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Asegurada la costa atlántica, el proceso emancipador enfoca sus largavistas hacia el Pacífico. Chile sufre d yugo de Osario, el Perú está agobiado por un ejército de 10.000 hombres y Colombia se despedaza en una reñida lucha.
El presbítero Julián Uribe, que emigrara a Buenos Aires, concibe un plan temerario: armar una flotilla y atacar a los españoles de Chile por el mar. Juzga conveniente que la heroica fragata Hércules (obsequiada a Brown por sus servicios) y el bergantín Trinidad vayan a hostilizar la navegación y el comercio español a lo largo de Valparaíso, Coquimbo, Huasco, Atacama, Arequipa, Pisco y el Callao. Se trataría de un crucero corsario, como se estilaba entonces, para el cual se deberían extender a Brown las licencias necesarias. Como todo corsario, estará sometido a los reglamentos del Corso: atacará naves y puertos de la nación enemiga y las presas tomadas en sus acciones deberán ser legitimadas por el Tribunal de Presas. Como corsario argentino, además de respetar a los neutrales, deberá liberar los cargamentos de los barcos negreros. Su campaña no se debería extender más allá de los once grados de la línea equinoccial, a menos que alguna expedición española proveniente del istmo de Panamá fuera en auxilio de Lima, en cuyo caso se la tendrá que destruir, apresar o incendiar a toda costa.
Brown acepta el desafío. En documentos reservados, el gobierno de las Provincias Unidas le comunica que le confiere el mando de la expedición, pero -dada la necesidad que tiene de él en Buenos Aires para otras importantes funciones- pide que lo delegue en su hermano Miguel, que acaba de radicarse en Buenos Aires. Guillermo Brown, después de su victoria naval, había comunicado a Larrea que abrigaba el deseo de volver a sus asuntos comerciales. "Si el hacer un bien general, después de abandonar mi pequeño negocio, casa, esposa y familia, exponiendo mi vida a cada momento, a fin de que pudiera prestar un ínfimo servicio a este país, constituye un motivo para atraerme enemigos, ya es tiempo de que me retire, por buenas que sean mis intenciones en coadyuvar en la lucha". Había recomendado una pronta y equitativa distribución del importe de las presas que se adeudaba a oficiales y tripulación. Prefería quedarse en Buenos Aires, aunque se dedicaría en forma personal y entusiasta a la reparación y equipamiento de las naves que realizarían el crucero corsario.
El crucero deberá sortear enormes peligros: navegar abrumadoras distancias sin encontrar sitios de reaprovisionamiento, enfrentar flotas adversarias poderosas, encontrarse siempre rodeado de enemigos.
En el rudimentario astillero las embarcaciones semejan grandes fósiles. Brown revisa una y otra vez ambos buques. La Hércules es prolijamente reparada y claveteada en cobre. Con mirada cuidadosa y severa controla la quilla, la brea, las cureñas, los palos, el bauprés, las vergas, los botes. Repasa la lista de víveres ya acumulados y los que aún faltan comprar. Es minucioso en la provisión de materiales para el viaje: que no falte hierro, plomo, lienzos para velas y maderas para mástiles o tarugos. Arpones, anzuelos y redes, porque el océano suministrará el grueso de la alimentación. Golpea con el puño los tabiques y prueba cables y tornillos. Hasta el botiquín no escapa a su examen, máxime después de las críticas efectuadas por Campbell.
Mientras prosiguen los trabajos de alistamiento, remite a White varios tripulantes para que les liquide sus sueldos y parte de las presas. La remuneración de la gente que regó con su esfuerzo la vida de la República es prioridad moral. Enterado de las necesidades de Agustín Sherman, escribe: "el portador no sólo prestó servicios como segundo contramaestre a bordo de la Hércules , sino que, siendo carpintero de oficio, trabajó de día como tal (…). Por consiguiente, tengo que recomendado a su consideración como hombre bueno y merecedor".
El gran reloj del Cabildo marca las diez de la mañana. Guillermo Brown cruza la plaza de la Victoria apoyándose en su bastón. Algunos durazneros florecen bajo el sol de septiembre. Los carros se desplazan con pereza, regocijados con la caricia de la luz. Brown mira hacia abajo, pensativo. Le preocupa la lenta reparación de las naves y la increíble morosidad en el pago a los hombres de su escuadra. Le consta cuán vacías están las arcas, pero más vacíos están los hogares de quienes murieron, quedaron inválidos o simplemente lucharon para salvar el país.
El sol calienta la nuca, reverbera sobre su cabellera dorada, se extiende sobre su espalda recta. Un saludo en inglés, susurrado, casi evasivo, lo arranca de la cavilación. Es Guillermo Pío White. El almirante lo detiene. White hesita, carraspea, ha recibido a varios marinos que Brown le manda para cobrar. Se estira los puños de, encaje, no puede sostener la mirada de su ex socio. Con leal desprendimiento invirtió sus bienes en la construcción de la escuadra y, a pesar de su astucia financiera, no consigue cumplir con las obligaciones contraídas; no tiene la culpa por la dilación en los pagos.
Brown le replica con dureza: no es justo hacer esperar a quienes más se han sacrificado.
White está de acuerdo, pero aún no dispone de fondos, la escuadra será su ruina.
– No me interesa su ruina, sino mis hombres.
White no tolera el tono seco y belicoso del almirante; el corazón le late en la garganta, ojalá que se vaya. Pero no se va, continúa reprobándole con los ojos, con los puños apretados, con los labios trémulos:
– Usted es indigno de la confianza que le brindó el Gobierno.
– ¡Cállese! -grita el norteamericano.
– ¡Pícaro! ¡Ladrón! -responde el almirante con la cara enrojecida.
White se descontrola y le asesta una bofetada en pleno rostro. La gente que se estaba aglomerando al oír la estentórea discusión, queda atónita. El armador huye al instante, perseguido a zancadas por Brown, cuya pierna fracturada le impide correr. Se refugia en un almacén y busca un arma para defenderse del bastón que agita el marino; sólo encuentra un largo palo con un plumero atado en la punta, que asoma por la reja. La afrenta es mayúscula. El almirante recapacita y se abstiene de ingresar donde su agresor. Se arregla la ancha corbata, alisa el cabello y, retornando su hidalga apostura, camina lentamente hacia la calle Reconquista, donde visitará a un amigo.
Guillermo Pío White es arrestado y confinado en la goleta Santa Cruz . El incidente mortifica a Brown. Pero como tiene noción de las proporciones, le dice al Director Supremo que, siendo su "empleo de autoridad y jurisdicción firme, estaba facultado para refrenar y escarmentar a un delincuente que los ultrajaba (…). Para que se vea que no es de mi interés, sino únicamente de mi honor y el de todas las autoridades castigar este atentado, me desprendo de la causa y reo, y todo lo pongo a disposición de V.E. Si es de su Supremo agrado que se lo ponga en libertad, como me dice el señor secretario de Guerra, creo que debo obedecer, pero también puedo suplicar que continúe en prisión hasta que V.E. determine la satisfacción que el delincuente deba darme". Termina la carta aclarando que no se vea su pedido como "intento de faltar a la subordinación y obediencia a que estoy obligado".
Pronto Guillermo Brown romperá esta obediencia en un acto pleno de temeridad que le ocasionará disgustos muchísimo más graves que el incidente con el atribulado armador.