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El jefe de la escuadra patriota tiene que ser electo a partir de una terna formada por el francés Courrande, el norteamericano Seaver y el irlandés Brown. Al Director Supremo le asiste la conciencia de su responsabilidad. Un error no sólo produciría la destrucción de esta segunda escuadra, sino el inmediato asalto de Buenos Aires por la flota de Montevideo. España, liberada del yugo francés, se dispone a recuperar su autoridad en las colonias insurgentes: han llegado noticias de que el violento general Morillo, a la cabeza de un poderoso ejército de represión, se alista para venir al Río de la Plata. Si aplastan este centro revolucionario, toda América austral quedaría nuevamente bajo el dominio de Fernando VII.

Gervasio Antonio Posadas, Director Supremo de las Provincias Unidas, repasa una vez más, con la frente transpirada, los antecedentes de la terna. La elección es más difícil de lo esperado.

Estanislao Courrande cuenta en su haber valientes acciones corsarias contra los ingleses, cuyo comercio venía hostilizando desde 1803.

Benjamín Sea ver nació en Estados Unidos pero juró lealtad a Su Majestad británica. Llegó a las Provincias Unidas con el propósito de comerciar mulas. Un accidente lo obligó a recalar para reparar las averías de su goleta. Ocho marineros quedaron a bordo y se hicieron a la vela, abandonándolo. Para resarcirse de la pérdida no vaciló en robar dos buques españoles. Simpatizó con los patriotas y éstos, admirando su ingenio y arrojo, le encargaron recuperar el queche Hiena , capturado por los realistas. Aunque el objetivo fracasó -la alarma previno a la tripulación del queche, que zarpó poniéndose a salvo-, Seaver apresó dos faluchos de guerra en esta reñida acción nocturna, produciendo cuantiosas pérdidas al enemigo.

Guillermo Brown se ha granjeado el respeto de los pocos marinos que ya trabajaban para las Provincias Unidas. Su inteligencia en la táctica y su audacia en la acción, su sensibilidad con los subordinados y su caballeresca arrogancia con los superiores, le conferían rasgos de caudillo. Además, tenía una sólida formación náutica y un acabado conocimiento de las aguas donde se desarrollarían los combates.

Posadas designa a Brown Jefe de la Escuadra. Brown tiene treinta y siete años, de los cuales se pasó más de cinco lustros en el mar.

Seaver se ofende y no acepta la autoridad del irlandés. Pero los acontecimientos se precipitan; la escuadra española emerge del río como una interminable muralla erizada de fusiles y cañones, lista para un ataque devastador. Brown se adelanta a una posible indisciplina del norteamericano avisándole que izará su insignia en la Hércules y "barco ninguno de la Patria, bajo pretexto cualquiera, podrá abandonar este puerto antes que la Hércules ". Le ordena que apronte su goleta y le anuncia que recibirá un libro de señales, al que "dará usted exacto cumplimiento en nombre de la Patria y en el de todos los que desean el triunfo de su causa". "Encarezco a usted la mayor decisión y pericia en el manejo de su buque contra el enemigo común". Por último, le desea "el mejor éxito y gloria como compañero de armas".

Benjamín Franklin Seaver, capitán de la goleta de guerra Julieta , lee con disgusto el mensaje de quien se considera su jefe y le responde con una estocada irónica. Ignora -dice- que él (Seaver) o su goleta "estén agregados al resto de la escuadra como para que el capitán Brown le haya dirigido la nota precedente".

Brown sabe que esta indisciplina puede generar una derrota. Comprende la dignidad de sus subordinados, pero no admite conductas que dañen la estrategia del, combate. O se acata su autoridad o queda sellado el fracaso. Se dirige a Larrea, denunciando que está muy disgustado" como consecuencia de un bosquejo, o plan, que yo le entregué" (a Seaver) y que no fue tenido en cuenta. Brown recuerda que no había querido asumir el mando de la escuadra, pero acabó aceptando la honrosa designación efectuada por el Director Supremo: a pesar de tener motivos importantes, "mis deseos por el bienestar de la nación me indujeron a servir como comandante de la flota pero, para gran sorpresa mía, existe otro comandante". Atribuye a su ex socio White -con quien rompió poco tiempo atrás- los errores en las designaciones. White "demuestra mucha actividad en todo sentido menos el correcto". Además, agrega, "su morosidad ha determinado que la flota permaneciera en el puerto una quincena más de lo necesario". Se excusa por no entrar en detalles, concluyendo" que el Gobierno ha de decidir entre confiar el mando a Seaver, o exonerarle del servicio, por cuanto un cooperador conjunto como el que el sutil señor White desearía introducir, no puede ser el bienestar de la escuadra nacional".

Larrea muestra la carta al Director Supremo. Se convoca a una reunión general de ministros. El tiempo juega en favor de España; algunos creen que ya no vale la pena sacrificar hombres en combates fluviales. Larrea insiste para que se defina la autoridad de la escuadra. Nadie acepta exonerar al intrépido Seaver. ¿Y Brown, entonces? Por un minuto cruza por la sala el espectro de la derrota, por un minuto surge la posibilidad de eliminar al altivo irlandés. Quizá ya es demasiado tarde para atacar Montevideo, se continúa insistiendo. Los pañuelos con puntillas salen de las mangas para secar los rostros transpirados.

– Está bien -acuerda el Director Supremo-: no toco a Seaver. Pero Guillermo Brown seguirá como jefe de la escuadra nacional.

Era una fórmula de transacción. Para algunos era una fórmula confusa y riesgosa. Pero con ella se acababa de elegir el camino que salvaría a la Revolución de Mayo.


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