derecho? Apreté la nariz contra la apertura y miré dentro. La factura de la compañía telefónica. No podía resistir la tentación. Demencia pasajera. Sí, señor, decidí que era presa de un ataque de demencia pasajera.
Tomé aire, metí la llave en la diminuta cerradura, abrí el buzón, cogí el correo y lo guardé en mi bolso negro. Cerré la pequeña puerta y me marché. Estaba sudando, quería llegar a mi coche antes de recuperar la cordura.