Volvió a acelerar, como un loco: treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta… ochenta… noventa, cien, ciento diez, ciento veinte… La transparencia tenía dificultades en seguirlo, la luna saltaba… El camión atravesaba su propia estela, su propia dirección…

Cuando volvió a mirar el espejito… No podía creerlo. Pero debía rendirse a la evidencia. El autito estaba allí, siempre a la misma distancia, al mismo kilómetro, que además era el mismo, no otro equivalente. Resolvió volver a disminuir la velocidad, pero esta vez tan bruscamente que su perseguidor no tuviera más remedio que superarlo. Así lo hizo: cien, noventa, ochenta, setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta… treinta… veinte, diez, cero, menos diez, menos veinte, menos treinta… Nunca antes había hecho eso. Los torbellinos de la luna lo envolvían.

Y sin embargo, cuando miró en el espejo retrovisor, para su inmensa sorpresa, allí estaba el autito celeste, y el kilómetro que los separaba. Aceleró. Desaceleró. Etc. Si al principio no había podido creerlo, ahora, al cabo de un par de horas de carrera en los dos sentidos, lo podía menos. Lo que más le intrigaba, en sus periódicas inspecciones al espejo retrovisor (que era externo, de los que se asoman, sostenidos por un brazo metálico, al costado de la cabina) era que el autito celeste brillara tanto, y que mantuviera su posición como suspendida en el camino, como flotando encima de los pozos mientras él saltaba a más y mejor, y sobre todo la distancia que se mantenía idéntica… demasiado idéntica… Sin disminuir ni aumentar la velocidad, que a esa altura de las alternancias ya no sabía de qué lado del exceso estaba, hizo girar con la mano izquierda la manija del vidrio de la ventanilla. Cuando estuvo bajo, con los ojos entrecerrados por el viento que entraba, sacó la mano y llevó la punta de los dedos índice y pulgar, delicadamente en la medida en que se lo permitían los saltos del camión, a la superficie oval del espejito, y arrancó… ¡arrancó el autito celeste! Como si fuera una pequeña calcomanía pegada allí… Se la llevó a los ojos, ladeando un poco la cabeza para verla a la luz de la luna… Era un ala de mariposa, de un cobalto metalizado, la luna le arrancaba ese brillo que se lo había hecho tan patente… Se maravillaba de haber sido presa de una ilusión tan barroca, sólo a él podía pasarle… Porque además, un ala de mariposa puede pegarse a una parte u otra de un vehículo en movimiento, de hecho pasa todo el tiempo durante una travesía, ¡pero las mariposas se estrellan contra las partes del vehículo que van rompiendo el aire, por ejemplo el parabrisas o el radiador! ¡Y el espejito miraba hacia atrás! La única explicación era que en alguna de las recientes desaceleraciones la mariposa hubiera quedado atrapada en el cambio de velocidades relativas, y se hubiera estrellado desde atrás. Apartó los dedos, dejó que el viento se llevara ese centímetro de ala celeste, levantó el vidrio y no volvió a mirar el espejo.

Si lo hubiera hecho, le habría sorprendido ver que el autito seguía allí, donde antes estaba su silueta recortada en ala de mariposa. Dentro del autito iba Silvia Balero, la profesora de dibujo, loca de angustia y medio dormida. Había visto desaparecer ante sus ojos al camión rojo de Siffoni, al que seguía como el último hilo que la unía con su vestido de novia, con su costurera. El momento en que la marea de atmósfera hizo invisible el camión la sorprendió en malas condiciones. Porque era, como todas las candidatas a solterona, muy dependiente de sus biorritmos, y después de las doce de la noche ella siempre, siempre, dormía. Nunca en su vida se había pasado. La noche era una incógnita para este ser diurno, impresionista. De modo que a la medianoche, que fue por rara coincidencia el momento en que la luna actuó sobre el camión, ella se puso en piloto automático, igual que una sonámbula. Como en una pesadilla, sintió la desesperación de que la presa se desvaneciera ante sus ojos. En su estado, ese escamoteo representaba el de toda la realidad.

– Tengo hambre -pensó Ramón Siffoni, que no había cenado. Un poco más allá, vio una especie de pequeña montaña bajo la luna, y en su cima un hotel. A pesar de la hora se veían luces en las ventanas de la planta baja, y pensó que no era descabellado que hubiera un comedor. La suposición se hizo mucho más verosímil al ver, ya cuando subía, que frente al hotel había estacionados varios camiones. Todo viajero en la Argentina sabe que donde paran los camioneros se come bien: con más razón entonces, se come.

Cuando echó pie a tierra, una mujer se dirigió hacia él, aunque a la vez parecía huir de él. No se fijó bien, porque le llamó la atención el autito celeste del que ella se había apeado.

Silvia Balero notó que no la reconocía, aunque él le abría la puerta en sus cotidianas visitas a la costurera. Todas las mujeres debían de parecerle iguales. Era esa clase de hombre.

– Disculpe que lo moleste, no sé qué pensará usted de mí, pero ¿puedo pedirle un favor?

Siffoni la miraba con gesto que parecía maleducado pero en realidad era de intriga, porque le resultaba conocida, y no sabía de dónde.

– ¿Podría acompañarme adentro? Quiero decir, como si fuéramos colegas, viajantes. Ya que usted va a alojarse aquí… Me da inquietud entrar sola.

Al fin él reaccionó, y partió rumbo a la puerta:

– No. Voy a cenar nada más.

– ¡Yo también! ¡Después sigo viaje! Se preguntaba: "¿Dónde habrá dejado el camión? Pareció como si bajara del aire vacío."

Pero la entrada estaba cerrada; entre unas cortinillas se veía el lobby oscuro y desierto. Ramón dio unos pasos a lo largo de la fachada, con la mujer atrás. Las ventanas de un salón que bien podía ser el comedor también mostraban al otro lado un espacio negro, pero de algún lado llegaban hasta él unas rayas de luz humosa. Ramón Siffoni retrocedió unos metros. Desde el camino había visto luces encendidas, pero ahora no sabía de qué lado. Trataba de hacerse cargo de la estructura del edificio. No podía concentrarse por la perplejidad que le causaba la compañía: a la luz de la luna, la mujer no parecía muy lúcida. ¿Estaría borracha, sería una loca? Esa clase de hombres siempre está pensando lo peor de las mujeres, justamente porque todas les parecen la misma.

Las dificultades que encontraba se debían a que el plano del hotel era realmente ininteligible, porque se trataba de un establecimiento termal cuya planta se había adaptado a la conformación de los agujeros manantes de la tierra, de las rocas; estas últimas no podían quitarse porque eran tapones.

Pero al fin, dando la vuelta a una esquina en picada, se vio frente a una ventana con luz, y pudo ver adentro. Su sorpresa fue mayúscula (pero su sorpresa siempre era enorme cuando miraba algo esta noche) al encontrarse ante una escena que conocía demasiado bien: la mesa de poker. Ahora, de pronto, recordaba haber oído hablar de ese hotel, parada obligada de todos los jugadores que se dirigían al sur, contrabandistas, camioneros, aviadores… Un viejo hotel termal, de clientela extinta, garito legendario. Nunca había pensado que llegaría a conocerlo un día, o una noche.

Ante ese espectáculo se abstrajo de todo, hasta de la mujer que se empinaba a sus espaldas para ver. Los hombres, los naipes, las fichas, los vasos de whisky… Pero no se abstrajo de todo en absoluto; hubo una cosa que advirtió. Uno de los jugadores era de Pringles, y él lo conocía muy bien, no sólo por ser vecino. Era el llamado Chiquito, el camionero. Fue todo verlo, y comprender que el viaje no había sido en vano, o al menos que no había tomado la dirección equivocada. Si obtenía lo que se proponía de él, no necesitaría seguir adelante. Sabía bien cómo llegar a una mesa de juego, aunque todas las puertas estuvieran cerradas. Sus movimientos se hicieron seguros, y Silvia Balero lo notó. Fue tras él. Ramón dio unos golpes en la ventana, y después en la puerta más próxima. Antes de que vinieran a abrirle, buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un antifaz negro. Lo tenía allí desde hacía un tiempo, y no había supuesto que la ocasión de usarlo llegaría tan de pronto. Se lo puso (tenía un elástico que se ajustaba en la nuca). En aquel entonces era frecuente, como lo es ahora, que los jugadores en los garitos oculten su identidad con antifaces. De modo que al portero del hotel que vino a abrirle le bastó verlo para saber qué quería. Entraron. Silvia Balero le tiró de la manga.

– ¿Qué quiere? -dijo él de mal modo, sin poder creer en la inoportunidad de una desconocida que le pedía atención cuando él iba a hacer la apuesta de su vida.

Ella quería un lugar donde dormir. En realidad ya estaba medio dormida, sonámbula.

Sin responderle, Ramón le señaló al portero que los guiaba, pero éste dijo que debían hablar con el dueño del hotel, que estaba justamente sentado a la mesa de juego. Así lo hicieron. Los presentes echaron una mirada apreciativa a la joven profesora, y el hotelero la llevó a una habitación no muy lejos de donde estaban, y volvió. El recién llegado ya tenía su lugar, le habían recitado las reglas, y pedía fichas a crédito. Incluido el patrón, eran cinco. El portero miraba. Dos eran camioneros, el Chiquito y otro tipo de mal aspecto; los dos restantes eran estancieros de la zona, ganaderos, muy solventes. El Chiquito había ganado mucho. A esa hora, ya jugaban por millares de ovejas o montañas enteras.

Para qué detenerse en la descripción de un juego, igual a cualquier otro. Dama, Rey, Dos, etc. Ramón perdió sucesivamente su camión, el autito celeste, y a Silvia Balero. Lo único que le quedaba era pagar los dos whiskys que había tomado. Dejó caer las cartas sobre la alfombra, con los ojos entrecerrados en el fondo del antifaz, y preguntó:

– ¿Dónde está el baño?

Se lo indicaron. Fue, y se escapó por la ventana. Corrió hacia donde había dejado el camión, sacando las llaves del bolsillo… Pero cuando llegó al sitio, entre los demás camiones, todos ellos grandes y modernos (y el del Chiquito, que él conocía bien, con una extraña máquina negra pegada a la pared posterior del acoplado; no se detuvo a ver qué era), allí en la explanada, no lo encontró. Creía soñar. La luna había desaparecido también, sólo quedaba un resplandor incierto entre la tierra y el cielo. Su camión no estaba. Cuando lo había apostado, el segundo camionero, que fue el que se lo ganó, había salido a verlo, y al volver había aceptado la apuesta contra diez mil ovejas, cosa que sorprendió un poco a Siffoni. ¿Lo habría cambiado de lugar en esa ocasión? Imposible, sin las llaves, que no habían salido de su bolsillo. De cualquier modo no podía buscarlo mucho, porque era inminente que advirtieran su escape… Intentó meterse en el autito celeste, pero no cabía: era un hombre corpulento. Oyó, o creyó oír, un portazo… El pánico lo desconcertó por un momento, y ya estaba corriendo a campo traviesa, en cualquier dirección, bajando de la montaña a la meseta, mientras amanecía, a una hora imposible de temprano.


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