Prólogo
Verdaderamente, pocas cosas conozco tan excitantes y, en cierto modo, tan reconfortantes, como la descripción que hoy hacen los científicos de ese proceso incógnito en que se engendra la obra poética: seductor por el silencio, fascinante por la oscuridad, inquietante por la ignorancia en que vive quien lo padece: ese artista o poeta que se mantiene al margen o en la inopia hasta que, al fin, estalla como una de esas estrellas que lo hacen en las zonas más remotas del espacio infinito con derroche de luz y de catástrofes cósmicas. Pero, hasta entonces, ¡qué recato el del germen! ¡qué pudor, escondido no se sabe aún si en un rincón del alma o del cuerpo, acaso en el bisel en que ambos coinciden, que a lo mejor no es bisel, sino el punto abstracto en que se encuentran dos ángulos y se aman, váyalo usted a saber! Lo que sí es indudable es que ese germen, del color de un topacio un poco claro según los últimos descubrimientos, desde el lugar en que yace agazapado, envía unos a modo de tentáculos sutiles con los que va agarrándose a lo más próximo, carne, espíritu o sangre, es igual, y allí crece y se insinúa hasta colarse por las cuencas de las venas y las reconditeces de las células, multiforme o informe, según se mire, pero grandioso y complicado, y tan capaz de dominio, que llega a apoderarse del sujeto paciente, a hacerlo suyo y poseerlo, ante la estupefacción del que ignora que tan sigilosa marcha se esté tramando en su interior: y cuando estalla, conforme acaba de indicarse, apoteosis o epifanía, teofanía (sospechable) algunas veces, el poeta se encuentra en estado similar al de aquellas mujeres favorecidas de los dioses con su amor y su simiente, madres de héroes destinadas a nominar constelaciones, y la similitud de tales embarazos justifica la equiparación final de la obra poética con Hércules o con los Dióscuros, [1] lo cual la sitúa muy favorablemente en el camino que conduce a la mitología, si bien los hombres de ciencia se desesperan ante semejantes recorridos e intenten reducirlos a términos de mera psicología. ¡Pues ya se pondrán de acuerdo alguna vez, si quieren! Yo intentaba decir, mientras tanto, y de tan solemne modo comenzando, que esta novela mía de los Jacintos Cortados no se engendró de ese modo sublime, oscuro y casi sacro, grandioso al mismo tiempo, sino bien a las claras y con testigos: porque fue en una fiesta en la que suelen congregar a más intelectuales de los que conviene meter juntos en la misma habitación, una tarde de abril, el año setenta y nueve. Pues lo que aconteció fue que llegó hasta mí la esposa de uno de mis más queridos y admirados colegas jóvenes, me enteró de quién era y de que quería saludarme, y me advirtió, bromeando, de que si en mis escritos persistía en el empeño de rejuvenecerme inmoderadamente, como vengo al parecer haciendo, acabarían mis lectores por exigirme la edición de ese libro de versos amorosos que todo el mundo, o casi, perpetra a los veinte años, y que a mí no me fue dado escribir por razones de mera timidez, al menos por entonces. Le respondí que los versos no eran mi fuerte, aunque al amor jamás le haya hecho ascos, pero que no sería imposible que un día cualquiera se me ocurriese inventar una ficción en cierto modo sentimental, aunque sin saber muy bien con qué talante, si el juvenil de la esperanza, o el más romántico de la nostalgia, que es el que me corresponde. No lo había hecho nunca, lo pensé en aquel momento, se rió ella, y yo quedé bastante conmovido, porque el germen de una nueva narración había caído en mi espíritu y no podía adivinar, así, de pronto, y en medio de aquel barullo, cuál sería su suerte. De que mala no fue, a fin de cuentas, dan testimonio estas más de trescientas páginas cuya lectura ofrezco. De que la criatura sea todo lo hermosa que su padre desea, ya no tengo ninguna seguridad, pero eso sucede siempre; aunque en el fondo esté persuadido de que un monstruo, lo que se dice un adefesio, no lo es, ya que en tal caso no la hubiera publicado. Está ya uno en esa edad en que debe andarse con cuidado, no sea que un desliz agravie la modesta reputación en tantos años y con esfuerzo granjeada.
Alguna vez pensé también que esta narración que sigue bien podría servirme de testimonio de presencia (y de existencia) en este año de su publicación, que es el mismo en que acabo de entrar, sin tenerlas todas conmigo, en el octavo decenio de mi vida, ése de tantas asechanzas, "zona batida", como dicen en las guerras, que lo más probable es que no salga de él: lo cual, por otra parte, no es cosa de traer aquí como queja ni siquiera como dato, pues considero más importante, al menos para mi satisfacción y la fe y esperanza puestas en mí, que mi septuagésimo aniversario se conmemore, aunque ya tarde, con la publicación de una novela, y que, terminada ésta, ande ya dándole vueltas a otra (que proyecto, por cierto, de más vuelos y ambiciones que la presente, mero divertimento y descanso a lo largo de un año rico en otra clase de trabajos). Esto quiere decir, ni más ni menos, que la arteriosclerosis se porta bien, se mantiene a raya, actúa lo indispensable para que se me olviden los nombres propios, para que a veces no salga a tiempo la palabra precisa y haya de interrumpir el trabajo para buscarla. Pero, ¿qué menos que estos mínimos achaques? A cambio de ellos, compruebo que conservo intacta la disposición a divertirme, y que de aquella seriedad que en años jóvenes vino a enturbiar mi disparatada concepción del mundo (quizás me haya expresado mal: mi concepción del mundo como puro disparate), poco vaya quedando. Lo cual me empuja hacia una literatura casi volátil, poco más allá del juego, un poco más acá del mero regocijo: para mi, por supuesto, que es de lo que se trata, aunque sea también cosa de pensar que, si a mí me complace la travesura, servirá asimismo de solaz a los que entienden la vida y el arte como yo los entiendo: afirmación hic et nunc de nuestra real gana. Es evidente que para los otros no escribo, pero eso les sucede a todos los inventores de ficciones: que su propuesta, que su oferta, va siempre hacia clientes limitados. Pasa como con las hortalizas: a quien le gustan los tomates, quien prefiere los ajos. El ajo y el tomate, sin embargo, ahí están. Y el que ajos come, a cambio de mantener la sangre pura, tiene que soportar un incómodo aliento (para los otros), al menos mientras no se consigan los ajos inodoros, tras los que andan los más progresistas de los horticultores. Pero, ¿no sucederá que, perdido el hedor, se queden sin las otras cualidades? Es una lata, no hay quien lo entienda, pero lo bueno y lo malo andan siempre tan juntos que parecen uno y lo mismo.
Tengo la impresión súbita de que acabo de excederme en mis consideraciones agronómicas. Pido perdón, sobre todo a los golosos del ajo, a quienes aseguro que nada más lejos de mi intención que referirme a su halitosis, por la que siento un inmoderado respeto. Pero, mientras lo escribía, se me estaba ocurriendo que bien podría contar aquí, como compensación, mis desdichadas relaciones con la palabra abarloado, término marinero de los comunes, que quiere decir, más o menos, que dos barcos, atracados en punta, tienen vecinas las panzas de los costados. A mí, es una palabra que me gusta mucho, abarloado, suena precioso, a pesar de su irredimible y algo cargante condición de participio, que la incapacita, por ejemplo, como rima rica de un soneto; pero, fuera de eso, la encuentro seductora, la encuentro casi fascinante (como otras muchas, claro). [2] De modo que me propuse utilizarla en cuanto apareciese una ocasión, y lo bueno del caso fue que surgieron muchas, como decir que se mecían en el puerto los barcos abarloados, o que, abarloados en el mismo lecho, dormían tranquilamente Flaviarosa y Nicolás, si es que lo hacían, paralelos y rozándose los flancos, porque si no se mantienen así, la metáfora no sirve. Pues, ¡lo que son los efectos de la arteriosclerosis, sobre todo cuando actúa en silencio! Ni abarloé los buques en el muelle, ni a Flaviarosa y Nicolás en la cama. Terminé la novela, y la palabra permanecía ante mí, casi visible, audible por supuesto, meciéndose en el aire, y sin uso. Cuidado que da rabia.
Y sucedió también que terminé la novela a falta de una última frase, ese acorde final o ese epifonema tan recomendados por los retóricos, y por algunos otros de los muchos entendidos, para que la cosa quede redonda y respetable. Pues, tampoco se me ocurría, y ésta es la hora, ya la novela en la imprenta, en que le falta la frase final, y lo más probable es que aparezca sin ella. Pero, como a veces acontece, dos nociones, temas o sucesos que nada tienen que ver entre sí, lejanos y distintos como constelaciones, en la imaginación se aproximan (¿se abarloan, quizás?), y del roce o del choque salen nociones nuevas, imágenes inesperadas, metáforas útiles, o tal vez completamente inservibles. Yo estaba leyendo la traducción gallega de los Sonetos a Orfeo, de Rilke, hecha por un paisano mío, el señor Tobío, que salió muy bien del apuro, que salió brillantemente; y lee que lee, me tropecé con un verso (no puedo citarlo con precisión porque el libro se me quedó en Galicia) en que dice o habla de "un lecho en el oído". ¿Voy a mentir diciendo que lo encontré acertado? Pues, no. No la traducción, que es fiel, sino la imagen del mismo Rilke, que a mi sentir no anduvo con gran fortuna en ese instante, ¡caray!, un lecho en el oído, no hay modo de imaginarlo. Inmediatamente se me ocurrió la corrección, lo que hubiera levantado el verso: un lecho en el olvido. No es porque se me haya ocurrido a mí, pero lo encuentro bastante aceptable, de verdad sugerente. Un lecho en el olvido. Dice algo de por sí, y, combinado con cualquier otro sintagma más o menos de la misma calaña, puede significar mucho. Pero, al menos en aquel momento, no se me ocurrió ponerme a la invención de ese sintagma complementario, sino que descubrí, o comprendí, que semejante frase, un lecho en el olvido, pudiera relacionarse con algunos aspectos de mi novela de amor, donde no hubo lecho y hay olvido, y, oportunamente redondeada, servirme de epifonema o de acorde final, conforme a mi ya resignado propósito.
Y aquí fue cuando se operó la relación, el choque eléctrico, el relámpago, a que antes me referí: sin que para nada interviniese mi voluntad, la palabra abarloado emergió de sus abismos, quizá marítimos, quizá meramente poéticos, desplazó al lecho de su situación de privilegio, y me ofreció una nueva frase: abarloados en el olvido, que, de momento, me deslumhró, ya que me hallaba ante una metáfora bastante más compleja que la de origen, bastante más luminosa, en la que abarloados bien podía referirse al Narrador (de esta novela) y a Ariadna, con lo cual la idea de lecho no quedaba del todo abandonada, sino aludida: y si es cierto que el otro miembro permanecía, el olvido, la nueva imagen lo enriquecía considerablemente al quedar implícita la comparación con la mar, que es donde los buques se abarloan, y hace por tanto al olvido, como ella, inmensurable, inagotable, y, si alguien lo recuerda, toujours recomencée. Quedé como de un susto, ante este mi jamás sospechado talento lírico, pero comprendí inmediatamente que, así como estaba la frase, el resultado de aquella intuición no me servía de nada, salvo de incomunicable satisfacción personal, bastante modesta por otra parte. ¿Cómo cerrar un libro colocando al final, así, aislado,
[1] Llamados también Tindáridas, por dudas que todavía quedan de si su engendramiento fue dual, el germen de un padre a Castor, el del otro padre a Pólux, o si le corresponde a Júpiter la gloria de ambas paternidades. ¡Halagüeña fortuna, la de estos hijos de Leda, llamarse siempre con palabras esdrújulas! Los hay predestinados, pues, a la más respetable notoriedad.
[2] No se diga que abuso. Pudo elegir mi gusto «abriolar», que equivale a tirar por sotavento de la relinga de barlovento de la vela mayor, cuando llega a tocar o quiere flamear, a fin de que tome viento. ¿Verdad que es muy bonito? Pues está en español y del más garantizado.