»Nos escabullimos por las callejas de Génova, atentos a cualquier grupo armado que pudiera provenir del albergo, y llegamos a la dársena donde nos esperaba el jabeque. Partimos de inmediato. Usamos los remos para salir del puerto, pero una vez en alta mar éstos fueron retirados, y las velas, desplegadas. Disponía de tres mástiles y llevaba un aparejo de velas latinas.
»El viento fue tan bueno que recorrimos la distancia entre Génova y las Cícladas en sólo cinco días. Nuestro destino estaba a veinte leguas al norte de Creta. Los venecianos las llamaban «Islas de Santa Irene», o Santorini. En realidad eran los restos de una única isla a la que le faltaba toda su parte central, que parecía haberse evaporado. Recordé la extraordinaria narración que había traducido. Aquella catástrofe que significó el fin del Imperio de Keftiú. Su flota fue destruida en un instante, dejándolos a merced de sus enemigos, tal y como la diosa Sapas había predicho… Pero ¿qué fue lo que sucedió? ¿Qué suerte de poder mágico pudo hacer desaparecer toda esa inmensa cantidad de roca?
»-Es un lugar desolado… -comenté mientras contemplaba desde la proa aquella tierra calcinada como un hueso arrojado al fuego.
»Baba estaba a mi lado y dijo:
»-¿Sabes qué nombre le dan los griegos a esta isla?
»-No.
»-La llaman «Thera».
»-¿Thera? -dije, impresionado.
»-¿Conoces el significado de esa palabra? -preguntó él a su vez.
»-«Miedo» -respondí.
»-Así es -dijo él.
»- La Isla del Miedo -musité mientras volvía la vista hacia aquellas rocas-. ¡Alabado sea Allah, el altísimo!
»Desembarcamos en la isla mayor. Baba tenía allí un fondeadero que era su base y refugio. Una escarpada línea de arrecifes mantenía el lugar perfectamente escondido. Caminamos hacia el interior. El suelo estaba cubierto por una gruesa costra de cenizas petrificadas. Al cabo de un rato, nos encontramos en una cantera donde trabajaban cuadrillas de lugareños extrayendo aquellas cenizas en bloques. El mameluco me explicó que las tenían en gran estima como material para la construcción.
»-Lo que quiero mostrarte ya está cerca -me dijo.
»Trepamos por un lado de la cantera, hasta una zona que había sido horadada. Algo brillaba en el fondo de uno de los surcos tallados por los trabajadores. El mameluco saltó al interior de la zanja, recogió el objeto y me lo entregó. Lo sostuve entre mis manos temblorosas y lo observé con detenimiento. El fiero sol de aquella tierra le arrancaba reflejos azules. Era un precioso fragmento de cerámica vidriada adornado con dibujos de delfines, pulpos y un navío semejante a una galera. Era parte del revestimiento de una pared y había sido trabajado con una hábil labor de alicatado, digna del mejor de nuestros albañiles.
»Me pregunté, emocionado, si perteneció a algún edificio del puerto desde el que partió Talos para cruzar el océano Tenebroso.
8
– Alabado sea Dios que te ha traído de vuelta a Granada después de tantos peligros -exclamó Ahmed.
– Alabada sea Su Misericordia -dijo Lisán-, pero los riesgos no han hecho más que empezar, pues pienso ir yo mismo en busca de esa Otra Tierra de más allá del mar Tenebroso.
Ahmed abrió la boca para responder a su amigo, pero sus palabras se agolparon y no supo qué decir durante un momento.
– Pero… ¡eso es una locura! Tú no eres un navegante, ni un aventurero. Además, ¿de dónde vas a sacar el dinero? ¿Y la nave?
– Baba ibn Abdullah se ha ofrecido a financiar la expedición -respondió Lisán.
– ¿El mameluco? -Su amigo se sentía cada vez más escandalizado.
– Hemos llegado a un acuerdo, él pondrá la nave y la tripulación. Yo los conocimientos necesarios para realizar el viaje.
– Has enloquecido, hermano -dijo Ahmed con voz seca-. ¿De verdad piensas embarcarte con un desconocido, de quien, además, sospechas que pueda ser un pirata?
– Sí -admitió Lisán-, he pensado mucho en todo eso. ¿Sabes? Baba es un hombre muy extraño y, de alguna forma que no logro clasificar, aterrador. Cuando está frente a ti, se diría que mira a través tuyo, como si tu cuerpo no fuera más sólido que una nube de vapor tenue que él pudiera atravesar con su mano. He visto antes miradas así; en soldados curtidos por tantas batallas que han olvidado el valor de una vida humana; o en fanáticos religiosos…
– ¿Y tú quieres convertir a ese hombre en tu compañero de aventura?
– Ya sé que es un riesgo, hermano. No soy un necio. Pero se trata de un riesgo calculado. Sólo yo puedo entender la lengua de los tirios. Nadie más podría interpretar los caracteres grabados en las planchas plúmbeas. Los calcos que llevaré de ellas van a ser la única carta de navegación. Si Baba ibn Abdullah intenta traicionarme, se encontrará solo y perdido en medio del océano, alejado de cualquier costa conocida y sin posibilidad de orientarse.
– ¡Maravillosa perspectiva! Me alegra saber que lo tienes todo tan bien atado -exclamó Ahmed.
Lisán reconoció la ironía en sus palabras, pero no quiso seguir ese juego.
– Así es. Por eso ha sido providencial que nos encontráramos ayer en el zoco…
– ¿Por qué? -Ahmed alzó las cejas.
– Porque tengo previsto zarpar en una semana…
– ¿Una semana? -Ahmed no daba crédito a lo que acababa de oír-. No es posible, hermano, dime que eso no es cierto.
El faquih se acercó a su amigo y apoyó sus manos sobre los hombros de éste.
– Si Allah, alabado sea, quiere, en siete días partiré con la marea. Todo ha sido previsto en secreto. El barco que me llevará hasta el Otro Mundo está atracado en una cala oculta de la costa, cerca de Salawbiniya, y Baba ibn Abdullah lo está pertrechando para el viaje. Pensaba enviarte las planchas y su traducción, para que las guardaras e hicieras de ellas el uso que consideraras más conveniente… en caso de que yo no regresara…
– Haré lo que me pides, hermano, ya que no puedo disuadirte de que emprendas este viaje de locura.
Lisán inclinó la cabeza, en señal de gratitud, y dijo:
– Mis criados llevarán ahora mismo el cofre a tu casa.
– Dámelo a mi regreso, hermano, porque pienso acompañarte hasta la costa.
– ¿Con qué objeto?
– Sólo quiero conocer a ese tal Baba ibn Abdullah y comprobar qué clase de hombre es. Concédeme al menos eso.
– Si eso va a hacerte sentir más tranquilo -sonrió-, que así sea. Mandaré entonces a los criados para que traigan uno de tus caballos y para que adviertan a tu familia.
Un muchacho negro, de unos doce años, llegó por el camino de la Alhambra con la yegua favorita de Ahmed. El joven llevaba el pelo trenzado y atado con cintas de tela roja. Estaba encogido de frío, con los ojos amodorrados aún por acabar de despertarse.
Ahmed le preguntó:
– ¿Saben los de la casa que voy a estar fuera un par de días?
– Lo saben, mi señor -respondió el chico mientras se frotaba los ojos.
Sus mejillas estaban señaladas con unas abultadas marcas paralelas, las cicatrices tribales que había llevado desde su ceremonia de iniciación, poco antes de que fuera capturado por los traficantes. Pero Jamîl, ése era su nombre, ya no era un esclavo. Ahmed lo había adoptado como mawla , el lazo especial de parentesco que se establece con un esclavo liberado.
Ahmed vivía en una gran casa de la medina, situada no muy lejos del palacio de los Banu Sarray. [6] Tenía cuatro mujeres, una docena de hijos y un pequeño ejército de esclavos. A muchos de estos últimos había acabado liberándolos, como había hecho con Jamîl.
– Vas a acompañarme hasta la costa, Jamîl. Espero que pronto estaremos de vuelta.
Ignacio apareció un rato después, maldiciendo por lo bajo.
– ¿A qué distancia está la playa ésa? -rezongó mientras montaba en su caballo.
– Unas diez parasangas -le respondió el faquih.
El vizcaíno escupió y dijo:
– ¿Y eso qué cojones significa?
– Una parasanga es más o menos la distancia que tú puedes cubrir en una hora.
– Es decir, que tenemos para dos jornadas de camino.
– Temo que vayamos a hacerlo de un tirón. Quiero llegar a la costa hoy mismo.
– ¡Jodidos moros! -gruñó Ignacio. Espoleó con rabia su caballo.
Rodearon las impresionantes torres de la Alcazaba y descendieron por el camino que llevaba a la ciudad de Granada. Sin llegar a entrar en ella, se desviaron hacia el sur, por un estrecho sendero que corría paralelo al río Shenil .
Un poco somnolientos aún, siguieron el cauce del río, mecidos por el ritmo de los pasos de sus monturas y la monotonía del camino. En las márgenes la hierba era alta y apretada, salpicada de abrojos que las cabras arrancaban con los dientes. Era una de esas mañanas luminosas tan comunes en Granada, cuando el viento ha barrido toda impureza en el cielo y el aire baja fresco desde la Sierra Nevada. Avanzaron bajo las cumbres blancas del Yabal al-Taly , cruzándose de vez en cuando con mozos que descendían de las montañas con recuas de mulas cargadas de nieve prensada entre esteras de paja.
Ahmed, que cabalgaba junto a Lisán, no dejaba de hablarle a su amigo intentando que reconsiderara su idea de hacer un viaje tan arriesgado.
– Pero… ¿por qué? -le decía-. ¿Qué es lo que buscas, hermano? Poseías una de las mejores propiedades de Granada. Tus huertas eran la envidia de todos… En otro tiempo, claro. Porque ahora tus campos están en barbecho, y ni tus criados te tienen ya aprecio… ¿Por qué estás dilapidando lo que tu familia tardó tantas generaciones en levantar?
Pensativo, Lisán le dijo:
– Recuerda las palabras del sabio ibn Jaldún: en este mundo todo está sujeto al mismo proceso de elevación y degradación. Se dice que son necesarias cuatro generaciones para crear y dilapidar una fortuna familiar. Mi bisabuelo tuvo que experimentar los sufrimientos que llevaron a nuestra familia a una posición elevada. Mi abuelo aprendió de esas cualidades, pero ya no era lo mismo; tenía otros intereses, como bien sabes. La decadencia de estas tierras de labor empezó ya con él. Mi padre fue un gran viajero y su interés por el patrimonio de la familia fue tan escaso que no dudó en renunciar a todo y trasladarse a El Cairo, cuando el sultán mameluco le ofreció el puesto de qádi malikí en su corte.
– Y a ti te ha correspondido la tarea de dilapidar los últimos restos del esfuerzo de tu bisabuelo…
– Así es.
– Eso suena muy cínico. Y tú nunca has sido un cínico, hermano.